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Debería de tener unos 12 años y había quedado con mis amigos en la gran ciudad, a las tantas de la noche, en un punto en el que estaba convocada una fiesta, que llevaba el nombre del diario del PC. El PC ya había sido legalizado, supongo, hacía algunos meses. Nosotros jugábamos a fútbol en su local cuando llovía, antes incluso de su legalización. Su local era una tapadera, el local gigantesco de una asociación de vecinos. Pero, cuando íbamos corriendo allí, huyendo de la lluvia, no lo llamábamos por su nombre falso. Nos recuerdo en pleno partido, interrumpiendo el juego, cuando pasaba un héroe, completamente ajeno a nuestro homenaje. Por ejemplo, uno de los 113 detenidos y torturados en 1973 –cuando éramos aún más pequeños–, que no llegó a hablar mientras le rompían los huesos. Cuando recuerdo esa época veo colores extraños, que no he vuelto a ver, y el polvo navegando entre los haces de luz. Y me digo que el sitio en el que nací pudo haber sido el Ulster o pudo haber sido una película de Bruce Lee, pero finalmente no fue nada de todo eso. No fue nada, incluso. Por aquel tiempo mi padre ya me había hecho entrega de su regalo más fabuloso: la libertad más absoluta. No tuve que mentir para ir a la fiesta, sino que él mismo me llevó en su R-6, un coche con un volante gigantesco, casi marítimo. Cuando llegamos a la fiesta, Poseidón, mi padre, me dio una cantidad de dinero llamativa –que, ahora que lo pienso, era menos de un euro– y me emplazó a un punto, en la madrugada. Nos despedimos. Empezó mi noche, mi primera gran aventura. La fiesta era descomunal. Una primera vez, repleta de personas con sed de primeras veces, que es la sed más extendida en el mundo. Ahora mismo, esa sed insatisfecha devora el mundo, que muere de sed. La fiesta se celebraba en una suerte de parque gigantesco. Era imposible encontrar a nadie al azar. Pero, aún así, empecé a buscar a mis amigos, a quienes, en efecto, no llegué a encontrar jamás. En mi extravío, llegué al ramal, a la frontera de la fiesta. La música, que cerca del escenario era atronadora, aquí era un sonido lejano, y la luz, escasa, un pequeño adorno a la oscuridad más densa. Aún así, era posible intuir que aquel sitio, olvidado, alejado de la fiesta, era otra fiesta diferente, una celebración más profunda. Consistía en cientos de personas, jóvenes, si bien mayores que yo, moviéndose a una velocidad lenta, que nunca había visto, haciendo el amor, en silencio. Estuve un buen rato observando aquel espectáculo hipnótico y completamente alejado de la sordidez. Mi edad, que me hacía invisible, me imposibilitaba la participación en aquellas coreografías asombrosas. Me dije que daba igual. Había encontrado la llave de una puerta. La utilizaría en breve, a lo sumo en cuatro, cinco años. En cuatro o cinco años yo estaría aquí, con mi llave en el bolsillo. Y, en efecto, estuve allí. Pero para entonces, cuatro años después, no quedaba nada de todo aquello. Ni aquella fiesta, ni aquel diario, ni aquel partido. Ni siquiera todas esas personas que huían de la fiesta del partido, haciendo el amor. ¿Dónde habían ido? Sin duda, a otra época, en la que nada de todo lo vivido aquella noche lejana sucedía. En la que nada de lo vivido aquella lejana noche había sucedido.
Lo vivido aquella noche fue deslumbrante. Por lo que resultaba imposible renunciar a ello. Y no renuncié. Logré vivirlo. Fue sencillo, sencillamente porque era imposible oponerse a tanta libertad y belleza. La libertad y la belleza tan absoluta, reclaman, poco, sumamente poco. Una pequeña llave. Pude hacer lo que vi, puede vivirlo, en diferentes países y habitaciones. O, al menos, pude hacer algo parecido. Algo incluso pálidamente parecido, casi opuesto. Pude hacerlo y vivirlo, sí, pero a condición de hacerlo y vivirlo sin los compañeros que me lo enseñaron, aquellos que a los que vi aquel día, que habían nacido en sitios extraños, que podían haber sido el Ulster o una película de Bruce Lee. Y que no fueron nada de todo eso. No fueron nada, incluso. Lo que es, de hecho, una derrota absoluta.
Debería de tener unos 12 años y había quedado con mis amigos en la gran ciudad, a las tantas de la noche, en un punto en el que estaba convocada una fiesta, que llevaba el nombre del diario del PC. El PC ya había sido legalizado, supongo, hacía algunos meses. Nosotros jugábamos a fútbol en su local...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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