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Literatura y tiempo

Annie Ernaux y el pasillo de los refrescos

Menos deseo que supermercado

Andrea Toribio 18/12/2022

<p>El pasillo de los refrescos en un supermercado de Utrecht (Países Bajos).</p>

El pasillo de los refrescos en un supermercado de Utrecht (Países Bajos).

Kleomenis Spyroglou | Unsplash

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Es curioso. El eje de la literatura de Annie Ernaux es una lucha obstinada y repleta de pasión contra el tiempo. También a favor, según se mire. Pero el momento actual parece ir contra ese esfuerzo –su esfuerzo–, como si hubiéramos dejado de mostrar rechazo hacia lo que no nos gusta. ¿Qué lo habrá provocado? Ja, ja, ja. Ahora que parece que es crucial leerlo todo de Annie Ernaux, saberlo todo de Annie Ernaux, amarlo todo en Annie Ernaux, es cuando más siento que olvidamos a Annie Ernaux. Hemos obviado que tenemos que sentirnos seducidos por lo que dice… ¡y poco más! Porque el pensamiento de la reciente premio Nobel jamás pierde su sentido crítico ni su sensualidad. Sobre todo, a propósito de temas relacionados con la desigualdad o la violencia, dos de las obsesiones a las que más espacio ha dedicado en su obra. Pienso tal vez en Los armarios vacíos, donde la distancia de clase entre su generación y la de sus padres la salvaguarda la escritura de esa brecha; en Los años, donde la de Lillebonne se dedica a observar las mutaciones económicas y muy violentas en el tejido social del tiempo. O en Mira las luces, amor mío, texto del que hablaré más adelante, puesto que es de lo suyo lo que más me interesa. 

Hay que prestar atención al leer a Ernaux para no dejarse arrastrar por lo que queremos que digan sus libros, sino por lo que verdaderamente dicen. Hay que dejarse seducir por su propuesta de reflexión de lo real, porque la realidad es un sesgo. Hay que dejarse para no Perderse, y permitir la entrada de la Pura pasión en nuestras vidas para que no lo haga la muerte. Volviendo ahora sobre lo que esbozaba en líneas anteriores, la de Ernaux es una escritura a favor de la vida y, como tal, recomendaría dos cosas para acercarse a sus escritos. La primera no es otra que la de evitar leer solo uno. Pese al cliché, no resulta efectivo hacerse una idea del país Ernaux conociendo solamente una provincia. En cada región se usa una lengua distinta. La segunda sería la de no comenzar a leerla por una puertita, lo que pudiera ser literariamente hablando comenzar a leerla desde una obra menor. Si se inicia el conocimiento de su trabajo por una puerta estrecha es que no es una puerta sino una ventana, y por las ventanas se salta, no se entra a pie. 

Debo admitir que estoy algo cansada de que pensar en Ernaux sea sinónimo de pensar en una escritura del deseo cuando lo que subyace bajo cada una de sus palabras es un sonoro tic tac

Debo admitir, antes de continuar, que estoy algo cansada de que pensar en Ernaux sea sinónimo de pensar en una escritura del deseo cuando lo que subyace bajo cada una de sus palabras es un sonoro tic tac. El tiempo es importante a la hora de destejer sus intenciones creativas, casi tan importante como la fotografía de la vida colectiva. El tiempo es, por un lado, esa habitación en la que los excesos de la vida encuentran su lugar. Por el otro, es igualmente aquello que ocupa su pensamiento al situar los cuerpos en el centro de sus textos: Annie Ernaux se sienta a ver cómo envejece la carne, cómo muda la piel. Cómo amamos, cómo odiamos, y es también capaz de atomizar en su escritura los distintos males que han azotado el siglo. Pero ¿qué es lo que me engatusa de Ernaux? No es tanto su intimidad lo que me conmueve, sino el descubrimiento de la mía, saber que estar en mí puede hacerme sentir amargura o sed. Aunque lo mejor que te puede suceder si lees a Ernaux es que descubras la verdad, la tuya, y que encaje entonces lo que antes no encajaba. La narrativa de Annie Ernaux es de las cosas que yo jamás haya leído más próximas a la vida. En sus libros, cada cual convive con los monstruos de su época y es capaz de vivir las cosas como si fuese la primera vez. En este sentido, ¿qué mejor sitio que un supermercado para observar el bien y el mal de nuestro tiempo, y creer que todo lo que se toca es de alguna forma nuevo? 

El caso es que hace algunos años leí con interés Tajos, una novela del escritor uruguayo Rafael Courtoisie. ¡Os la recomiendo! Era el primer libro en el que vi cómo el supermercado podía ser un tema literario que encubriese una preocupación mayor. Bastaba con esconder el secreto en el pasillo de los refrescos. “El supermercado era extenso, prácticamente inabarcable. Mi rabia no pudo con todo”. Su recuerdo regresó al leer “Mira las luces, amor mío”, un texto que Annie Ernaux escribió en 2014, aunque no vio la luz en España hasta 2021 en Cabaret Voltaire. Si Courtoisie se excusaba en un loco que entra con una navajita en un súper para advertir sobre la entrada de la Posmodernidad en América Latina sin una auténtica Modernidad que la hubiese precedido, Ernaux performa con sutileza y exactitud la religiosa visita semanal de una mujer de edad avanzada a una gran superficie. Así arranca el texto de Ernaux: “Hace veinte años tuve que hacer unas compras en un supermercado en Kosice, en Eslovaquia. Acababa de abrir y era el primero en la ciudad tras la caída del régimen comunista. No sé si su nombre, Prior, venía de ahí. En la entrada, un empleado de la tienda imponía una cesta en manos de la gente, desconcertada. En el centro, subida a una plataforma de cuatro metros de alto por lo menos, una mujer vigilaba las acciones y los gestos de los clientes que deambulaban por los pasillos. Todo en ellos traicionaba su falta de costumbre del autoservicio. Se detenían mucho tiempo delante de los productos sin tocarlos, o vacilantes, con precaución, volvían sobre sus pasos, indecisos, en una fluctuación imperceptible de cuerpos aventurados en terreno desconocido. Estaban en pleno aprendizaje del supermercado y de sus reglas que la dirección de Prior exhibía sin sutileza con la cesta obligatoria y su vigilante encaramada en lo alto. Me sentí turbada por ese espectáculo de una entrada colectiva, captada desde su raíz, en el mundo del consumo”.  Este texto de Ernaux es para mí una puerta.

En el fondo, tras leer este pasaje, no puedo evitar pensar en el Foucault de Vigilar y castigar, cuando dice que a un soldado se le reconoce en la lejanía por los atributos que lleve encima. La turbación que experimenta Ernaux puede asociarse a esa idea de que el consumo introduce en el marco social un nuevo soldadillo: en lugar de pistola, cesta de la compra. “En la entrada, un empleado de la tienda imponía una cesta en manos de la gente, desconcertada”.  La verdad es que la disciplina resulta a veces desconcertante: lo que antes podía ser un convoy ahora es una motito de 125 CC. que se pueda dejar no lejos de la puerta de la tienda. De todos modos, y ahora vamos a lo importante, el súper o el hipermercado es un espacio para la representación de los objetos en el tiempo. ¿Qué hay de las marcas rojas que nos salen en las manos de cargar con las bolsas hasta casa? ¡Al rato desaparecen, pero en el momento se ven! Las bolsas nos amoratan las manos, las muñecas, las de papel reciclado se desfondan y nos destrozan la espalda. Por no hablar de las de tela. ¿Tú te acuerdas de llevarla siempre? Casi todo lo que compramos, por no decir todo, lo hemos tocado, manoseado previamente. Comprar es una experiencia en el tiempo, y no puedo evitar preguntarme cómo es que no hemos tenido en consideración antes, en esta contemporaneidad literaria nuestra, ja, ja, ja, este asunto. ¿Culpa de la pop culture…?

A mí me gusta mucho ir a comprar, y pienso con Annie Ernaux en que esa costumbre no se puede reducir a “su uso de economía doméstica”, ya que es una “práctica [que] se ha incorporado a la existencia”.  Es una práctica en el tiempo. Por mucho que disfrute, ese placer que siento es el placer de quien abraza el consumo con impaciencia: la mejor manera de alejarse de la pertenencia a un lugar. Me gusta esa ficción, que alguien me diga: “Mira las luces, amor mío”. Me hace sentir NO TIME, como el poema-performance de Dionisio Cañas. Me derrito en tarjetas de fidelización, en carteles de ofertas. Me anestesio en esos centros donde la era de la reproductibilidad técnica se ríe poniéndome una pastillita de benzodiacepina bajo la lengua. Me creo que el tiempo se detiene, y Ernaux me dice que no. “No hay espacio público o privado, donde deambulen y se junten tantos individuos juntos”, es lo que dice. Es cierto que probablemente el supermercado sea otro lugar más de la posmodernidad en el que encontrarnos con nuestros semejantes, esos otros que también creen que ahí TIME es NO TIME. Ahora recuerdo que en 2020, cuando me dijeron que mi madre se moría y luego no, deambulé durante horas como una demente por un El Corte Inglés susurrando a Cañas: “Los niños que nacen en los supermercados nos traerán, eso sí, coronas de alambre con espinas para que los inmigrantes no pongan un pie en nuestras playas”. Más tarde llegó Ernaux, en el 2021 dije, y pude pasear con ella de la manita alegre y dicharachera por el pasillo de los refrescos y pensar: “¡Qué de cosas, cómo pasa el tiempo!”

Es curioso. El eje de la literatura de Annie Ernaux es una lucha obstinada y repleta de pasión contra el tiempo. También a favor, según se mire. Pero el momento actual parece ir contra ese esfuerzo –su esfuerzo–, como si hubiéramos dejado de mostrar rechazo hacia lo que no nos gusta. ¿Qué lo habrá provocado? Ja,...

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Autora >

Andrea Toribio

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