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Querida comunidad contextataria:
Hoy tengo el privilegio de escribirles a ustedes esta carta y contar con su generosa mirada, con sus minutos para leer, un bien precioso en estos acelerados tiempos en que vivimos. Tiempos que también son electorales, por cierto. Y por este motivo, quiero disertar sobre tal cuestión en este espacio. Aunque ahora mismo imagino que me subo a una tribuna para hablarles mejor. Porque soy una migrante mexicana, no votaré en los próximos comicios generales, dado que a los extranjeros no se nos permite hacerlo. Pese a ello, una percibe y participa de la inquietud y el malestar que pesan en el aire de estos días. Créanme cuando les digo, queridos lectores, que precisamente porque llegué de afuera, conozco ese malestar y sé que también hace especial mella en quienes decidimos salir al camino, como don Quijote, a la aventura. Pero hoy andamos con el inquieto malestar de una vaga pero pertinaz sensación de amenaza.
Mientras se acercan las elecciones, la cordialidad con respecto al “otro”, a ese que de alguna manera también represento, se diluye en las calles. Allá afuera se percibe un viento enloquecido que golpea y zumba con nuevas proclamas que, a mi modo de ver, caen en el mismo y viejo error: señalar al extraño, al extranjero, como una de las principales causas de los males sociales. Es un viejo error que, sin embargo, se repite una y otra vez; un arcaico atavismo que ahora vuelve a resonar con fuerza buscando la criminal eficacia que logró en tiempos no demasiado lejanos, tiempos aquellos también de pólvora y de sangre. La ultraderecha, una amenaza mundial, sigue estos malos pasos con especial ahínco, orgullo y mala fe; lo hace desde las tribunas políticas y hasta en las redes sociales, sin olvidar las calles, que de pronto se han visto tomadas por nuevas “camisas negras” (¿casualidad o presagio?) y al grito de ¡desokupación!, irrumpen exhibiendo informaciones falsificadas y mensajes que hieden a chantaje: “O sucede lo que queremos, o saldremos a las calles, ¡y no con un palo!”. Esta gente puede votar, y votará. Nosotros no, porque somos extranjeros.
Frecuentemente, he podido presenciar –seguramente como ustedes, queridos lectores– que cuando alguien rememora el breve período de la democracia griega, rápidamente se le recuerda que en dicho régimen asambleario las mujeres y los metecos (ya no digamos los esclavos) quedaban excluidos de las deliberaciones públicas, las cuales sólo incluían a los ciudadanos. Desde entonces, los extranjeros seguimos en el olvido. Y esa exclusión, señalada en la antigua democracia helénica, aún se proyecta hoy en las democracias representativas de nuestros días; así, las mujeres apenas conquistamos nuestro derecho de voto a lo largo del siglo XX en la mayoría de los países, mientras que los extranjeros de ahora (metecos de ayer) todavía carecemos del reconocimiento de voto en las elecciones nacionales de casi todos los países del mundo, incluida España.
Parece, pues, que al extranjero siempre le queda algo que demostrar para dejar de serlo y gozar, así, del reconocimiento que le otorgue plenos derechos. Siempre ha de sobrevivir algo en él que lo condicione, al presentarlo como un extraño, y que tranquilice de esta forma la conciencia de las identidades autóctonas. No encuentro otra razón, por ejemplo, que explique el malestar que a ciertos fanáticos les produce el uso de la palabra “migrante”, cuyo significado es claro, ‘que migra’, en lugar de las formas que distinguen al inmigrante del emigrante, a aquel que llega de aquel que se va. Para esos individuos pesa más el prejuicio segregador con el que diferencian a quienes no son como ellos, porque en el fondo no quieren reconocer que todos, alguna vez, hemos sido unos extraños en el mundo. No hace falta que ahonde en el peligro que, bajo el temor que ocultan tales sujetos con su obsesión persecutoria a lo diferente, se vislumbra en el horizonte político de un país y en su amenaza real para el mundo.
Esas tinieblas también se ciernen sobre las próximas elecciones españolas y sobre sus posibles resultados. Dado que yo no puedo votar, porque soy extranjera, pero no lo suficiente como para que tales resultados no me afecten, les pido, queridos lectores, que piensen también en el peligro que corremos los nuevos metecos del siglo; nosotros, que nos fuimos lejos movidos por muy diversas razones, como la legítima llamada del corazón o el deseo de probar suerte en otro mundo, saborear la libertad que da cierta intemperie y, de paso, demostrar que se pueden ampliar las pertenencias y construir nuevos hogares con esfuerzo, buena fe y una mayor confianza en lo mejor que tenemos los seres humanos. No toda nuestra historia puede reducirse a su listado de horrores, pues también son humanos los gestos de acogida y amabilidad, los sacrificios por el prójimo y los vínculos del amor y la amistad. Reconocerlo tal vez nos haga avanzar hasta aceptar compartir la palabra y el voto. Sin embargo, para reclamar el derecho a tener un día esa facultad, deberemos luchar, pues como nos enseñaron también aquellos viejos griegos, la libertad no es amiga del ocio. Y justamente porque la libertad es creadora y responsable, porque nos fuerza a hacer más que a padecer, la gran pensadora María Zambrano, a quien he vuelto a leer en estos días, escribió: “Al elegir me voy eligiendo; voy eligiendo el que seré, y si esto ocurre en cada hora, hay instantes decisivos en que se realiza ese algo que va a determinar la vida entera, una elección que va a quedar incorporada al destino”.
Así que, estimados lectores, ciudadanos de hoy y mañana, que no nos gane la fatiga a la hora de engendrar nuestro futuro ni de edificar un mundo compartido, ese mundo que cohabitamos, donde coexistimos, y que nos impone una necesidad mayor de conocimiento y de comprensión mutuos con el fin de no excluirnos del porvenir. Pero antes de acabar, quiero agradecer a mis colegas por cederme la palabra para confesarles el privilegio que siento de poder trabajar en esta revista. Y con honor lo digo, pues soy la primera mexicana contratada por CTXT, un acontecimiento que he de recordar como “un pequeño paso para la mujer, pero un gran paso para la Humanidad”, dicho así con las amables palabras de nuestro director Miguel Mora. Gracias, nuevamente, a mis colegas y desde luego muchas gracias a todos ustedes por leernos y hacernos seguir adelante.
Reciban un fuerte abrazo.
Liliana David
Querida comunidad contextataria:
Hoy tengo el privilegio de escribirles a ustedes esta carta y contar con su generosa mirada, con sus minutos para leer, un bien precioso en estos acelerados tiempos en que vivimos. Tiempos que también son electorales, por cierto. Y por este motivo, quiero disertar sobre...
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Liliana David
Periodista Cultural y Doctora en Filosofía por la Universidad Michoacana (UMSNH), en México. Su interés actual se centra en el estudio de las relaciones entre la literatura y la filosofía, así como la divulgación del pensamiento a través del periodismo.
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