REPORTERAS
Que el mundo lo cuenten ellas
Solo entre el 15 y el 30 por ciento de las personas que protagonizan las noticias son mujeres. Las voces masculinas están siete veces más presentes que las femeninas cuando se trata de cubrir la actualidad
Irene Zugasti 8/05/2023
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Siendo pequeña cayó en mis manos aquel libro de Pérez Reverte sobre la guerra de Bosnia, Territorio Comanche. E irónicamente, creo que fue entonces cuando decidí que quería ser periodista de guerra.
Lo leí con la curiosidad de una preadolescente que quería entender una guerra que preocupaba a los mayores, una guerra televisada en la que veía a otros niños que me eran extrañamente familiares, con sus chándales de tactel y sus abuelas tristes, frente sus casas de hormigón y ladrillo visto que podrían ser la mía. Una guerra que había traído refugiadas a mi colegio y que salía en las canciones de Ismael Serrano que cantaban mis padres en el coche. Fantaseaba con ser una de esos corresponsales, esos tíos duros con chalecos multibolsillos y barba de tres días, capaces de escapar de la voladura del puente de Bijelo Polje y, a renglón seguido, emborracharse de whisky y dolor por los camaradas caídos en un hotel asediado. Quería cargar una Betacam al hombro, quería escribir crónicas valientes que honraran la memoria de los muertos, y que todo el mundo dijera “hay que ver, qué par de huevos tiene esta tía”. Quería conocer los despachos y las trastiendas, las embajadas y los aeropuertos, los hospitales, los cuarteles y los callejones de los olvidados. Quería ser uno de ellos. De ellos: no de ellas. Puntualizo esto porque ellas, al menos en ese que fue mi primer libro sobre periodismo y guerra, no salían demasiado bien paradas. Enredaban entre bambalinas, eran “niñas” o “modosas becarias” convertidas en divas insoportables, apenas un polvo de hotel de dos estrellas, y además, tampoco eran demasiado listas: confundían el nombre de los aviones de combate o el calibre de las balas, y había que sacarlas de los líos en los que se metían por su audaz ignorancia. Solo alguna merecía la admiración, solo alguna –ah, la Fallaci, quizás–, que no era “como las demás”, se había ganado un galón en la batalla; solo alguna tenía los cojones necesarios para entrar en el club de los tíos duros que me contaban el mundo. Que nos lo contaban a todas.
Afortunadamente de todo se sale, también de leer y de endiosar a académicos y plumas de Feria del Libro de intachable prestigio, que en aquellos años copaban todas las páginas sin dejar a nadie ni el derecho a los márgenes. No fue fácil hacerlo, reconozco; no en vano, en casa estábamos suscritas a El País.
Conservo aún la lista de cien libros imprescindibles que nos extendió un célebre profesor. Sólo había una novela escrita por una mujer
Recuerdo y conservo aún la lista de cien libros imprescindibles que nos extendió un célebre profesor de la Facultad de Periodismo de la Complutense en primero de carrera, una lista en la que, de un centenar de obras (Victor Hugo, Kapuscinski, Tolstoi, Nabokov, Kundera) sólo había una novela escrita por una mujer. No le culpo, era un hombre de su tiempo, supongo, y me dio un buen consejo: “Si quieres ser periodista, sal de esta facultad cuanto antes”.
No le hice caso, o no todo el que merecía tan sabia advertencia, y, como tantas otras compañeras de pupitre, fui dejando atrás la vocación –o quizá ella me dejó a mí– y los sueños de aventuras Betacam al hombro para cambiarlos por otros más mundanos, como cobrar a fin de mes. Sin embargo, agradezco infinitamente que otras más valientes o más capaces no se rindieran, porque gracias a ellas descubrí que había mejores y más honestas formas de contar el mundo y sus avatares; quizá con menos épica, con menos whisky on the rocks, pero con la honestidad y la mirada crítica que da el hacerlo desde otro lugar en el que no te esperaban.
Leí hace poco a alguien decir, al hilo del papel de las corresponsales en la Guerra Civil española, que su condición de mujeres aportaba una “visión complementaria” de los conflictos. Un lado humano, compasivo, con el que adornar las guerras. Qué gran error es compartimentar así la información; pensar que hablar y escribir sobre la retaguardia, o sobre el sufrimiento, la vida en la posguerra, la violencia sexual, las torturas y el exilo o la justicia y la reparación, es un “complemento” a la información en el frente. Como si la guerra no arrasara con todas y con todo.
Un estudio de la International Women Journalist Foundation dice que solo entre el 15 y el 30 por ciento de las personas que protagonizan las noticias son mujeres, y que las voces masculinas están siete veces más presentes que las femeninas cuando se trata de cubrir la actualidad. Claro que de las pocas cosas que aprendí en la carrera es que pluralidad no es sinónimo de pluralismo, y, aunque siempre es bueno ser muchas, es bastante mejor que no contemos todas la misma versión.
En el reporterismo de guerra, las cifras son incluso peores en términos de paridad, pese a que la cobertura de la guerra en Ucrania haya afirmado el cambio de tendencia y revistas como Glamour y Vogue lo celebren, eso sí, con la cantinela de la compasión y el rostro humano que, parece, solo sabemos poner nosotras. Pero tampoco hace falta irse a la guerra: según la propia UE, solo el 37% de los periodistas acreditados en las instituciones comunitarias son mujeres. Cabría preguntarse por qué, y qué valores rigen el oficio en aquellos lares. Aunque quienes conozcan los after work en la Place Lux de Bruselas pueden hacerse una idea: eso sí que es un Territorio Comanche.
¿Eligen ellas escribir desde ese “lado humano” o se les arrinconó a hacerlo desde allí? Probablemente ambas cosas sucedieron juntas. Si bien las secciones de internacional de los medios de comunicación clásicos necesitaron de los bang bang bros y de las sob sisters para hacer una narrativa de lo internacional a través de sus lógicas –patriarcales, coloniales, imperiales–, muchas periodistas también eligieron contarlo desde ahí. Pero no por ser ellas compasivas y misericordes, ni porque no supieran nada de balística y tanques, sino por ética, por interés, por empatía, porque consideraban noticiable, importante, o hasta imprescindible contar esas historias para que alguien, a kilómetros de su casa, entendiera lo que ocurría en Bagdad, en Belgrado o en Belfast, más allá del parte oficial de guerra.
Y resultó que las mal llamadas noticias suaves, las cosas “de tías”, importan, interesan, y hasta venden, y que determinan cómo contar un conflicto, cómo contar una negociación de paz, cómo contar la vida en otro lugar del mundo que no es el nuestro. Como ha resultado también que es mucho más útil, a veces, superar la obsesión por hablar de calibres y drones y de un frente de batalla que abruma a quien lo desconoce para hablar del coste humano de una guerra, de quién carga con los muertos y quién con los maletines. Emma Daly, que cubrió los Balcanes, cuenta que un colega le dijo una vez: “No se que obsesión tenéis algunos aquí en Sarajevo con los niños muertos; ese no es el asunto”. Y ella contestó: “ESE es, precisamente, el asunto”.
Pienso en Tere Aranguren, que desmenuzó Palestina ante nuestros ojos, y cuyas crónicas –algunas las conservamos en casa, en papel, de tiempos del Mundo Obrero– siempre contaban algo más que las explosiones. Pienso en Olga Rodríguez, tan clara y tan valiente en Bagdad, cuyo trabajo devolvió la luz a las vocaciones perdidas como la mía. Pienso en eso tan hermoso que escribió, El hombre mojado no teme la lluvia, y en todas las personas que viven en esas páginas y que ella ha seguido cuidando y contando, en una batalla personal, pero profundamente profesional, contra la equidistancia y contra el olvido. Lo dijo recordando el asesinato impune de José Couso en el Hotel Palestina: una sociedad mal informada es fácilmente manipulable, una guerra sin periodistas es una historia de propaganda.
Pienso en Patricia Simón, que está contando la guerra en Ucrania desde las clínicas de vientres de alquiler, desde las ambulancias, desde las calles y los cementerios, pero no para convertirlas en un relato barato de propaganda, sino en un collage complejo de lo humano en este conflicto, y de la importancia de una paz, de esa paz que no llega.
Pienso en esas voces que hacen preguntas a los relatos oficiales, que ejercen su legítimo derecho a la sospecha, a la curiosidad, al contexto –y no solo pienso en mujeres–. Qué importante es la mirada clara de Víctor García Guerrero, en sus piezas de RTVE, por ejemplo; con qué finura escribía Rafael Poch descifrando Rusia en La Vanguardia y ahora en CTXT. Porque lo internacional no puede contarse sólo a golpe de catástrofes o de “Españoles por el mundo”. Dice Enloe que sí, lo personal es político, lo internacional también es personal, así que cuando escucho aquello de que “lo internacional no interesa” me revuelvo en la silla: ¿cómo no va a interesar lo que pasa en Sudán, o en Gaza, o en Lima? ¿Acaso no compartimos el mismo planeta? ¿Acaso no hay geopolítica en tu factura del gas, en tu ticket de compra del Mercadona?
¿Acaso no hay geopolítica en tu factura del gas, en tu ticket de compra del Mercadona?
Yo no soy del gremio, pero es fácil advertir que quienes agitan ciertos avisperos se juegan el disciplinamiento y las puertas cerradas, el recordatorio permanente de los peligros de salirse del guion y acabar en la puta calle. Admiro a quienes, pese a esa amenaza permanente, continúan haciéndolo.
Pero estos días pienso sobre todo en Inna Afinogenova, acosada y cuestionada sin piedad de ser propagandista para el Estado ruso en base a un puñado de rumores mal redactados, usada como un proxy –como la propia Ucrania– en la batalla del cuarto poder. Afinogenova fue durante muchos años fue una rara avis de la información internacional y especialmente de América Latina, una periodista crítica, precisa, irónica, rigurosa. Ni compasiva ni suave, ni falta que le hacía, porque lo que contaba y cómo lo contaba, con su personal estilo, no se atrevía a contarlo casi nadie más. Probablemente, en el ataque se mezclen rencores y vendettas profesionales, intereses políticos y hasta agendas electorales, pero creo que es fundamental añadir también que en esta agresión pesa, y mucho, el machismo, la bilis de unos cuantos señores bang bang que creyeron ser los únicos con patente de corso para contar el mundo, la guerra, la información internacional o las columnas de opinión. Señores de la guerra que se han quedado sin guerras, sin época y sin épica, y a quienes les molesta enormemente que haya otras voces, otras posiciones, que les recuerden eso que tanto critican: que ellos nunca dejaron de escribir un mundo a la medida de sus amos. El mundo de Borrell, que dice que “no es el momento” de hablar sobre la paz, sino de “apoyar militarmente en la guerra”. El mundo de Biden, que habla sin arrugarse de un “orden liberal global amenazado” con la nostalgia senil de los que reventaron el Sur Global a golpe de dictaduras militares. El mundo de Margarita Robles, que semana a semana saca dinero de las arcas públicas para dárselo a la guerra, consejo de ministras mediante, en nombre de la Paz y de la seguridad. Y, sobre todo, el mundo de muchos otros a los que no ponemos cara, los verdaderos amos y señores que mandan en la pluma de los que difaman sobre Afinogenova y en las decisiones de Robles, de Biden, o de Borrell.
En esta agresión pesa el machismo, la bilis de unos cuantos señores bang bang que creyeron ser los únicos con patente de corso para contar el mundo y la guerra
Si Afinogenova fuera un hombre, ¿habría recibido la misma violencia, la misma agresividad? ¿Recibiría la eterna sospecha de ser la amante, el nuevo capricho de un líder, o una fría y pérfida tovarich? Lo dudo, aunque el burdo personaje que le han construido, reconozcámoslo, tiene su morbazo. Si Inna no tuviera una posición crítica con el conflicto –contra Rusia también, por cierto, como le afean también los puristas de Twitter–, si en vez de abogar por la paz dialogada, apostase por el envío de armas, o por el atlantismo militante, ¿sería objetivo de estos ataques? Lo dudo también: quizá sería ya una joven y guapa promesa con alguna columna mucho mejor pagada en un diario nacional, o con un buen asiento en prime time en las tertulias de la tele.
Pienso en todas ellas, y pienso en aquellas con las que discrepo profundamente, pero a las que debo el reconocimiento de que no ha de ser fácil competir por el relato, que probablemente hayan recibido algún que otro codazo en las costillas de los señores bang bang. Y quiero leer sus historias. Y discrepar con ellas, sin convertir la discrepancia en un campo de minas tan ruines como las de estas semanas. Y compartir sus artículos, y citarlas, y celebrarlas. Quiero que hacer periodismo independiente no les salga tan caro. Quiero que el mundo me lo cuenten ellas.
Siendo pequeña cayó en mis manos aquel libro de Pérez Reverte sobre la guerra de Bosnia, Territorio Comanche. E irónicamente, creo que fue entonces cuando decidí que quería ser periodista de guerra.
Autora >
Irene Zugasti
Iba para corresponsal de guerra pero acabé en las políticas de género, que también son una buena trinchera. Politóloga, periodista y conspiradora, en general
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí