TIRANDO DEL HILO, XV
Dos amigos
A propósito de la correspondencia entre Carmen Laforet y Emilio Sanz de Soto
Carmen G. de la Cueva 1/11/2023
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Leer las cartas que otros escribieron tiene algo de íntimo. Es como cuando vuelves a casa al anochecer y las lucecitas se van encendiendo en las ventanas de las casas y te paras un momento, asomada en una esquina o, quizá, apoyada en una farola a mirar adentro: un cuerpo en la sombra, un rostro borroso detrás del visillo, una pantalla de televisor encendida sin nadie que la mire. Algo así me ha pasado al leer las cartas que Carmen Laforet y Emilio Sanz de Soto se escribieron durante décadas (Correspondencia inédita 1958-1987, Renacimiento, 2023), tenía la impresión de ser una voyerista, porque hay algo muy personal, casi secreto, en estas cartas. Laforet y Soto se conocieron en Tánger, pasearon, leyeron, comieron y bebieron juntos, se fueron de sarao literario, pero, sobre todo, hablaron y conectaron de esa manera que ocurre pocas veces en la vida. Lo suyo fue un amor de amigos, o una “amistad amorosa” como la define José Teruel en su magnífica introducción.
En una de sus primeras cartas, Carmen Laforet escribe: “Emilio, me avergüenza ser escritora. Comprendo que soy una escritora mediana, ni mala ni buena. Esto no me importa mucho. Yo doy de mí todo lo que puedo. Pero ser juzgada por tantos seres mediocres, insolentes, peores escritores que yo, con desparpajo enorme y con profundo desprecio es algo verdaderamente irritante. Gracias a Dios que vine de Tánger con gran reserva de paciencia, serenidad y optimismo. Voy a ver si me sirven para hacerme un plan de trabajo y escribir. Ahora que si a mí me tocase la lotería... qué felicidad no escribir ni una palabra más…”. La carta es de mayo de 1959, por entonces, Laforet ya había publicado Nada, La isla y los demonios, La mujer nueva y muchos cuentos y artículos. Y había tenido cinco hijos. Resulta doloroso leerla así. No sorprende su decepción con el mundo literario que tanto la atormentó porque ya se vio en la correspondencia con Ramón J. Sender, ni tampoco su inseguridad, ese síndrome de la impostora perpetuo que mostró tan bien en las cartas a Elena Fortún. Pero aquí hay algo más, algo profundo, oscuro. Hay un agotamiento y un cansancio por no poder asumir en su conjunto todo lo que implica la escritura y la vida. Y la entiendo, cómo la entiendo. Esa Laforet que escribe a su amigo con las carnes abiertas, con pasión y vehemencia, con ilusión por la vida, sí, pero también con hartazgo por todo lo que se esperaba de ella, sobre todo, por lo que ella esperaba de sí misma –por eso escribía y rompía las cuartillas una y otra vez, porque nunca estaba contenta hasta que un día ya no escribió más–. Es una lucha que tuvo que vivir muy sola, con las expectativas tan altísimas, por los cielos, con el juicio tan devastador de esos críticos masculinos y misóginos, con los cuidados de una casa con cinco hijos, cinco hijos que tanto necesitarían de ella.
Hay un agotamiento por no poder asumir en su conjunto todo lo que implica la escritura y la vida
Me van a permitir que me centre en Carmen Laforet porque he vivido y crecido acompañada por sus novelas desde que descubrí a Andrea en la adolescencia. Y también porque la edad que tenía ella cuando conoció a Emilio y se hicieron amigos era la que tengo yo ahora. ¿Se pueden hacer amigos a los 37 años, amigos para toda la vida, amigos a los que entregarte en espíritu y en cuerpo y con los que vivir cosas nuevas? Su querido Emilio fue no solo un maravilloso interlocutor, culto, inteligentísimo, curioso y sensible, sino también un aliento constante, la conocía bien: “Cuanto más insecto y vegetal seas, tanto mejor. Tu autenticidad la llevas, como los caracoles, dentro de tu concha. Basta con que salgas al sol y te deslices por una ‘hojita’...”, le escribe en junio de 1961 desde Tánger. Había entre ellos amor y necesidad de contarse, de armar un diálogo que abarcara la vida entera, una época de España, y compartir soledades.
Hay algo que me ha emocionado leer especialmente, una idea que se le ocurre a Laforet para “ganarse la vida”: “Hacer en Madrid un club femenino del tipo de los ingleses mezclado con algo de lo que fue la Residencia de Estudiantes”. Un club femenino, en principio, con socias curiosas, un club que fuera “una casa” donde charlar, tomar el té, comer, intergeneracional, desde jóvenes hasta nonagenarias, de ciudad y de provincia… “Pero Emilio me vas a creer más loca que una cabra. Hablo de esto porque se me ocurre… Hay tanta gente sola, Madrid es tan enorme y tan inhóspito, las cafeterías son tan ruidosas y espantosas, en las casas es tan caro y difícil reunir amigos, que tener un lugar donde uno pueda ir a leer estar tomar una taza de té hablar con otra gente si quiere y decirles a los amigos que estará allí que vayan si les va bien y cambiar ideas –algo como las antiguas tertulias de café pero un poco distinto– yo creo que no sería ninguna tontería... La tontería es hacerte leer esto”. Y Emilio la llamó por teléfono para celebrar la idea, ¿qué otra cosa podría hacer un buen amigo que entusiasmarse con ella?
En estos tiempos de desconfianza y resquemor, conviene refugiarse en libros que le den a una cierto alivio y consuelo, libros honestos y sensibles como estas cartas. Superado el pudor de asomarse a la ventana ajena, una puede concentrarse en lo que ve y disfrutar de esas otras vidas tan distintas y parecidas a la de una. No podía evitar acordarme de Carmen Martín Gaite mientras leía a Laforet y Soto, esa idea suya de la necesidad del espejo y de la interlocución, compartir con el otro lo que se lee, lo que se piensa –ese río que discurre montaña abajo– y lo que se es, con el fin de que el otro nos impulse y acompañe en el proceso creativo y en la vida.
Leer las cartas que otros escribieron tiene algo de íntimo. Es como cuando vuelves a casa al anochecer y las lucecitas se van encendiendo en las ventanas de las casas y te paras un momento, asomada en una esquina o, quizá, apoyada en una farola a mirar adentro: un cuerpo en la sombra, un rostro borroso detrás del...
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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