México
El país es una calle (mi calle)
Restos humanos descubiertos por buitres, gasoil robado de los ductos del Estado, y tráfico de armas son sólo algunas imágenes del México que nace (desde sus entrañas más sangrantes) y muere (devorado por sus propios demonios) en una misma calle, mi calle
Mauricio Hdez. Cervantes 3/05/2023
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Basta con salir de casa, de la casa en la que ahora vivo, y cerrar la puerta (y todas las dimensiones que se apagan detrás de ella) para ver cómo el mundo muere y renace en cada paso a lo largo de una misma calle. Si salgo con un poco de voluntad mientras me arrojo hacia el naufragio mundano, sin dificultad encontraré escenas de tráfico de combustible robado de los ductos del Estado (huachicol), además de un par de miradas discriminatorias en infinitas direcciones. Ahora, si me pongo en modo curioso, no será difícil que alguien me venda, por ejemplo, una escopeta ilegal, o me encuentre con taladores furtivos (que depredan bosques supuestamente protegidos por la ley) emborrachándose afuera de la tienda del pueblo. O, quizá, si voy un poco más avispado, descubra el rostro del presunto pedófilo de turno escondido entre unos árboles. O el del chico que se prostituye para cumplir su sueño de vivir en cualquier ciudad del mundo menos en este poblado que se resquebraja en el doloroso tránsito entre lo rural y lo semiurbano. En fin, el punto es que si salgo relativamente ‘humano’ de casa, sin problema encontraré todos los puntos de inflexión de un México que se canibaliza y renace en cada paso de esta larga calle…
Antes de seguir, hago un paréntesis. Volver a casa de los padres a los 40, y hacerlo tras un divorcio, la mudanza de (tu) otro país (ojalá que en España se entendiera que uno puede, y debiera de, ser de varios países a la vez, o regiones, o rincones. Y que, como lo escribiría Aristaráin, “la patria es un invento”), puede ser muy duro. Y hacerlo con el gélido mutismo que queda en el cogote por volver a una tierra que alguna vez te vio partir deseándote lo mejor, y a la que sólo se llega once años después con una mochila rebosante de fotos rotas y un libro (mi primer libro) de crónicas trasatlánticas, puede ser más duro aún. Pero si uno es reportero –como (aún) es el caso de quien escribe estas líneas– , esa extraña especie de juglar contemporáneo que todavía da pelea al Chat GPT, quizá la experiencia de volver a un país, a una calle donde todo, absolutamente todo, se rompe y nace a la vez con otra forma a cada segundo, puede ser una gran oportunidad para seguir dibujando el mundo con palabras. En todo caso, el reto es quitarle lo común a ciertos lugares –que en otros sitios son todo menos comunes– como ‘mamá, si no regreso, quémalo todo’, ‘con dinero, aquí, compras la vida y la muerte de quien sea’, ‘si el gobierno dice que son 100.000 desaparecidos, ese es el dato, no los 500.000 que tú crees’, etcétera. En todo caso, el reto está en aprender a mirar con paciencia incaica (que diría Caparrós), y a contar con precisión lupoide cómo el canibalismo social, político y económico devora a un país que sólo se sostiene por las ingentes cantidades de dinero informal que simulan su pulso vital, su inercia indomable. En todo caso… ¿no es esa una de las grandes virtudes de ‘no ser de aquí ni de allá’, es decir, vivir siempre en la sorpresa?
Sigo, ahora sí. “Esta escopeta es española, mírala, es nuevecita. Es española como tú”, dice Fausto, llamémosle así. El suele vender algún coche usado, o muebles que alguien le ha dejado tras una mudanza, para compensar los días de ventas flojas en su tienda de alimento para animales de campo. Pero ahora mismo vende una escopeta. Y me cuenta que además tiene muchas pistolas y otras armas más. “¿Te imaginas que debajo de este jersey llevo una pistola calibre 38, no verdad? Pues mira”, dice tras guardar la escopeta española entre unas pacas de paja. Por supuesto, me muestra la pistola. Luego me dice que sigue decepcionado por la calibre 45 que nunca le devolvieron “unas amistades”. “Por eso ya no le dejo a nadie un arma, no sea que vayan a andar de cabrones por ahí”. Pero, al final, a él le da igual que nunca se la hayan devuelto, pues todas las armas que él vende/ha vendido/venderá tienen raspado el número de registro. Lo mismo da, el 80% de las armas que se venden ilegalmente en México entraron por la frontera estadounidense y jamás han tenido registro alguno. Lo mismo da, porque lo mismo da todo aquí. Si a una mujer la desaparecen, la posibilidad de que la encuentren con vida es prácticamente nula, y desaparecen o son asesinadas cerca de 20 de ellas cada día desde hace casi diez años. Los números aquí también lo mismo dan, porque la realidad siempre es infinitamente más cruda que cualquier dato.
Si hubiese un mantra en esta tierra milenaria de guerreros y comerciantes diría que si algo es negocio, la ley debe de ajustarse a éste y no viceversa
Sigo mi camino, no por la misma calle, pero sí por el mismo pueblo y me encuentro con un simpático letrero. “Se vende gasolina aquí”, dice, escrito a mano en un cartel verde escandaloso. ‘Aquí’, enfatiza. Qué curioso, no sea que uno se confunda y toque en la puerta de al lado, donde, quizá, sí que se ofendan por la compra y venta de gasoil robado (y una de las nuevas divisas más jugosas del crimen organizado). Hace cuatro años, cuando Andrés Manuel López Obrador llevaba apenas mes y medio al frente del ejecutivo mexicano, una megaexplosión dejó cientos de muertos y cientos de heridos: eran cientos de personas que ‘ordeñaban’ los ductos del Estado –por órdenes de los cárteles mafiosos crecientes–. Entonces, el recién estrenado presidente declaró (ilusa e inútilmente) una guerra a los huachicoleros. Por supuesto, aquella querella inició perdida: todos los días se descubren decenas de tomas ilegales. Y es que hay una lección que no se ha aprendido del todo aquí: si hubiese un mantra en esta tierra milenaria de guerreros y comerciantes diría que si algo es negocio, la ley debe de ajustarse a éste y no viceversa.
Sigo caminando y miro una sierra que, por lo menos a la vista, parece eterna, infinita, medular. La imagino como el lomo de un dinosaurio mastodóntico que duerme eternamente. Y durante algún tiempo ese ejercicio me dio mucha paz, pero hoy es distinto. Desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde, todos los días desde enero de este año, se escuchan motosierras previo al resquebrajamiento de pinos centenarios. Y eso suena, por decirlo de alguna manera, como el llanto más inconsolable de un bosque condenado a la avaricia humana. Debido a eso, ya no se escuchan ni se ven búhos, lobos, o linces en la zona. Lo que sí que se ven son buitres, y ahora mismo contaré esa historia.
El vuelo de aquellas aves rapaces era exactamente sobre las dos fosas clandestinas, encontradas semanas después, con restos humanos
Hace un mes, más o menos, mirando al ‘dinosaurio verde durmiente’ desde casa de una vecina, notamos en el cielo el vuelo de unas aves enormes. Supusimos que eran águilas, pero se trataba de buitres. Supusimos, claro, que habría algún animal muerto y querrían devorarlo. Pero la realidad, cuando se muestra tan clara, tan cruda y tan cruel, es difícil ya comprenderla a botepronto. Resulta que el vuelo de aquellas aves rapaces era exactamente sobre las dos fosas clandestinas, encontradas semanas después, con restos humanos. Sí, restos de personas que fueron secuestradas, torturadas, desmembradas, asesinadas y luego enterradas entre las infinitas sombras de un bosque sin memoria y de un cielo que, de no haber sido por los buitres aquellos, hubiera permanecido mudo por los siglos de los siglos.
Sigo, miro, sigo, pienso. Me aturdo, me cierro, me ciego. Intento no juzgar (a nadie, a nada), pero es muy difícil. Intento seguir y fingir que puedo ser una persona caminando por las calles de un pueblo, de un barrio, pero me cuesta tanto. Soy reportero –sea lo que sea eso– y siento una imperiosa necesidad de ponerle palabras a todo lo que miro, pero es tan difícil. Quisiera tener el arte y la forma de borrar la línea entre la poesía y la realidad, como lo hace Plàcid García-Planas, para contarlo todo mucho mejor, pero ese deseo ni los Reyes me lo cumplirían. Quisiera elegir esas palabras como lo hace Pedro Simón: cada una es milimétrica y letal, como el jab que precede a un k.o. Pero eso, por supuesto, tampoco es posible. Sólo me queda seguir andando y mirando la desnudez del mundo, intentando no aturdirme, para así encontrarme con un país que se devora y renace a la vez a lo largo de una calle, de mi calle.
Basta con salir de casa, de la casa en la que ahora vivo, y cerrar la puerta (y todas las dimensiones que se apagan detrás de ella) para ver cómo el mundo muere y renace en cada paso a lo largo de una misma calle. Si salgo con un poco de voluntad mientras me arrojo hacia el naufragio mundano, sin dificultad...
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