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Querida comunidad contextataria:
Nunca he sabido definir muy bien, ni siquiera para mí misma, qué es la política. Cuando era jovencita, la política parecía consistir en una mezcla de chismorreos tan tediosos como inagotables acerca de la administración local –el alcalde y los concejales de mi pueblo, esencialmente–, alternados con los sesudos análisis que aparecían en los medios de comunicación ofrecidos por algún varón –siempre un varón– español, cishetero, de mediana edad y posición socioeconómica obviamente holgada. Muy raramente, la política parecía verse atravesada por destellantes fogonazos de realidad. Recuerdo, aunque tamizados por la neblina de los años, la catástrofe del Prestige, la guerra de Irak, el 11M, los horrendos atentados de ETA –cuyas consecuencias en ocasiones llegué a contemplar desde muy cerca– y la subsiguiente represión policial… Aquellas experiencias fueron mi primera toma de conciencia de que la política, pese a todo, era algo que me afectaba y tenía repercusión en mi vida.
La gran crisis de 2008 me pilló con la veintena casi recién estrenada. Todos los recuerdos que guardo de aquella época y los años siguientes son nefastos. Amigos con caras largas, historias cada vez más desesperadas a mi alrededor. Una sensación perenne de desilusión, impotencia y rabia mal contenida. La depresión como única emoción sensata o siquiera posible. No fueron el Gobierno de Rajoy y sus recetas neofeudales los únicos culpables de que yo, al borde del colapso vital, abandonada ya toda esperanza tras las segundas elecciones generales ganadas por el PP en 2015 (aún tendrían que llegar las terceras), terminase tomando la difícil decisión de emigrar fuera de España, pues reconozco que hubo muchos más factores. Pero sí pienso a menudo en aquellos años como años perdidos para mucha gente de mi generación, tiempo de vida desperdiciado. Me atormentaba la idea recurrente de que, durante la primavera de mi vida, mi corazón estaba palpitando en vano. Cuando escucho que la penúltima ocurrencia de la derecha esta semana ha sido la orgullosa reivindicación del ladrillazo, la mera representación mental de volver a pasar ahora por algo similar a lo que pasé durante aquellos años se me antoja sencillamente intolerable.
La suerte me sonrió lo suficiente como para poder regresar al fin a casa en julio de 2019. Apenas unos días más tarde ya había firmado un contrato laboral –temporal en fraude de ley, pero me las arreglé para caerle en gracia a mi jefe y que me fueran renovando durante meses y meses–. No recordaba que hiciera tanto calor en mi Pamplona natal. Tampoco que de repente volviera a resultar relativamente sencillo encontrar trabajo, aunque no fuera el trabajo de mis sueños. Como en los buenos viejos tiempos anteriores a 2008, pensaba para mí con cínica amargura. Podía abrirme paso y aspirar a ganarme la vida con dignidad. Esa aspiración, ganarme la vida de cualquier manera, era ya el único residuo reconocible de mis ambiciosos sueños de juventud.
Había transcurrido más de una década y ya no éramos niños, pero yo veía que, para algunos, la política seguía siendo lo de siempre: corrillos entre gente más o menos habilidosa para medrar y para socializar con las personas adecuadas, dimes y diretes, astutas estratagemas, bastonazos, jueguecitos de poder y ardides varios. Para otros, la política eran todavía las sesudas reflexiones de algún varón –ahora de vez en cuando metían a una señora, por aquello de innovar– español, cishetero, con pasta, con títulos, listísimo, encantado de conocerse. Por supuesto, en la televisión las tertulias políticas eran ya indistinguibles de los programas del corazón, aunque eso no me importó mucho, porque con mis horarios de trabajo no tenía tiempo para quedarme a contemplar el lamentable espectáculo.
Sin embargo, para mí la política ya no era ninguna de esas cosas. Me daban igual los profundísimos debates teóricos –o quizá debería decir casi teológicos– para dilucidar quién era el más puro y quién el más listo. Me aburrían hasta la náusea los chascarrillos, los zascas, los “guau, cómo habla este, les ha dado hasta en el carné de identidad”. Me había dado cuenta al fin de que la política no era un partido de fútbol en el que aspiraba a que ganaran los míos para poder presumir del polvoriento trofeo expuesto en una vitrina y luego seguir tranquila con mi vida de verdad. Siendo totalmente ajena a las sutilezas que dominan los entendidos y los expertos con sus flamantes títulos académicos, los apasionados militantes, los grandes oradores y los periodistas especializados en recuentos y pactos, yo había entendido que a mí en la política me iba a la vida.
Creo que a veces perdemos de vista lo evidente, lo primordial.
La política es la posibilidad de recuperar algo de esperanza. Volver a tener una vida digna. No levantarme deprimida y sin energía cada mañana. La política es saber que el salario mínimo no será tan escaso y miserable como para obligarme a trabajar 60 horas semanales para poder pagar las facturas. Que no tendré que firmar más contratos laborales fraudulentos fingiendo que no los he leído para no levantar la liebre mientras trato de convencer a mi jefe de que me renueve otro mes más.
La política es que tener un techo no sea un lujo inasequible. No tener que pasar por el humillante trance de devolver productos del carrito a la estantería del supermercado. No esperar tres semanas para que mi médica de familia me recete un antibiótico. Poner la calefacción en invierno en lugar de echarte encima otra manta más. No tener que rechazar planes con los amigos porque no puedes pagarte ni un café. Estudiar algo por puro placer. Renunciar a la maternidad por convicción personal y no porque la realidad material haya tomado la decisión por ti. Tener garantizados todos mis derechos como ser humano a pesar de ser mujer. Saber que no seré acosada por fundamentalistas frente a una clínica en la que se practiquen abortos. Incluso no tener miedo al cruzarme por la calle con un hombre solitario cuando vuelvo del trabajo por la noche.
No soy una completa ingenua. Entiendo que todas estas cosas que he mencionado antes, los salseos, las puñaladas traperas, la exposición mediática, las intrigas palaciegas o incluso la elección del tinte de pelo son, por desgracia, instrumentos o herramientas inherentes al juego político. Pero no son la política.
Los que padecemos cinetosis sabemos muy bien que, cuando vienen curvas, lo más aconsejable para no terminar mareada y vomitando por la ventanilla es mantener la vista clavada en un punto fijo en el horizonte, aunque eso implique renunciar parcialmente a contemplar y dejarse distraer por el pintoresco paisaje que se despliega en derredor.
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Adriana T.
Querida comunidad contextataria:
Nunca he sabido definir muy bien, ni siquiera para mí misma, qué es la política. Cuando era jovencita, la política parecía consistir en una mezcla de chismorreos tan tediosos como inagotables acerca de la administración local –el alcalde y los concejales...
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Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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