retroceso
Violencia e intimidación en la isla de Barataria (o las dos moralejas de Sancho Panza)
Si sale adelante la reforma que proponen, volveremos a diferenciar entre la justicia que merecen unas, las de las heridas, y las otras, cuando es la misma violencia la que atraviesa a todas
Irene Zugasti 7/02/2023
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Aun eso está por averiguar, si tiene limpias o no las manos este galán —dijo Sancho.
Cuenta Cervantes en el Quijote que cierta vez Sancho fue nombrado gobernador de la ínsula de Barataria, donde el bonachón y honesto escudero hubo de enjuiciar una violación.
Una campesina llegó hasta él arrastrando del brazo a un rico ganadero, que, según contaba, la había tomado en medio del campo como a un trapo mal lavado, a ella, que estaba entera y dura como el alcornoque, y que, aunque se resistió tanto como pudo, no pudo evitar la agresión. El ganadero se lamentaba ante Sancho de su mala suerte, pues según él, yació con la tentadora doncella que a cambio le pidió unas cuantas monedas, y cuando ella vio que el pago no era suficiente, confabuló la mentira para llevarle frente a los tribunales.
Sancho, en su saber popular, pidió entonces al campesino regresar a por la mujer, que ya se había marchado de la sala, y arrebatarle la bolsa de dinero que llevaba consigo. Ella se resistió con uñas y dientes a que se la quitasen, a lo que Sancho sentenció:
– Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa le mostrárades, y aun la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, y mucho de enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula ni en seis leguas a la redonda, so pena de docientos azotes. ¡Andad luego, digo, churrillera, desvergonzada y embaidora!
Nunca sabremos si la campesina tenía razón o no, porque la principal moraleja de Sancho en Barataria no tenía que ver con la justicia, sino con las mujeres. Porque la honra de una mujer hay que defenderla con la vida, hasta que la piel del violador se quede clavada en nuestras uñas, hasta que tengamos el cuello amoratado, hasta que se aprecien “daños uterinos”, hasta que te desgarre el cuerpo y la vida, hasta que te maten incluso. Hasta que, en fin, el juez vea violencia e intimidación y no jolgorio y regocijo, o una aceptación tácita, o una “no oposición”.
Lo preocupante es que a los responsables de enmendar esta ley les preocupe más el ajuste penal desproporcionado que ese 92% de agresiones que no se denuncian
Durante siglos, la justicia contra la violencia sexual se basó en que el bien jurídico a proteger no era la libertad sexual, sino el honor. Por eso los códigos penales hasta hace no tantas décadas perdonaban el estupro, el rapto o la violación si el agresor se casaba con la agredida. Por eso ser violada era un deceso social, casi casi como estar muerta en vida. Por eso en Madrid hubo hasta una cárcel de adúlteras para las pobres, “pícaras”, “adivinas” o prostitutas, pero jamás la hubo de adúlteros. Por eso en mi barrio aún nos cruzamos con una vecina a la que nadie pone nombre ni saluda, pero que todos conocemos como “la chica a la que violaron”. Por eso hoy entristece tanto oír a Pilar Llop, ministra de Justicia, decir en la SER que la violencia sexual se prueba fácilmente con una herida, y una se pregunta incluso si la herida es suficiente o como pasó con Sancho, “la buena víctima”, esa que gusta tanto invocar a todos hoy, necesita, además de heridas, renunciar a cualquier reparación, mostrarse triste y rota para siempre, como parece mi vecina, para merecer justicia.
Acabar con “la buena víctima” implica de paso acabar con el buen verdugo. Y eso, ¡ay!, eso sí que pica. Porque la mayoría de las agresiones sexuales no se producen en un callejón oscuro ni con un encapuchado que te asalta entre las sombras, sino en casa. Porque la mayoría de los agresores son personas conocidas para las víctimas, en ocho de cada diez casos. Porque en una parte importante de ellos no se identifica lesión alguna1. Por eso muchas no acuden a las comisarías ni a los juzgados con heridas, “daños uterinos” ni ojos morados que puedan ablandar el corazón a Sancho Panza, porque las sobaron de arriba abajo hace mucho ya, cuando eran niñas, o porque una mamada no deja desgarros. Porque su marido se les echaba encima todas las noches y no se atrevían a contarlo. Porque estando ya desnudos y en la cama con aquel de Tinder, fue más fácil quedarse quieta, abrir las piernas y apretar los dientes. Porque te rozó el paquete sobre el culo, pero no estás segura, porque, bueno, era tu tío. Porque llevabas ya tres gin-tonics, o porque se quitó el condón, pero bueno, eso no es tan grave, ¿no? si al final se corrió fuera.
Todo eso era abuso en el viejo Código Penal, y, si sale adelante la reforma de la ‘ley sí es sí’ que propone volver a introducir la violencia y la intimidación como un subtipo penal, da igual que la definición del consentimiento se quede intacta, el hecho es que volveremos a diferenciar entre la justicia que merecen unas, las de las heridas, y las otras, cuando es la misma violencia la que atraviesa a todas. A estas alturas, disputar el nombre de las penas empieza a no ser tan importante: lo que realmente se juega aquí es que la violencia, para llamarse como tal, necesite de sangre y dolor y la intimidación necesite invocarse a punta de navaja para llamarse como tal. Ello no quiere decir que esto no se pene con mayor gravedad, faltaría más: la trampa está en que, con este viejo esquema maquillado, todo lo que no se considere fruto de la violencia física y la intimidación, eso que es tan difícil de probar, volverá al cajón de sastre de las cosas que, para algunos, “no son para tanto”. Aunque no se le llame abuso, –sería muy descarado volver a llamarlo así– y se le llame“agresión sin que medie violencia o intimidación”.
La segunda moraleja de Sancho en Barataria, y consecuencia de la primera, era que había que tener mucho cuidado con las mujeres, porque pueden ser tentadoras y mentirosas, resentidas e histéricas, ya sea uno un campesino manchego del Siglo de Oro o Dani Alves de fiesta en un reservado. Por eso es preocupante que el jurista en cuyas manos ha caído la reforma de la ‘ley del sí es sí’ en el Ministerio de Justicia esté más preocupado por la honra de los unos que por la libertad sexual las otras, porque “en materia de relaciones sexuales el consentimiento, a veces, se presenta confundido (...) o puede tener el significado de implicarse en la creación de un clímax de carácter, precisamente, sexual, pero en muchas ocasiones de muy difícil delimitación”. Le afligía que con una ley basada en el consentimiento pudieran quedar prohibidos comportamientos (y cito textualmente) como “acercarse a la pareja, subrepticiamente (alevosía), y abrazarla, dándole así una ‘sorpresa cariñosa’; hacer, con engaño, que la pareja dirija sus ojos hacia arriba (¡mira!, ¡un lince ibérico volador!), y aprovechar que el mentón apunta al cielo para depositar en sus labios un enternecedor ósculo”. Un lince ibérico volador2. Un ósculo (que, por cierto, es un beso, aunque con ese nombre no den ganas ni de darlo). Es para preocuparse y para afligirse, desde luego amigas, el hecho de que la libertad sexual dependa de criterios como estos. Pero más allá de linces y ósculos, lo preocupante, como me señalaba el otro día Sandra Tilve, que es jurista, no como yo, es que a los principales responsables de enmendar esta ley para disciplinar al feminismo y satisfacer a los de siempre les preocupe más el ajuste penal desproporcionado a quien la inflige que ese abrumador 92% de agresiones que no se denuncian, que se viven en soledad y en silencio. Como ella dice, tanto opositar para no saber follar.
La pelea está hoy en cosas más mundanas y aburridas, pero más urgentes, como contar con centros de crisis, medidas de formación y prevención
Pero esto no es Barataria ni estamos en el siglo XVII, aunque a veces lo parezca, y aunque las enseñanzas quijotescas sigan a fuego entre nosotras. Estamos en un momento político diferente, determinante, porque a través de la justicia feminista estamos destapando estructuras de poder, cuestionando modelos de Estado, disputando la falacia tecnócrata, y sacudiendo pilares y verdades hasta ahora incuestionables. Abruma incluso pensarlo, pero la genealogía feminista y la Historia, que nos absuelve –casi siempre– son tozudas. Ello no quiere decir que no tengamos discrepancias y debates muy necesarios y profundos en el seno del feminismo, pero usarlos para ir hasta el matiz o para sacudirse otros rencores cuando nos jugamos tanto es bastante arriesgado. Yo misma dudo a menudo sobre el punitivismo y sus límites, y fantaseo con licuadoras y gasolina, claro que sí. Como entiendo que haya quien prefiera teorizar sobre el deseo, el erotismo y el puritanismo, aunque sinceramente, dudo que las lógicas que operan entre la intelectualidad que alterna en las casitas del barrio alto sirvan para mucho cuando la pelea está hoy en cosas más mundanas y aburridas, pero más urgentes, como contar con centros de crisis, medidas de formación y prevención o recursos públicos para las víctimas.
Así pues, en medio de este fuego cruzado y a riesgo de que estas líneas se queden viejas cuando muera esta semana, creo que hay tres conclusiones importantes y claras: la primera es, robándole la reflexión a Bárbara Tardón, de quien tanto aprendo, que “cultura de la violación” es también quedarnos ancladas en debatir el Código Penal, una trampa en la que tantas hemos caído y que alimenta las entradillas contertulias que arrancan con el “yo no soy jurista, pero…”; que da gasolina a los contadores de reducciones de penas de Twitter sin datos fiables, y que llena de razones a los que pretenden apartar a toda aquella voz que no merezca la autorictas y la potestas de quien puso las reglas del juego. La segunda es que nos jugamos un avance feminista que debería dejar a un lado, siquiera por un momento, las pasiones políticas de cada cual –¡que hay 2023 para largo, queridas!– y pensar con vista larga, porque de obstinadas, locas, radicales y putas está llena la historia del feminismo. Y la tercera es, más que una conclusión, un deseo: que ojalá salgamos juntas de esto. Ojalá, cuando pase el claroscuro de los monstruos, que pasará, podamos decir que lo conseguimos.
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Notas:
1. Ver Macroencuesta de Violencia contra la Mujer 2019 (DGVG), Estudio SEXVIOL y datos del CGPJ.
2. La libertad sexual en peligro, Francisco Javier Álvarez García. Catedrático de Derecho Penal. Universidad Carlos III. Diario La Ley, Nº 10007, Sección Tribuna, 10 de febrero de 2022, Wolters Kluwer.
Aun eso está por averiguar, si tiene limpias o no las manos este galán —dijo Sancho.
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Irene Zugasti
Iba para corresponsal de guerra pero acabé en las políticas de género, que también son una buena trinchera. Politóloga, periodista y conspiradora, en general
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