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Antes que nada, agradezco la invitación que me han hecho mis colegas de CTXT para escribirles esta carta, pues en las ocasiones en que me han dado esa oportunidad, queridos suscriptores, me he sentido muy afortunada. Cómo no hacerlo al saber que, entre la variedad de temas y asuntos que puedan ustedes elegir para leer, este modesto mensaje llegará directo y sin escalas a sus buzones, ¡ojalá que también a sus almas! Hoy quiero hablarles brevemente de una experiencia en la que, al menos alguna vez, todos los seres humanos deberíamos pensar a fondo; una, que deberíamos vivir o presenciar de una forma íntima, incluso a través de la catártica vivencia que despliega el buen cine. Esa experiencia a la que deseo referirme es la de la migración, un fenómeno tan complejo para entender, pero que permite evocar poéticamente la mirada de la persona que se va, la de ese individuo que se pasa la vida de un sitio a otro, de un lugar al siguiente, de aquel que vive en un eterno viaje y, precisamente porque vive viajando, no hace más que perder países, como diría el poeta Fernando Pessoa. Una revelación importante esta última porque, a causa de perder países, se pierden también las naciones, las fronteras, las identidades y, no obstante, queda la oportunidad para experimentar, vivir o imaginarse en otras.
Hace algunas semanas, vi la más reciente película de Alejandro González Iñárritu: Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades. ¿¡Qué mejor título para ironizar sobre el tema de la identidad en una época tan repleta de noticias falsas que corren como certezas absolutas!? Esta obra cinematográfica del reconocido director (a quién pueden ubicar por otras cintas como Birdman, El renacido, 21 gramos o Amores Perros) nos invita a sumergirnos en una especie de sueño (donde todo es posible), con la intención de envolvernos, gracias a la fantástica y surrealista narración de sus imágenes, en un fenómeno tan fundamental y poco comprendido como es el del eterno desterrado: el migrante. Porque, precisamente, la película de Iñárritu nos abre los ojos para conocer y experimentar la visión del extraño, del extranjero, y, sin duda, nos comparte una forma muy potente para reconstruir con menos tópicos todo aquello que llamamos identidad: esa gran protoilusión humana con la que convivimos cada día.
La cinta de Iñárritu (que, por cierto, se encuentra entre las nominadas al Óscar a la Mejor Película Internacional) me recordó gratamente a un cuento fantástico escrito por Julio Cortázar, “Axolotl”, en el cual el novelista describe –mientras recorre un acuario de París– el hallazgo del axolote (como se lo conoce en México), ese extraño ser que es capaz de vivir en el agua y en tierra cuando hay sequía. Se trata de un animal fascinante, con “un cuerpecito rosado y como translúcido […], semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo”. Por el lomo le corre una aleta transparente que se fusiona con la cola…y las patas, “de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas”.
De esa figura antropomorfa, como la describe Julio Cortázar, podrían desprenderse muchas metáforas, pero la que para mí recobra un significado prominente en la historia de la película Bardo tiene que ver, precisamente, con la del ser liminal. Porque lo liminal es lo que concierne al comienzo de una cosa, es decir, a la posibilidad de transformarse en algo más, en transfigurar esas formas con las que acostumbramos a ver unívocamente la realidad. Desde luego, Bardo es una película maravillosa que nos despierta una mirada distinta sobre la identidad y la migración, una visión que nos permite comprender, en un sentido más metafísico, algo tan inherente a nuestra condición humana: la metamorfosis, el constante cambio, el umbral donde se rozan los finales y los comienzos, la muerte y la vida. Esa es la identificación mayor, la que revela el tiempo.
Y añadiría una breve cuestión en cuanto a una visión más política. La voz del migrante, pese a ser marginal, muchas veces también es incómoda porque precisamente en su “naturaleza” de desterrado está el abandonar todo tipo de certezas. En su camino, por el contrario, se redescubre a sí mismo con una mirada más crítica, más abierta, que alberga tantas dudas sobre la tierra que deja como incertidumbres sobre el lugar al que llega. Aunque es, sin duda, una condición muy dura, a mi modo de ver, la migración también produce, entre quienes alguna vez la hemos vivido, un ensanchamiento geográfico en el alma, una condición que obliga a ver la vida como muchas veces es: como un eterno viaje.
Por ahora, me resta decirles que la película de Bardo me parece un buen retrato de esa situación que experimenta quien debe migrar. Claro está que la suya es la historia de un migrante muy particular, que a muchos podrá parecer un privilegiado, como pueda que le ocurra al propio director de la película. No obstante, hay algo que se repite en la condición de todo migrante, con independencia de su fortuna o infortunio, y no es otra que la que señala siempre su estancia liminal en esta tierra. La propuesta cinematográfica de Bardo está repleta de simbolismos y metáforas de ese destierro, pero también de un lenguaje que nos recuerda el cine surrealista de los grandes directores. Sin duda, es una película poderosa en su evocación de la gran aventura quijotesca, la del emprendimiento de una vida que ha de ser vivida a caballo entre la realidad y el sueño, entre el olvido y la risa.
¡Un gran abrazo y felices ocho años a Contexto!
Atte: Liliana David
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Liliana David
Periodista Cultural y Doctora en Filosofía por la Universidad Michoacana (UMSNH), en México. Su interés actual se centra en el estudio de las relaciones entre la literatura y la filosofía, así como la divulgación del pensamiento a través del periodismo.
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