Negro sobre negro XIII
Philip Kerr: bailando con nazis (I)
¿Qué haría el detective Philip Marlowe si en lugar de en Los Ángeles de los años 40 viviese en el Berlín de la década de los 30? El autor escocés partió de esta premisa para crear la saga de Bernie Gunther
Xosé Manuel Pereiro 20/03/2023
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“Siempre había querido conocer a un auténtico detective privado. Dígame, ¿ha leído alguna de las novelas de Dashiell Hammett? Es americano, pero a mí me parece maravilloso.
—No, señor, me parece que no.
—Tendría que hacerlo. Le prestaré la edición alemana de Cosecha roja. Le gustará. ¿Lleva usted pistola, Herr Gunther?
Negué con la cabeza.
—Lástima. Me habría gustado ver la pistola de un auténtico detective privado”.
El interlocutor del detective, el entusiasta del género, es nada menos que Herman Goering, fundador de la Gestapo y el hombre al que Hitler designó como su representante y sucesor. El que se ha dejado la pistola en casa o en el despacho es Bernhard Bernie Gunther, el personaje central de catorce novelas que transcurren, física o emocionalmente, en el nacimiento, en el apogeo o en las secuelas de la dictadura nazi. Lo que ahora se llama una saga, en la que se mezclan personajes –y algunos hechos– reales con una excepcional descripción del ambiente de la época. Una recreación de la que, curiosamente, se ha hecho cargo un escocés, Philip Kerr. O no tan curiosamente, porque la Alemania nazi o prenazi es un escenario recurrente para muchos autores de novela negra. No es por falta de malos, desde luego.
Kerr, uno de los representantes de la excelente cosecha escocesa noir del 56, con Ian Rankin y Craig Russell, es un autor muy popular en España, hasta el punto de que de las cerca de cuarenta obras que publicó, están editadas en castellano unas treinta, incluidas algunas juveniles. Prácticamente ninguna transcurre en su país de origen, algo que se explica porque, si bien nació en un confortable barrio de Edimburgo, muy alejado de aquellos en los que transcurren las novelas de Rankin, y estudió en el exclusivo Stewart's Melville College, ni de la ciudad ni del colegio guardó buenos recuerdos. Su familia pertenecía a la Iglesia Libre de Escocia, unos presbiterianos calvinistas del ala dura (además de las habituales llamas del infierno a la vuelta de la esquina, misa tres veces por semana). El colegio, además de exclusivo, era excluyente: ser moreno y de piel oscura le ocasionó ataques racistas.
El pequeño Philip se refugiaba en la lectura, y a los 12 años descubrió la llave de donde sus padres guardaban un ejemplar de El amante de Lady Chatterley (la novela de D.H. Lawrence seguía escandalizando a los británicos 40 años después de escrita) y escribió una adaptación infantil, La duquesa y las margaritas, para disfrute, previo pago, de sus compañeros de clase. Descubierto, fue castigado por su padre a leérsela en alto a su madre. “Afortunadamente, a las dos frases escapó de la habitación, y yo aprendí el poder que tenían las palabras”, contó en 2012 en The Telegraph (y en muchos otros sitios).
Kerr viajaba a Alemania para estudiar la influencia del romanticismo en la filosofía legal del país y escribir sobre los fundamentos del nazismo, pero acabó creando al sardónico Bernie Gunther
La familia se mudó a lo que los escoceses llaman el sur (Inglaterra) y Kerr estudió derecho y filosofía del derecho en la Universidad de Birmingham. Pese a ello, o gracias a ello, empezó a trabajar en la afamada agencia de publicidad Saatchi & Saatchi, de donde se fue o le echaron. Viajaba frecuentemente a Alemania para estudiar la influencia del romanticismo alemán en la filosofía legal del país y poder escribir sobre los fundamentos sociales y filosóficos del nazismo, pero acabó creando al sardónico Bernie Gunther. Fue su respuesta al planteamiento: ¿qué haría Philip Marlowe, el personaje de Raymond Chandler, si en lugar de en Los Ángeles de los años 40 viviese en el Berlín de la década de los 30? Al fin y al cabo, reflexionó, “los nazis eran mucho peores que los fiscales de distrito mafiosos o los alcaldes corruptos que se podía encontrar Marlowe”.
Entre 1989 y 1991 escribió la Trilogía de Berlín (editada aquí en 2007 por RBA, con traducción de Isabel Merino), que Pierre Lemaitre en su Diccionario apasionado de la novela negra consideraba –junto con la de Estocolmo de Jens Lapidus– “una de las mejores de los últimos años”. La primera de las novelas, Violetas de marzo –así se llamaba a los arribistas del Partido NacionalSocialista Obrero Alemán (NSDAP)–, transcurre en el Berlín de 1936 que se prepara para celebrar los Juegos Olímpicos, y tiene un arranque en cierta forma similar a El largo adiós y El sueño eterno, las obras más conocidas de Chandler. Gunther, que ha dejado la policía para evitar que lo purguen los nuevos amos del cotarro, es contratado por un millonario para que averigüe qué le pasó a su hija. También se parece en el comportamiento del protagonista: “El mayordomo, un árabe, se inclinó con solemnidad y me pidió el sombrero.
—Prefiero conservarlo, si no le importa —dije, acariciando el ala con el dedo—. Me ayudará a mantener las manos alejadas de la plata”.
Gunther es cínico y escéptico hasta lo desaconsejable y más allá, como lo prueba este diálogo nada menos que con Reinhard Heydrich.
“—Me gusta beber.
—Parte de la imagen, ¿eh?
—¿De qué imagen?
—La de detective privado, por supuesto. Ese pobre hombrecillo en un despacho con apenas muebles, que bebe como un suicida que ha perdido el valor, y que viene en ayuda de la bella pero misteriosa mujer de negro.
—Alguien de las SS, quizá —sugerí”.
Heydrich –el de verdad– fue uno de los artífices del Holocausto, responsable de la represión en Europa y de los Einsatzgruppen, los comandos que acompañaban a la Wehrmacht en el Este y ejecutaban a judíos, comunistas, gitanos, etc. (1.300.000 se estima su score personal) y no parece que se limitase a contestar como el de la novela:
“—La habilidad para hablar con un aire tan duro como sus homólogos literarios es una cosa, Herr Gunther —dijo—. Ser igual que ellos es otra bastante diferente”.
La segunda novela, Pálido criminal, transcurre en plena dictadura, 1938 y empieza –como El halcón maltés, de Hammett– cuando el socio de Bernie es asesinado y Heydrich obliga al detective a reingresar en la policía para descubrir a un asesino de adolescentes arquetípicamente arias. Su colofón es el primer ataque generalizado a los ciudadanos judíos y a sus bienes, “la noche de los cristales rotos”, la del 9 de noviembre del 38 (el autor aporta el dato de que, además de los 90 asesinados o las 1.000 sinagogas asaltadas, los vidrios destrozados eran la mitad anual de la producción de Bélgica, el país del que se solían importar).
Réquiem alemán tiene como escenarios, ya en la posguerra, 1947, a Berlín y a una Viena en la que se va a rodar El tercer hombre. Incluso una “chocolatera” –las chicas que intimaban con los soldados yanquis a cambio de productos ídem– está radiante porque va a figurar en una escena con Orson Welles. Gunther, que ha pasado por luchar en el frente y ser prisionero de los soviéticos, se ve envuelto en ese nido de espías que es la capital austríaca, y en las organizaciones clandestinas nazis, que no sólo ayudan a los criminales a escapar de la justicia, sino que tienen visión estratégica: “Con nuestra industria y nuestra tecnología, lograremos lo que Hitler nunca habría podido alcanzar. Y lo que Stalin, sí, incluso Stalin con sus impresionantes planes quinquenales, solo puede seguir soñando. Los alemanes quizá nunca tengan el dominio militar, pero pueden dominar económicamente. Será el marco, no la esvástica, lo que conquistará Europa”, pone Kerr en palabras de Heinrich Müller, un personaje real que era conocido como “Gestapo Müller”. (Por cierto, por México corre el bulo de que Beatriz Gutiérrez Müller, esposa de López Obrador, es nieta suya).
Kerr dejó a Bernhard Gunther casado y más o menos establecido en la RFA y no lo molestó durante 15 años. “Lo dejé porque tres era un buen número, y porque no me había metido a escritor para hacer siempre lo mismo”, se justificaba. El problema era que, durante las giras para presentar sus otros libros, los lectores le seguían preguntando por Bernie. Así que en 2006 capituló, y escribió Unos por otros, que transcurre en Múnich en 1949. A partir de ahí, el protagonista tiene que huir de Europa, pasando por la Argentina de Perón (Una llama misteriosa); La Habana en 1954, con Batista y Hemingway, con flashbacks en el Berlín de 1934 (Si los muertos no resucitan y Gris de campaña). Las seis siguientes novelas están situadas en los huecos cronológicos e históricos que oportunamente dejaron las primeras, aunque quizá con la excepción de Un hombre sin aliento, ambientada en la investigación que la Wehrmacht hizo en 1943 de la matanza de oficiales polacos en Katyn, mi personal criterio es que no mantienen el nivel de las anteriores, aunque los yonquis de Bernie las necesitásemos igual. La última y póstuma (Kerr falleció de cáncer hace cinco años por estos días), Metrópolis, acontece en el Berlín de 1928, cuando Gunther era un inspector de policía y Hitler un alborotador de cervecerías.
Si la forma es la de un Chandler hipervitaminado, el fondo, lo que describe, son los aspectos cotidianos del horror
Sinceramente, releer las novelas de ese “escocés desarraigado”, como se autodefinía, casi quince años después de haberse deslumbrado con ellas es un ejercicio curioso. Lo chandleriano del lenguaje quizás esté un poco sobreactuado y es, desde luego, más cínico que el referente: “El mantenimiento del orden, junto a la construcción de autopistas y las delaciones, es uno de los sectores de crecimiento de la nueva Alemania” (Violetas). “No quería morir de rodillas rogando piedad como si fuera un héroe de guerra italiano”. Debe ser el carácter berlinés, como lo describe el propio Gunther: “Tienen un sentido del humor que parece cruel si no lo entiendes y mucho más cruel si lo entiendes”.
Pero si la forma es la de un Chandler hipervitaminado e hiperbolizado, el fondo, lo que describe, magníficamente, son los aspectos cotidianos del horror. Esos que posiblemente lo hicieron soportable en un principio, cada vez para menos gente, hasta que fue demasiado tarde. Por ejemplo, todos tenemos grabadas las imágenes de los campos de concentración, pero no es tan conocido –para mí, al menos– que los discursos del NSDAP no sólo se emitían en los cafés y restaurantes y desde altavoces en las calles, sino que había unos policías “guardianes de la radio” que se dedicaban a comprobar que en las casas se estaba sintonizado lo que debía estar sintonizado. O que los judíos, cuando todavía no tenían prohibido vivir, ya tenían vetado desde la práctica de la abogacía hasta la venta de libros.
“Yo adoraba las filosofías fáciles y despreocupadas, el jazz barato, los cabarés vulgares y todos los demás excesos culturales que caracterizaron los años de Weimar y que hicieron de Berlín una de las ciudades más apasionantes del mundo”, reflexiona en un momento dado Gunther. Poco tiempo –y pocas páginas– después, cuenta el ambiente musical –además de Wagner– que impusieron los seguidores de Hitler: “Me llevaron, con todo el cuerpo dolorido, hasta mi celda. Por el camino me sorprendió oír un numeroso coro de hombres cantando Si todavía tienes madre. Sólo más tarde descubrí el porqué de la existencia del coro: sus representaciones las daban a petición de los SS para ahogar los alaridos procedentes de la celda de castigo, donde se golpeaba a los prisioneros en las nalgas desnudas con látigos de piel de rinoceronte mojados”. En resumen, así se jodió Alemania.
“Siempre había querido conocer a un auténtico detective privado. Dígame, ¿ha leído alguna de las novelas de Dashiell Hammett? Es americano, pero a mí me parece maravilloso.
—No, señor, me parece que no.
—Tendría que hacerlo. Le prestaré la edición alemana de Cosecha roja. Le gustará. ¿Lleva...
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Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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