EN PRIMERA PERSONA
Irak en la memoria y en el corazón
Nuestro líder, José María Aznar, nunca reconoció el error, pese a la evidencia. A veces la ciudadanía no es consciente de que la adscripción a un grupo puede generar fuertes zozobras internas y de conciencia
Jesús López-Medel 19/02/2023
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Hay momentos históricos para la comunidad y otros que lo son para uno mismo. No es frecuente que coincidan, pero en algunos, muy pocos casos, así acontece. Fue lo que sucedió en mi vida con un punto de inflexión.
Veinte años después, quiero recordar lo que supuso que, en los albores de esa primavera del 2003, se gestase lo que constituiría un hito mundial al producirse una invasión bélica de un Estado soberano, el país más poderoso del planeta, hacia otro. Irak fue la víctima, y la paz aniquilada. Lo que sucedió hace tan solo un año, con la invasión de Ucrania por parte de Rusia, supone la repetición de otra invasión por otra potencia en un acto ilícito, inhumano, ilegal y cruel.
Resulta curioso observar que algunos de los que gritaban desaforadamente contra aquella guerra o invasión de Irak son ahora comprensivos, silentes o renuentes a censurar sin tapujos lo que ahora está sucediendo en Ucrania desde la dictadura invasiva e imperialista de la Rusia de siempre. A la inversa, hay que ver cómo algunos que, desde posiciones neoconservadoras entonces –hoy de extrema derecha (esta empieza con Aznar)–, justificaban o se mostraban silentes y comprensivos con la guerra entonces –diciéndose católicos, cuando un Papa Wojtyla muy enfermo clamaba contra eso–, y ahora dan golpes no a su pecho, sino al de otros, son quienes, desde el neofascismo, y callan ahora respecto a Putin, que combina un sentido hitleriano y estalinista.
Vuelvo a febrero-marzo de 2003. Un par de meses antes se empezó a articular lo que sería una barbarie. Todo basado en una enorme mentira y unos grandes intereses. Tan inconsistente como indefendible. El negocio de la guerra y la sangre que les gusta oler a los más reaccionarios norteamericanos construyeron una historia que nadie creyó, salvo ellos mismos y sus acólitos más tontos. Junto al que condujo el “nuevo laborismo” a una nítida derecha, Tony Blair, el otro que le siguió fue uno que dijo que iría hacia el centro y viró hacia una derecha extrema. Nuestro líder, José María Aznar. Él nunca reconoció el error, pese a la evidencia.
Yo estaba allí, me había incorporado a ese PP que, tras la etapa espasmódica final del felipismo, parecía que iba a llevar a la vida pública a zonas de moderación y regeneración. Yo fui ingenuo y me lo creí. Trabajé con enorme ilusión los primeros cuatro años, donde la minoría parlamentaria y la necesidad de llegar a pactos me colocaba en una posición protagonista. Hice de la necesidad virtud, fui un agente impulsor para que, en esa legislatura, el grupo popular llegara a numerosos acuerdos no solo con CIU y PNV, los socios, sino también con el PSOE y CIU.
Pero llegó la segunda legislatura y, ese líder que dijo que viraría al centro, pegó un volantazo y se empezó a situar, junto a su partido, en un pensamiento reaccionario muy derechista. Yo quedé descolocado. Me preguntaba qué había sucedido, pues la legislatura anterior yo estaba tan dedicado a trabajar acuerdos y consensos que no percibía cómo eran en realidad mis dirigentes. Lo empecé a descubrir después de que la ciudadanía premiara con mayoría absoluta ese esfuerzo de buscar acuerdos. Por eso, a partir de 2000 yo ya no era necesario. Hubo varias muestras del nuevo talante en esa legislatura, caracterizada no sólo por la derechización, sino también por la soberbia que rebosaba el líder y el seguidismo de legiones de pelotas.
De una manera particular, lo que aconteció en esos inicios de 2003, me produjo, acumulado a otros hechos inspirados por el líder, un estado de estupefacción. Me preguntaba en qué cabeza y corazón cabía –máxime sabiendo lo que nos dejó nuestra herida antiyanqui a finales del siglo XIX– apoyar la invasión norteamericana.
Ese tiempo fue objeto de abundantes inquietudes y rechazos de los españoles. A mí también me sucedía. Pero estaba en el Partido Popular. Era diputado del Congreso y era uno de los cargos más importantes de la Cámara: presidente de la Comisión de Justicia e Interior. A veces la ciudadanía no es consciente de que la adscripción a un grupo puede generar, ante asuntos concretos, zozobras que se producen en el interior de algunas personas. Y en su propia conciencia.
Las constantes mentiras sobre las armas de destrucción masiva encontraron un terreno abonado en un líder español cuyo deseo de pasar a la historia a cualquier precio le convirtió en cómplice de la barbarie
Por lo general eso se queda en lo profundo y no trasluce, pues, dejando a un lado los casos aislados de búsqueda de protagonismo, todo queda ahogado por el hecho de que, al pertenecer a una organización, uno no debe hacer prevalecer sus propias ideas. O acaso sí, y lo que debe hacerse para mantener la coherencia es abandonar la organización. O tal vez expresar lo que uno siente y opinar y permanecer dentro para intentar influir sobre otros. No es esto una justificación personal, sino una explicación de lo que sucede dentro de algunas personas –pocas– en las que se produce un debate (un desgarro, la expresión de un grito, un desahogo) cuyo resultado no será nunca el heroísmo sino el martirio inútil.
En esto llegan los preparativos para invadir Irak. Las constantes mentiras desde Estados Unidos sobre las armas de destrucción masiva –eje único de la barbaridad que iban a cometer– encontraron aquí un terreno abonado en un líder español cuyo deseo de pasar a la historia a cualquier precio le convirtió en cómplice de la barbarie. Él fue, singularmente, no solo quien colocó a España en un lugar equivocado de la historia, sino que fue quien más trabajó por partir en dos Europa, “la nueva” y “la vieja”, y conseguir, frente al no de Francia y Alemania, sentirse el Cid castellano, convertido ahora en vasallo, por querer pasar a la historia como el nuevo Pelayo bendecido para extirpar todo lo que fuese diferente.
Ya el 21 de febrero de ese 2003, en esos tambores de guerra, escribí un artículo en la prensa de Cantabria –por esa circunscripción era diputado entonces– titulado ‘Prioridad para la Paz’. En él, entre otras cosas, expresaba: “No solo es ese valor de la seguridad de los países el único a preservar pues no debe dejarse a un lado otros como es el de la paz.” “Por muy dictatorial y sanguinario que sea el presidente de un país, solo sobre la base de sospechas más o menos fundadas, no puede considerarse proporcionada una reacción como es un conflicto bélico contra todo un pueblo”. Señalaba también que no puede aceptarse que esa decisión pueda estar en manos de un solo país, sino que ha de intensificarse el consenso a nivel mundial y recordaba a Federico Mayor Zaragoza: “Sabemos bien el precio de la guerra. Es un precio muy superior al de la paz”.
Producida la invasión el 20 de marzo de ese año, algunas de esas ideas las reiteraría en otro artículo doliente once días después titulado ‘Hombre de Paz’.
El clamor que existía en la opinión pública española se acentuó. Pero al dirigente maximus augustus, lejanísimo del pueblo, no le importaba. Su gente, patriótica, lo que quería, así me lo dijo alguno, era “ver los carros de combate entrar en Bagdad con la bandera española”. Estaban desquiciados. Y yo, con mi fuego interior…
Casi un año después, coincidí con el personaje en Colombia. Había un acto en el cual yo solo participaba de conferenciante. Él estaba con Uribe, Vargas Llosa y esa gente. Yo estaba solo. Le fui a saludar y le acerqué mi mano, conforme a la educación que me dieron mis padres. Mi mano se quedó colgando. Él desvió la mirada. Solo un mes después, el 11 de marzo de 2004, unos terroristas islamistas ocasionaron el mayor atentado terrorista de la España moderna. Aparte de la gran mentira con que se gestionó aquello, muchos españoles pensamos que acaso ese brutal y cruel ataque con casi dos centenares de muertos y miles de víctimas no se hubiera producido si el personaje que dijo querer llevar a España al centro y que germinó de semillas de la extrema derecha y el rencor, no hubiese implicado a España a esa invasión y guerra tan injusta, absurda y bastarda hace veinte años.
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Jesús López-Medel es abogado del Estado y fue diputado del PP durante tres legislaturas, hasta 2008
Hay momentos históricos para la comunidad y otros que lo son para uno mismo. No es frecuente que coincidan, pero en algunos, muy pocos casos, así acontece. Fue lo que sucedió en mi vida con un punto de inflexión.
Veinte años después, quiero recordar lo que supuso que, en los albores...
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Jesús López-Medel
Es abogado del Estado. Autor del Libro “Calidad democrática. Partidos políticos, instituciones contaminadas. 1978-2024” (Ed. Mayo 2024). Ha sido observador de la Organización de Estados Americanos (OEA) y presidente de la Comisión de Derechos Humanos y Democracia de la OSCE.
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