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A comienzos de abril estuve en Charlottesville, una ciudad de 45.000 habitantes que es la sede de la flamante Universidad de Virginia –fundada por Thomas Jefferson en 1819, 43 años después de redactar la Declaración de Independencia de Estados Unidos– y que, en agosto de 2017, fue el lugar donde un ultraderechista asesinó a Heather Heyer, atropellándola con su coche. La activista de 32 años se encontraba allí para protestar contra una manifestación –prohibida por las autoridades, por cierto– de personas dizque indignadas por el inminente traslado de una estatua ecuestre del general Lee, héroe de la confederación esclavista en la Guerra Civil.
Supongo que recuerdan el momento. Las imágenes de neonazis con antorchas gritando lemas racistas y antisemitas recorrieron el mundo. Trump, que llevaba ocho meses en la Casa Blanca, se refugió en una vergonzosa equidistancia (“hay gente buena en los dos lados”). No en vano aquí en Estados Unidos se habla de pitidos de perro (dog whistles): a buen entendedor, pocas palabras. Al oído ultra le bastan cuatro alusiones para pillar quién está de su lado.
Casi seis años después, la ciudad de Charlottesville sigue afectada por aquel fatídico día. El lugar del asesinato de Heyer está marcado por flores frescas y grafiti. Casi no hay superficie –paredes, señales de tráfico, bocas de incendio– en que no batallen mensajes “patrióticos” contra mensajes antifascistas. Mientras tanto, continúa la lucha por el espacio público y por la memoria histórica de la Guerra Civil y del terror racial que siguió a la abolición de la esclavitud. Hace cuatro años, se instaló en pleno centro histórico una placa que narra el linchamiento de John Henry James en julio de 1898, después de haber sido falsamente acusado de atacar a una mujer blanca. Y allí donde estaba la famosa estatua del general Lee hoy hay un vacío: finalmente se retiró en 2021. (Las imágenes de la operación, con grúas y cintas, recordaban a las de las estatuas ecuestres de Franco eliminadas allá por 2005.) La ciudad acabó por donar la escultura a un museo local, el Centro de Patrimonio Afroamericano, que concibió la idea de refundir el bronce para convertirlo en una obra de arte, tarea de la que se ocupará el grupo Swords into Plowshares (Espadas en arados).
Pero la derecha no se rinde y ha recurrido a los tribunales para impedir lo que ven como una afrenta a sus tradiciones, un sacrilegio en toda regla. “Las imputaciones no paran”, me dijo Jalane Schmidt, una profesora de Estudios de Religión que dirige el Proyecto de Memoria de Charlottesville, una iniciativa que reúne a miembros de la comunidad con profesores y estudiantes de la Universidad. “A mí me llegaron a hacer un juicio alegando que había difamado a una familia local por mencionar en una entrevista que sus antepasados traficaban con personas esclavizadas, un hecho más que probado por la historiografía”. La causa acabó archivada; pero a finales de abril, Schmidt y los suyos serán llamados a presentarse en otro juicio que intenta prohibir la refundición de la estatua.
La derecha norteamericana perdió la Casa Blanca en 2020, pero sigue ejerciendo un poder formidable a nivel estatal y local (además, claro está, de la Cámara de Representantes y el Tribunal Supremo). Y la verdad es que está más envalentonada que nunca. Lleva muchos años infiltrándose en los consejos de educación –comités locales de ciudadanos elegidos que gobiernan las escuelas públicas–, donde últimamente pululan las iniciativas censoras movidas por una nueva paranoia puritana: otro pánico satánico más, como nos explicaba el otro día Marina Echebarría. Los conservadores dominan la mayoría de las Cámaras y Senados a nivel estatal –una estrategia desarrollada hace décadas, y que incluye el rediseño sistemático de distritos electorales para favorecer al Partido Republicano– donde también se han puesto a atacar a la educación (primaria, secundaria y universitaria) y a recuperar leyes decimonónicas que prohíben el aborto.
El caso más flagrante es el de Florida, donde Ron DeSantis está preparando su carrera presidencial para el año que viene y arremete contra los sospechosos de siempre: periodistas, profesores y grupos marginados (mujeres, personas LGTB+, inmigrantes). Lo nuevo es la desfachatez de sus iniciativas legales, que no dudan en pisar derechos constitucionales –incluida la libertad de cátedra y el derecho al voto– y seguramente resultarán imposibles de aplicar en la práctica. Pero por ahora el juego le funciona. Como afirma mi compatriota holandés Cas Mudde, de lo que se trata es de crear una sensación de peligro, infundir miedo, intimidar a las y los disidentes, lograr que las y los profesores y periodistas se empiecen a autocensurar. Y, claro está, agitar a la base. Alarmado, Gavin Newsom, el gobernador demócrata de California –exalcalde de San Francisco y sobrino nieto de un brigadista internacional de la guerra española–, decidió visitar Florida este mes. Lo que pretenden DeSantis y los suyos, dijo Newsom ante los medios, es “deshacer 50 años de progreso en derechos civiles”. Su visita a Florida no es casual: Newsom también se considera un presidenciable. Tiene una ventaja clara: a sus 55 años, parece un crío al lado de Biden, que cumple 81 en noviembre.
Sin embargo, las noticias de estas últimas semanas parecen sugerir que la derecha se ha pasado de rosca y que algunos de sus últimos tiros le pueden salir por la culata. No hablo de la mediática imputación y detención de Trump, cuyos efectos electorales son difíciles de predecir. Me refiero más bien a casos como el de Wisconsin, donde, en una elección especial para el Tribunal Supremo del Estado a comienzos de abril (sí, en este país se vota a las y los jueces), salió ganando, con un amplio margen de un 11 por ciento, Janet Protasiewicz, una jueza que promete proteger los derechos reproductivos de las mujeres y acabar con la erosión de la democracia mediante el rediseño de distritos.
El caso de Wisconsin es llamativo porque, como me explicaba el periodista Dan Kaufman en 2018, el mismo estado que, históricamente, fue un laboratorio de la democracia, el Partido Republicano lo quiso convertir en un laboratorio de su destrucción. En su reportaje más reciente para el New Yorker, Kaufman atribuye la última derrota de la derecha a la supervivencia, contra viento y marea, de los antiguos tejidos sociales del estado, enraizados en sus tradiciones sindicales, socialistas y socialdemócratas. “Hace no mucho, la conquista conservadora de Wisconsin parecía irreversible”, escribe Kaufman. Hoy, advierte, “aún no está claro que se puedan reconstruir los pilares fundamentales de la democracia”, pero al menos hay esperanza. Eso sí, hará falta mucho trabajo a ras de suelo, cosa que a la cúpula del Partido Demócrata le cuesta entender.
Igual, la derrota en Wisconsin dejó consternada a la derecha. El mayor destructor del tejido sindical allí, el exgobernador republicano Scott Walker, culpó de la debacle al “adoctrinamiento progresista” de los votantes jóvenes. “Todo lo que han escuchado en el colegio, la universidad, las redes y la cultura popular son ideas radicales sobre el cambio climático, sobre el aborto y sobre la abolición de la policía”, dijo. “Tendremos que revertir eso si queremos volver a ganar”.
Las respuestas no se hicieron esperar. “Si llegas a la conclusión de que el deseo de que no te controle el útero un repulsivo legislador, se debe al ‘adoctrinamiento radical’” –tuiteó Alexandria Ocasio-Cortez, representante por Nueva York en el Congreso– “entonces tus problemas son mucho más que electorales. Nunca ganarás el argumento de que tú deberías tener más poder sobre el cuerpo de una mujer que ella misma. Eso te lo prometo”.
En fin. Si hay alguna lección que sacar de estos últimos años, me parece que es esta: la izquierda solo puede triunfar –a la larga– si toma en serio a su electorado. No digo que sea fácil. Porque al parecer, una vez entrado en política, es extremadamente difícil no acabar tomando a las y los votantes por idiotas o hablarles como a niños. Casi no hay quien resista la tentación del paternalismo y la izquierda no es inmune. Solo hay que ver el panorama actual español. Como escribía un lector de esta revista, “me considero un ser más complejo de lo que los expertos de los partidos parecen imaginar. No soy un simple idiota con un voto en la mano”. O como escribe Vanesa Jiménez en su última columna: “¡No nos tanguéis!”. La tentación del paternalismo también afecta a los medios, corrompidos por el lucro, como acaba de advertirnos nuestro baranda colchonero, Miguel Mora.
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En Charlottesville, mientras tanto, la resistencia empedernida de los nostálgicos confederados –otra pandilla de paternalistas– no ha podido impedir la paulatina redefinición de los espacios públicos, gracias en gran parte al empuje del activismo local. Hoy, el campus de la Universidad de Virginia luce un monumento nuevo a los obreros esclavizados que la construyeron. Y la calle donde el coche del ultra embistió a la manifestación antifascista hoy se llama Heather Heyer Way.
Salud y República,
Sebastiaan Faber
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A comienzos de abril estuve en Charlottesville, una ciudad de 45.000 habitantes que es la sede de la flamante Universidad de Virginia –fundada por Thomas Jefferson en 1819, 43 años después de redactar la Declaración de Independencia de Estados Unidos– y que, en agosto de 2017, fue el...
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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