Poderes del estado
¿Es necesario un Tribunal Constitucional en una democracia?
Estos tribunales nacieron con la finalidad de estabilizar las democracias, aumentar su calidad, salvaguardar los derechos fundamentales, evitar abusos por parte de los actores políticos y proteger a las minorías
José Antonio Martín Pallín 25/04/2023
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Los tribunales constitucionales son rotundamente necesarios, pero no imprescindibles. La cuestión ha sido objeto de debate en la ciencia política y ha tomado un nuevo impulso a la vista de los acontecimientos surgidos en Israel ante la pretensión de Netanyahu de anular las resoluciones del Tribunal Supremo por un acuerdo parlamentario. Está muy extendida la creencia de que un tribunal constitucional es un órgano indispensable para dar estabilidad a un sistema democrático, garantizar los derechos fundamentales frente a los abusos del poder y, en los sistemas descentralizados y cuasifederales como el nuestro, servir de árbitro en los conflictos de competencias entre el Estado y las autonomías o de las autonomías entre sí.
Como se ha dicho acertadamente, los tribunales constitucionales no son esenciales para la existencia de un Estado democrático de derecho y, por supuesto, no son un instrumento de control absoluto de los tres poderes del Estado, ni su existencia es una seña de identidad para calificar una democracia como avanzada y plena. Basta con señalar para reforzar esta afirmación que países con democracias consolidadas como Reino Unido, Países Bajos, Suecia o Dinamarca carecen de un tribunal constitucional.
En España, estas consideraciones deben ser matizadas y analizadas a la luz de nuestras específicas y anormales vicisitudes políticas. Teniendo en cuenta el origen de nuestra democracia, nacida después de un largo período dictatorial y con un Tribunal Supremo conformado por magistrados que, sin perjuicio de su adscripción ideológica y de sus conocimientos jurídicos, no podían desarrollar una función de garantía de unos derechos fundamentales inexistentes. Los constituyentes, sin debates ni dudas, consideraron necesaria la instauración de un Tribunal Constitucional homologable al de otras democracias que sí lo contemplan en sus constituciones.
Nuestro país, durante la dictadura, no había firmado ninguno de los convenios internacionales que proclaman y garantizan los derechos humanos fundamentales. Muy al contrario, utilizaba los consejos de guerra y tribunales como el Tribunal de Orden Público para reprimir con fuertes penas el ejercicio de los derechos fundamentales de libertad de expresión, asociación, manifestación y reunión, entre otros.
El debate sobre la (des)politización de la justicia en España, y por extensión del Tribunal Constitucional, me parece relevante. Por eso, es esencial que nos quitemos las anteojeras y revisemos nuestros prejuicios no demostrados sobre el funcionamiento de la justicia. Los tribunales constitucionales nacieron con una finalidad: estabilizar las democracias, aumentar su calidad, salvaguardar los derechos fundamentales, evitar abusos por parte de los actores políticos, arbitrar entre ellos y proteger a las minorías. A mi juicio, estos objetivos son lo bastante ambiciosos como para que nos tomemos en serio el papel que pueden llegar a jugar en nuestra convivencia como elemento estabilizador de la paz social.
En sus orígenes, el TC jugó un papel decisivo para reintegrar a nuestro país en los valores de la cultura democrática
En sus orígenes, el Tribunal Constitucional jugó un papel decisivo para reintegrar a nuestro país en los valores de la cultura democrática. En los últimos tiempos, con un Tribunal Constitucional conformado por una mayoría de magistrados de ideología reaccionaria, alineados con los sectores de la derecha y la extrema derecha, se han producido sentencias insólitas que causan bochorno en el ámbito político interno y en el sentir de la comunidad jurídica internacional. Para no alargar en exceso este texto dedicaré mi atención a dos de ellas.
A mi juicio, la más irracional es la que admite un recurso de inconstitucionalidad presentado por los parlamentarios de Vox solicitando que la decisión del Gobierno –ratificada por el Congreso de los Diputados– de declarar el estado de alarma ante los efectos devastadores de la pandemia fuese declarada inconstitucional. Este recurso va en contra del criterio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de la Comisión Europea, que imponían como medida el confinamiento para hacer frente a una situación de epidemia elevada a la categoría de pandemia, y así está previsto en la regulación del estado de alarma. En contra de la razón y de la ciencia, el tribunal sostuvo que era necesario declarar el estado de excepción, exclusivamente previsto para los casos de grave alteración del orden público.
La petición era tan disparatada que bastaba con leer la ley para rechazarla con unos sintéticos pero contundentes argumentos. Los efectos de la declaración del estado de excepción eran tan excesivos e ineficaces que hubiera bastado una gota de sentido común para que los magistrados de la mayoría desecharan tan extravagante opción. El estado de excepción laminaba una numerosa pléyade de derechos fundamentales. Veamos algunas de sus consecuencias: detención gubernativa durante diez días; registros domiciliarios sin autorización judicial; intervención de toda clase de comunicaciones; confinamiento de personas en localidades o territorios; secuestro de publicaciones y censura previa; prohibición de reuniones, manifestaciones y huelgas. Por si fuera poco: instalar puestos armados para asegurar la vigilancia.
Me parece que después de leer esta cascada de restricciones y privación de derechos fundamentales, nadie dudará de la irracionalidad de la declaración del estado de excepción para hacer frente a la pandemia por covid. Sin embargo, en la reciente moción de censura presentada por Vox se ha esgrimido, como motivo para derrocar al Gobierno, el “revés” consumado con la colaboración política de los magistrados de la mayoría del Tribunal Constitucional.
El segundo hito, todavía más insólito y peligroso para la estabilidad democrática, se consumó cuando el Gobierno, con el único objeto de desbloquear la renovación del Tribunal Constitucional que llevaba en prórroga desde el 12 de junio de 2022, introdujo, en una proposición de ley que tenía como objeto principal la trasposición de algunas directivas europeas y la modificación de determinados artículos del Código Penal (sedición y malversación entre otros), por vía de enmienda, dos modificaciones que afectaban a la renovación del Tribunal Constitucional y del Poder Judicial. El Congreso de los Diputados las admitió a trámite.
La inviolabilidad parlamentaria constituye el santo y seña de todas las constituciones
El objeto de la demanda de amparo del Grupo Popular en el Congreso de los Diputados denunciaba la vulneración del artículo 23 de la Constitución (derecho de participación en asuntos públicos). En una decisión insólita, acuerda una suspensión inmediata de la tramitación de las enmiendas vulnerando lo previsto en el artículo 56 de la Ley Orgánica del Tribunal. Está prohibida la suspensión cuando ocasiona “una perturbación grave a un interés constitucionalmente protegido”. No es necesario argumentar demasiado para llegar a la conclusión de que el funcionamiento de los trámites legislativos constituye un interés constitucional que debe ser respetado.
La inviolabilidad parlamentaria constituye el santo y seña de todas las constituciones, y así se sostiene y respeta por la práctica totalidad de la doctrina constitucional que la considera como una garantía institucional (garantía de las garantías) del propio Parlamento y de su autonomía funcional frente a los demás poderes. Incluso así se ha reconocido en alguna sentencia del Tribunal Constitucional: “La experiencia y el examen del Derecho comparado demuestran que la mejor garantía de una aplicación constitucionalmente adecuada de estos institutos se encuentra en la autoridad de ese Derecho parlamentario de naturaleza y origen consuetudinario”.
Los diferentes gobiernos han utilizado con frecuencia las llamadas leyes ómnibus para introducir toda clase de enmiendas. Sorprendentemente, el Tribunal Constitucional reaccionó ante un recurso de amparo, formalizado por el PP, suspendiendo su tramitación con unas medidas cautelarísimas insólitas que invadían de lleno las competencias y la autonomía parlamentaria. Sin apoyo legal alguno declaró que la “expresa voluntad del constituyente” sitúa al Tribunal Constitucional como garante último del equilibrio de poderes constitucionalmente establecido, incluyendo por tanto la posibilidad de “limitar la capacidad de actuación del legislador”.
Comparto totalmente las observaciones de los votos disidentes que mantienen que, aunque las enmiendas no fuesen homogéneas, “el tribunal no podría ejercer a través del recurso de amparo un control de constitucionalidad sobre su contenido material”. El voto del Magistrado Juan Antonio Xiol precisa que “el recurso de amparo no es, por tanto, el cauce idóneo para entrar a examinar si las enmiendas admitidas vulneran o no la Carta Magna”.
El Tribunal Constitucional no puede autoerigirse en el órgano supremo de la estructura constitucional. Si seguimos sus argumentaciones, llegamos a la conclusión de que ha redescubierto el principio franquista de la unidad de poder y diversidad de funciones, al afirmar rotundamente que “no hay zona inmune al control de constitucionalidad”. Su entonces presidente Gonzalez-Trevijano, sin medias tintas, proclamó solemnemente que no podían “hacer dejación de nuestra función en el ámbito tan decisivo para la propia supremacía de la Constitución como la jurisdicción de este Tribunal”.
La mayoría de los magistrados abrieron una brecha que vacía de contenido la autonomía constitucional de las Cámaras
En su despedida, en un alarde de obstinación, contumacia y desconocimiento de las reglas del Estado de derecho, reiteró que al Tribunal Constitucional se le ha encomendado el control de los tres poderes y que debe velar por la “centralidad del Parlamento”. Semejante dislate no tiene sustento ni en el texto constitucional ni en la ley orgánica que regula su funcionamiento. Ni el artículo 161 de la Constitución ni la ley orgánica le atribuyen tan desorbitadas e inconstitucionales competencias.
La mayoría de los magistrados abrieron una brecha que vacía de contenido la autonomía constitucional de las Cámaras. Con esta doctrina, la llamada al orden, la retirada de la palabra o el contenido del diario de sesiones, podrían fundamentar un recurso de amparo. En definitiva, lo que sostenían es que la actividad legislativa debe obtener el beneplácito del Tribunal Constitucional.
Como decía el magistrado conservador del Tribunal Supremo norteamericano Oliver Wendell Holmes, las resoluciones judiciales y las sentencias se justifican y legitiman por la solidez y racionalidad de sus motivaciones. Para mí resulta indiferente la ideología de los jueces que las pronuncian o las secundan si encajan dentro de los principios constitucionales.
Felizmente se ha producido una renovación del Tribunal Constitucional que sustituye la mayoría que ostentaba su anterior composición. El modelo no ha cambiado, pero sí se ha restaurado la racionalidad constitucional. La ley de eutanasia, declarada constitucional con dos votos en contra, responde al principio de respeto a la dignidad de la persona humana para elegir, en determinadas circunstancias, el momento de su muerte asistida. Del mismo modo, ha declarado que el principio de igualdad no permite la segregación por sexos en las escuelas públicas y concertadas. Su misión es ampliar o mantener derechos, no cercenarlos.
Por supuesto, en manos de personas reaccionarias y sin escrúpulos, el Tribunal Constitucional puede ser un peligro para la democracia. Ya en Norteamérica, cuando el presidente Franklin D. Roosevelt puso en marcha la nueva frontera y, sobre todo, la reforma agraria, el Tribunal Supremo derogó, una a una, hasta cuarenta y dos leyes. Algunos sectores escandalizados no dudaron en tachar a los nueve jueces como hombres locos. Peter H. Irons asegura que los norteamericanos, al igual que su presidente, consideraban que la sentencia era el equivalente a una declaración de guerra del Tribunal Supremo hacia el New Deal.
Para evitar efectos indeseados me parece oportuno que las leyes que restringen o desconocen derechos fundamentales solo pueden ser declaradas constitucionales por una decisión unánime o por una mayoría cualificada del Tribunal. El poder de los jueces no puede ser omnímodo.
Los tribunales constitucionales son rotundamente necesarios, pero no imprescindibles. La cuestión ha sido objeto de debate en la ciencia política y ha tomado un nuevo impulso a la vista de los acontecimientos surgidos en Israel ante la pretensión de Netanyahu de anular las resoluciones del Tribunal Supremo por un...
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José Antonio Martín Pallín
Es abogado de Lifeabogados. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).
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