tribuna
Crítica de la chuchepolítica
Parece que esta idea tan de la comunicación política americana de ser likeable, “gustable”, ha calado profundamente en la forma en que las mujeres hacen política. Sobre todo en la izquierda
Irene Zugasti 4/04/2023
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Había una tesis muy extendida en la comunicación política de los ochenta y noventa que afirmaba que las mujeres se masculinizaban a medida que crecía su poder. Masculinizarse, en la comunicación política anglosajona, significaba que los estilos se volvían más duros, los mensajes más directos, la actitud más serena, la imagen más sobria. Significaba legitimarse, ser respetada, aun a costa de dejarse a una misma por el camino.
Luego muchas de esas tesis se matizaron: en algunos casos las candidatas a la “política con mayúsculas” basculaban entre ser damas de hierro o, al contrario, exaltar todo lo que los candidatos masculinos no eran: madres, cuidadoras, amables, cercanas. O sexis. Dependía, claro, del programa, del partido, del rival, pero el caso era transitar entre esas –binarias y limitadas– formas de ser y de estar, de comunicar, de vestir, de moverse, de narrarse, para poder gustar. Gustar, sin molestar.
Afortunadamente muchas feministas impugnaron estos análisis. Total, daba igual que fueras una marimacho trajeada –yo, con mi atracción por las villanas, siempre tuve fascinación con Rita Barberá, poderosa en su traje rojo fuego–, una cursi, una sosa, o una perroflauta con el pelo a lo abertzale. El escrutinio, el de las formas y la forma, siempre estaría ahí; un escrutinio al que rara vez sometían a los hombres. Gracias a esa impugnación, pudimos centrarnos en lo importante, en las políticas, en ocupar el espacio para transformarlo. Aunque no gustase. Aunque molestase.
Sin embargo, parece que esta idea tan de la compol americana de ser likeable, “gustable”, ha calado profundamente en la forma en que las mujeres hacen política. Sobre todo en la izquierda. El maldito “relato”, los “marcos”, las dichosas matemáticas del like que lo empañan todo, han resultado ser también patriarcales. Solo así me explico que a medida que muchas mujeres se tornan ministrables, presidenciables o alcaldables, crece su empeño en ser queribles, besables y amables, incluso a costa de su propio programa. Gustar sin molestar.
¿Por qué suavizan la voz, infantilizan sus actitudes, dulcifican sus gestos? ¿Por qué sacuden los hombros y hablan despacito, con una espontaneidad fingida? ¿Por qué algunas se empeñan en contarle al mundo que son gente normal, que hace cosas normales –cocinar, ver series, salir de fiesta, bailar reguetón, tener amigos, o una familia o comer chuches en Instagram–, en vez de contar de una vez qué piensan hacer (o que no han hecho) con el poder que les es otorgado?
El problema es que, mientras se habla de una misma en esos términos, o mientras se interpela a abstracciones donde todas podemos sentirnos cómodas, rodeadas de influencers de quita y pon, se rebajan las propuestas políticas y se vacían los programas y su contenido. En algunos casos quizá es que no haya mucho que rascar más allá del reggaetón y del chotis, pero en otros, hemos visto mujeres valientes y vehementes, que sí tenían datos que dar, que tenían programa, programa y programa, defendido con uñas y dientes, pasando a performar una ternura (puaj, qué palabra) impostada e incomprensible. ¿Qué ha pasado, chicas?
Quiero pensar que no hay –otra vez– unos cuantos señores con ideas felices diciéndoles que comuniquen así, que si la hegemonía, que si no hay que crispar, bla, bla, bla. El problema no es querer gustar –es lógico, es lo suyo– o hacer una comunicación amable. A veces se agradece incluso, si ese buen trato es real y cotidiano. Puede, de hecho, ser un acierto en ciertos contextos el optar por la legítima posición de no confrontar, de no ser agresiva. La campaña de Manuela Carmena en 2015 en Madrid triunfó por la cantidad de gente valiente y valiosa que reunió, pero también por la fuerza de una candidata que se sentía cercana, que no abroncaba, que iba en bici al trabajo, que aglutinaba voluntades, una di noi, vaya, aunque el desenlace fuera otro, porque la política es conflicto, y no magdalenas.
Las chuchepolíticas no son una estrategia feminista que nos permita blindarnos contra la violencia política ni contra los discursos reaccionarios que la prenden
Esto nos lleva a un segundo problema: la peligrosa fragilidad de la chuchepolítica para ser, en el largo plazo, sana o nutritiva aunque quede muy pizpireta. Las llamadas a la calma, los medidos silencios, legitiman, quizá involuntariamente, el discurso del disciplinamiento, el que condena el conflicto, el que es especialmente brutal contra el disenso si tiene voz de mujer. Y convierten el espacio en el que estar en un margen muy pequeñito, donde no caben las malas maneras, ni las gordas, ni las feas, ni las brutas, ni las exaltadas, ni las que hablan deprisa y atropellado. Las chuchepolíticas no son una estrategia feminista que nos permita blindarnos contra la violencia política ni contra los discursos reaccionarios que la prenden. Porque cuando el almíbar no funcione –si es que el almíbar nos lleva a alguna parte, ojalá, que no lo sé–, cuando las propuestas molesten a los de siempre, cuando tengan que hacerse realidad las leyes, cuando la correlación de fuerzas no juegue de nuestra parte, no habrá piedad con ellas, como no la habido con muchas otras antes, que también alguna vez jugaron a la dulzura.
En Madrid, laboratorio de todas las Españas, vencido y desarmado el municipalismo –ojalá no para siempre– ha sido muy doloroso ver cómo habíamos pasado de ganar la ciudad a regalársela a la derecha. Las formas devoraron el fondo, el continente al contenido. Fue doloroso ver cómo se puso la otra mejilla, cómo se tendió la mano a Almeida y Ayuso en momentos clave como la pandemia, cómo se asumió sin rechistar la épica de un virus que era algo así como la invasión alienígena de Men in Black y no una emergencia de gestión pública en la que había que desplegar todas las alarmas. Robaron dinero público, asesinaron a miles de personas mayores, pero la aritmética gominola pensó que era mejor no tomar partido hasta mancharse. Permitidme la rabia.
La chuchepolítica dijo sentirse orgullosa de que la OTAN celebrara una cumbre en Madrid, que se marcara un Bienvenido Mr. Marshall, que se legitimara una política de esfuerzo bélico que nos ha entrado hasta la cocina. Se plegó a los señores de la guerra, como otrora a los obispos ofendidos, confundiendo –o no tanto– las formas con los fondos. La guerra, ya lo sé, no le importa a casi nadie, aunque las cacareadas “cosas del comer” pasen directamente por ella, aunque le interese solo a las cuatro que leemos CTXT. No da votos, ni los quita. Pero permitidme la rabia.
La chuchepolítica no quiere yonkis en Villaverde, quiere vestirse de chulapa en la Pradera de San Isidro y repartir rosquillas listas y tontas. La chuchepolítica no quiere líos con lo de la Ley ‘del sí es sí’, porque eso te pone, inevitablemente, en el lado del ruido. La chuchepolítica, en su prudente discreción, no quiere saber nada de lo del Open de Tenis. La chuchepolítica insiste en que la gente quiere vivir bien, tranquila, estable, y que no le talen los árboles del parque de la Arganzuela. Y no puedo estar más de acuerdo, pero es que hay gente, mucha, que nunca vive tranquila, que no puede permitírselo, que necesitan permitirse la rabia. Todas queremos la mejor de las vidas posibles; para llegar a eso, me temo, habrá que dar la pelea, a no ser que se aspire a gobernar para el electorado de Villacís, otra que tampoco molesta mucho en las formas, aunque ella sí que cuenta su programa. Por eso ha ejercido una legislatura como rostro amable de Desokupa y PLOTUS de la España de las Piscinas, aunque le ha salido rana.
No se trata de impugnar las formas, sino los hechos. Personalmente, me duele que la forma de ganar credibilidad y apoyos pase por tener que mostrarnos cínicamente prístinas e inofensivas, sin ser una (por suerte) nada de eso. Y aun así, por coherencia, creo que se debe defender siempre que una mujer que hace políticas de izquierda las haga como mejor le parezca y sin tutelas. Pero, por favor, que las haga.
Y si detrás de esa estrategia comunicativa tan aparentemente antipolítica hay, esta vez sí, un inteligentísimo plan para asaltar los cielos, para transformar la realidad material de las personas, de la clase trabajadora (dilo, reina) me alegraré enormemente de estar equivocada. Ojalá celebremos las conquistas y empujemos para seguir construyendo otra forma de estar en política que no implique tanto dolor, tanta violencia, tanto acoso, tanta soledad, tanta renuncia. Estar, sí, para disputar derechos y arrancarles lo que es nuestro. Pero es legítimo sospechar cuando ya hemos visto los límites de algunas recetas, como es legítimo que me preocupe que éstas se contagien de Madrid al cielo, cuando, en nombre de las mayorías y de las tesis sin síntesis, han sido tantas las renuncias.
En fin, perdonadme el trauma madrileño, el centralismo y la defensa del macarreo, con el privilegio de haber visto siempre los toros desde la barrera y de no ser parte ni partido; un privilegio que permite no reparar tanto en el quién sino en el para qué. Y termino en Madrid, que no sé si tiene identidad más allá de la M-30 y de la horterada de San Isidro, pero que macarra y punki, siempre ha sido un rato. Pero cuidado (os avisamos), hasta aquí nos quieren robar el punk: lo decía el otro día Ignatius y lo corrobora la actitud –y el programa, programa, programa– de las mujeres y algunos hombres de la derecha, sin abstracciones ni paños calientes para llevar la agenda de la desigualdad hasta la última de sus consecuencias. Y es que –no os enfadéis, amigas, os quiero mucho– pero entre marquesas de Salamanca y emperatrices de Lavapiés, me quedo donde siempre, con las estanqueras de Vallekas.
Había una tesis muy extendida en la comunicación política de los ochenta y noventa que afirmaba que las mujeres se masculinizaban a medida que crecía su poder. Masculinizarse, en la comunicación política anglosajona, significaba que los estilos se volvían más duros, los mensajes más directos, la actitud...
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Irene Zugasti
Iba para corresponsal de guerra pero acabé en las políticas de género, que también son una buena trinchera. Politóloga, periodista y conspiradora, en general
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