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La primera vez que nos vimos, yo era un bebé y él un blouson noir, un rockero, un gamberro. Nos llevábamos, por tanto, más de 20 años. Una distancia considerable como para poder saber nada de él de manera certera. Lo único que supe, que sé, lo único que me explicó de manera fehaciente es que, cuando era muy pequeño, agarró el plato de sopa que no quería comerse y se lo puso de sombrero, lo que hizo reír a él y a su madre. Deduzco que esto debió de suceder en la Francia ocupada, mientras su padre estaba en el maquis, o en la Francia recién liberada, no lo sé. Lo poco que sé de él son pequeñas postales. Estudió ingeniería, construía aviones. Creo que tuvo algo que ver con el Mirage. Su primer recuerdo político era de París, en un teatro. Se trataba de un acto de la CNT, que acabó con dos bandos improvisados pegándose puñetazos. Participó en Mayo del 68 a bordo de un Morgan, Champs Élysées arriba y abajo, enarbolando una bandera negra, y riéndose. Siempre le quitó seriedad al Mayo del 68. Venía a decir que no fue nada, que Francia carece de una ceremonia cívica desde la Libération, de la que ya nadie se acuerda. España, ni eso. Lo que lo cambia todo. Lo vuelve más brutal. Nuestro mundo, en fin, carece de ceremonias cívicas, ahora que lo pienso. Improvisamos sobre ese vacío, suponiendo que alguna vez pasó algo justo que devolvió el orden al mundo, y le dotó de nuevas contraseñas. No es así. Lo frecuenté más en la adolescencia. Aprovechaba cualquier desplazamiento para ir a verle a París, a su domicilio, entre Nation y République. Cuando tenía unos 15 años, en una de esas escalas en París, me presentó a una mujer. Es más, me dejó solo con ella, por horas, mientras él decidió desaparecer. Era una mujer encantadora. Empezó hablando sobre trivialidades, sobre nada en concreto, para, finalmente, hablarme de un amor inaudito hacia mi primo. Recuerdo que me dijo, con los ojos enrojecidos, algo que nunca he olvidado, y que siempre, desde entonces, he deseado escuchar sobre mí. Era algo extraordinariamente sencillo y profundo: “Il m’agite comme un petit prunier” (me sacude como a un pequeño ciruelo). En esos viajes relámpago, él simulaba que no le avergonzaba mi cabello ni mi ropa, y me llevaba a comer a lugares lujosos. Normalmente, ostras. Sabía discernir la denominación de cada ostra con los ojos cerrados. Yo solo aprendí a diferenciar así las de Sète. Es muy fácil. Son mediterráneas, más saladas. Por lo que fuera, las ostras fueron un vínculo fuerte entre ambos. Una excusa. En una ocasión, cuando yo ya era adulto, nos enojamos. Su carácter, de hecho, se fue volviendo, con la edad, cada vez más arisco. Hicimos las paces con un desplazamiento a París, donde le invité a cenar. Ostras, claro. Más concretamente l’huître portugaise, carnosa, de una redondez perfecta. Me costó una fortuna. Que no tenía. Lo que indica que aquella relación me interesaba, y que tenía un precio elevado. Un día me llamó para decirme que tenía cáncer. Al poco, fui al entierro. Otro primo mío, al cual no conocía, me explicó que el día anterior a su muerte fue a verle al hospital. Se pasaron horas agarrados de la mano. “No hay nada mejor que estar agarrado de la mano”, me explicó que le dijo. Lo que es absolutamente cierto. Interrumpe esta lectura y hazlo. Es posible que ya no vuelvas a esta lectura, pues el hilo de dos manos abrazadas es extraordinariamente denso. El funeral lo ofició un cura católico y un rabino. El rabino, cuatro mil años más viejo que el cura, se comió con patatas al cura. Explicó que el alma es lo que imprime calor y movimiento a los cuerpos, por lo que, sin alma, los cuerpos son fríos e inmóviles, como era el caso, y perdían todo su interés. El entierro fue en el cementerio del Père-Lachaise. Había estado antes. Ahí está el Mur des Fédérés. Está, de hecho, unos metros más allá de donde todo el mundo cree. Cambiar su ubicación fue una pequeña venganza del Estado. No era necesaria esa venganza, pues la venganza fue absoluta. Si miras a tu alrededor, la seguirás viendo. También está la tumba de Jim Morrison, que nunca he visto. En el sepelio de mi primo, en el momento de la disposición del ataúd, miré hacia el fondo de la tumba. Era una construcción de más de cinco metros de hondo. Allí abajo, vi los ataúdes de sus padres. Les había conocido, con calor y movimiento. Pensé que debe de haber un momento en el que el contador dé la vuelta. En el que los padres vuelvan a cuidar de sus hijos, con aquel empeño inicial que hubo al principio. Una suerte de otra bienvenida. Pero luego recordé que, sin alma, no hay calor ni movimiento. Cuando se cerró la lápida, volví a recordar que lo único que sabía, de manera certera, de Jean, es que, de pequeño, se puso un plato de sopa de sombrero. Y que él y su madre rieron. Fue en la guerra, o en la postguerra. El padre estaba en el maquis, o buscando trabajo sin encontrarlo. Y, de repente entendí esa extraña ceremonia de intimidad entre madre e hijo, que se me permitió presenciar al haberme sido explicada. Aún a pesar de la guerra, de la carencia, del miedo, rieron. Rieron. Rieron. Fue una ceremonia cívica. Tal vez se me ha permitido participar de ella por años.
La primera vez que nos vimos, yo era un bebé y él un blouson noir, un rockero, un gamberro. Nos llevábamos, por tanto, más de 20 años. Una distancia considerable como para poder saber nada de él de manera certera. Lo único que supe, que sé, lo único que me explicó de manera fehaciente...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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