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Era mi primer viaje a París. No sabía hablar la lengua. Un primo nos guiaba por la ciudad. Yo iba agarrado de la mano de mamá. La mano de mamá era suave como una nube. A la hora de comer entramos en un restaurante, un tanto al azar. Cuando nos sentamos, mi primo, tras hablar con el camarero, nos explicó que el azar nos había llevado a un restaurante en el que, unos meses atrás, había habido un atentado, por el hecho de que allí no se mezclaba la carne con la leche. Habían sido heridas varias personas, y una había resultado muerta. Eso me impresionó sobremanera, pues entonces aún no conocía las dimensiones de la brutalidad, ni sabía que una persona había resultado muerta en todas las baldosas o piedras que uno pisa. El primo explicó lo que le había explicado el camarero. Que el restaurante había sido restaurado completamente. Todo. Salvo una ventana. En esa ventana aún quedaba el agujero perfecto, incalculable, sorprendente, de una bala. Lo habían conservado, sencillamente para recordar lo que había pasado. A mí ese agujero me impresionó mucho, porque nunca había visto una bala o su huella. Me impresionó más, conforme avanzaba el almuerzo, pues ese agujero, que no paraba de observar, siempre me observaba. Cambiaba mi ángulo de visión, movía la cabeza hacia un lado o hacia otro, cerraba un ojo y luego otro, pero el resultado siempre era el mismo. El agujero me miraba, me apuntaba, sin esfuerzo alguno, implacable. Lo que me suponía un peso sobre el alma que nunca había sentido. Llegué al extremo de levantarme con alguna excusa, para comprobar lo que, lamentablemente, comprobé. En mis desplazamientos, el agujero no paraba de señalarme. Mi madre alivió un poco mi angustia, o la cambió de lugar, cuando, de pronto, explicó que a ella también le sucedía lo mismo. Uno a uno, todos los adultos y todos los niños dijeron exactamente eso. Fue un descanso, un consuelo, abandonar aquel local, que hoy me resulta imposible ubicar y recordar más allá de aquel agujero, cuyas grietas y anécdotas más mínimas recuerdo, no obstante, a la perfección. El agujero, en fin, había cumplido su objetivo durante la comida. Y, posteriormente, tal vez mucho más. De alguna manera, aquel día, de niño, no asistí, por tanto, a un agujero, sino al nacimiento de un agujero. Ambos hemos ido creciendo desde entonces.
Era mi primer viaje a París. No sabía hablar la lengua. Un primo nos guiaba por la ciudad. Yo iba agarrado de la mano de mamá. La mano de mamá era suave como una nube. A la hora de comer entramos en un restaurante, un tanto al azar. Cuando nos sentamos, mi primo, tras hablar con el camarero, nos explicó que el...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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