novela
Pensar, vivir y amar en el mundo contemporáneo
Lectura de ‘Elizabeth Finch’ de Julian Barnes
Roberto Valencia 18/04/2023
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Se ha comercializado o se comercializará la última novela de Julian Barnes como una historia de amor: el relato de un don nadie seducido por una mujer sapientísima que trata de recomponer sus pasos cuando ésta fallece prematuramente. Es un modo de resumir Elizabeth Finch, no el más audaz. El amor ha sido uno de los núcleos de interés de la producción del escritor inglés, que lo ha afrontado de distintas maneras: desde la diagnosis del trío al tabú de la diferencia generacional entre amantes, desde el pesimismo crepuscular a las restricciones propias de tiempos más conservadores. Muchas y atinadas variaciones han salido de sus manos, pero Elizabeth Finch –que presenta un anclaje amoroso en su andamiaje argumental– incide en otros temas. Dos, si no más: por un lado, las aparatosas maniobras que estamos obligados a iniciar para comprender la vida de las personas que nos importan; por otro, el difícil encaje del sabio en un mundo que no tiene a la virtud como brújula conductual. El primer tema se presenta apasionante. No en vano Borges dijo aquello de “un observador omnisciente podría redactar un número indefinido, y casi infinito, de biografías de un hombre, que destacan hechos independientes y de las que tendríamos que leer muchas antes de comprender que el protagonista es el mismo”.
El segundo también, no sólo porque la Elizabeth Finch que aparece en la novela encarna a una suerte de Sócrates femenina (¿existía este personaje en la historia de la literatura? No lo sé, pregunto. Finch puede aludir a Costello) sino porque este tema podría suponer un adecuado toque de atención a las críticas sobre el modo de vivir contemporáneo: de sobra sabemos que el hedonismo capitalista dista de la mesura o la sostenibilidad emocional, pero muchas veces ocurre que, cuando el raciocinio, el carácter fuerte que no separa ideal y conducta, la coherencia de comportamiento o la autoexigencia ética –por poner algunos atributos– se concentran en un mismo ser humano, no sabemos cómo dirigirnos a él. El dilema se desarrolla tal y como apunta la novela: por lo normal, la cercanía de un sabio no se vincula a la oportunidad de escucharle, ni a aprovechar la ocasión para contrastar en sus virtudes nuestras convicciones y hábitos. A estas personas se las intenta descifrar como a un jeroglífico. Con este tipo de apatía, lejanía y frivolidad.
A pesar de que Julian Barnes siempre ha cultivado la acción, los enredos y las historias de pasión y fracaso, también le ha interesado la reflexión
A pesar de que Julian Barnes siempre ha cultivado la acción, los enredos y las historias de pasión y fracaso, también y de un modo igualmente pertinente le ha interesado la reflexión. El inglés pertenece a esa valiosa estirpe de narradores que asumen que una historia es sólo el recipiente vacío en el que se pueden verter tantos centilitros de reflexión como se quiera. Una historia ofrece solo la excusa sobre la que se ejercita el pensamiento. Para tratar de explicar de qué modo le ha salido otra vez una novela extraordinaria (ya van unas cuantas), hay que avisar de que el pensamiento en bruto soporta una vida difícil en el seno de la ficción pura. Un narrador pongamos reflexivo, si quiere evitar el conceptualismo embarrado, la estridencia de lo sentencioso y las tesis demasiado programáticas, está obligado a filtrar sus ideas entre los intersticios de la acción. Digresiones, diálogos sutiles, acciones que se adelantan discretamente a sus propias interpretaciones… existen recursos de sobra para que la habilidad escritora reparta, entre el ir y venir de los personajes, aporías acerca del tejido social. En esto, Julian Barnes es un maestro. Conocemos su personalidad de autor, su sensibilidad exquisita, su pesimismo y su atinada concepción moral por lo que sus ficciones muestran. Éstas nunca arropan irresistibles intrigas ni espectáculo retórico, a pesar de que podrían pasar por la enésima variación del folletín (que suele estructurar el trasiego de sus narraciones). No lo hacen porque sus ficciones (esquemáticas, pero no pasa nada, ya las hemos catalogado como folletinescas) sostienen una visión del mundo que se despliega con gran naturalidad. Sus aforismos nunca destacan en el texto, narcisistas de sí mismos por su lirismo empachado: simplemente se expresan con sencillez, están en el lugar adecuado, contrapunteando la acción y desmintiendo que el motor sea sólo el argumento, la trama, la historia (lo que ustedes quieran).
La identidad de género o el patriotismo son los ropajes exteriores que se exhiben de puertas afuera, pero apuntalan poco nuestro yo interior
Volviendo a los dos temas, el de la identidad personal está hoy en boga. Pero hay que decirlo: nunca conocemos a las personas. La identidad de género o el patriotismo son los ropajes exteriores que se exhiben de puertas afuera, pero apuntalan poco nuestro yo interior. El existencialismo afirmó hace muchos años que no hay un destino trazado para nadie, que los pasos que damos son los que cimentan un camino bajo los pies (aclaremos que esto lo escribió Machado con palabras más conocidas). Esto sirve para la identidad externa: en último término, el yo de cada uno no se conformaría, entonces, como esa combinación de ismos tan útiles para pelear una reforma laboral o una extensión de derechos en socialdemocracia. El yo profundo supone un enigma: está cosido con decepciones, silencios, caminos a medio transitar, unas pocas conquistas cotidianas y la sensación de que la vida prometía mucho más. En la novela titulada Elizabeth Finch, hasta el más sabio –la más sabia– de los humanos constituye un enigma: Elizabeth Finch es un personaje fascinante porque, por debajo de la templanza y de cierto solipsismo, se adivinan las cicatrices del tiempo, las limitaciones de la acción, las inevitables constricciones sociales. Nadie conoce a nadie. Bien pensado, quizás los tatuajes y los patriotismos son pantallas que solucionan de un modo bastante barato el enigma sobre quién somos nosotros –nosotros de uno en uno– y, sobre todo, cómo de a tientas se establecen entonces las relaciones. En la novela, el personaje de Elizabeth Finch resulta, a pesar de su ejemplaridad, un perfil humano demasiado anguloso, demasiado inasible. No extraña, entonces, el fracaso del protagonista por interpretarlo tomando como modelo los reductos de un personaje histórico (el emperador Juliano: casi nada).
Respecto al segundo tema, ya se ha dicho algo. Si Sócrates encarnado en mujer apareciera hoy –que existe–, los medios de comunicación ridiculizarían su aplomo, su seriedad y la meticulosidad de sus hábitos intelectuales (Elizabeth Finch era “la persona más adulta que he conocido nunca”, dice el protagonista de la novela. “Había unos principios justo detrás de todos sus actos y pensamientos, si no directamente incorporados a ellos”). Sería pasto de memes y asechanzas en redes sociales. Por su parte, el ciudadano medio tendería a protegerse de ella con desconfianza, terminando sus días en un apartamiento del mundo nada epicúreo. Esto es lo que le sucede a la Elizabeth Finch de la novela.
Así que este Julian Barnes último se conduce de un modo bastante pesimista. Sigue la estela de sus mejores novelas del nuevo milenio: El sentido de un final (donde el rescate de la memoria de la juventud se presenta como el descubrimiento de la ignorancia que nos hizo estúpidos e inconscientes) y La última historia (la transgresión del amor convencional abocada al fracaso). Pero, como un Leibniz de la técnica literaria, ahonda en el pesimismo del mejor modo posible: combinando ficciones ligeras y reflexiones pesimistas. Con verbo ágil y sin autocompasión, demostrando puntería y elegancia. Pocos manejan como él los tiempos de la novela ligera –con esos acelerones del tiempo narrado marca de la casa, con esos perdedores tan poco entrañables–, pocos demuestran un estoicismo más convincente a la hora de darle relieve literario a las miserias del vivir.
Se ha comercializado o se comercializará la última novela de Julian Barnes como una historia de amor: el relato de un don nadie seducido por una mujer sapientísima que trata de recomponer sus pasos cuando ésta fallece prematuramente. Es un modo de resumir Elizabeth Finch, no el más audaz. El amor ha sido...
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Roberto Valencia
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