TIRANDO DEL HILO, XI
Severina, Andrea y otras muchachas deseantes
Supone una pequeña revolución encontrarse con personajes que beben de su herencia pero que se colocan ante el mundo con mucha más libertad y menos prejuicios
Carmen G. de la Cueva 24/03/2023
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Hay una novela que no consigo sacarme de la cabeza. La tengo en el escritorio como un objeto más entre los que pueblan mi mesa –el jarroncito con margaritas, el diario, la agenda, la lamparita, el lapicero, un buen puñado de conchas marinas– y pienso dejarla ahí. A simple vista, es un libro cualquiera, un libro sin fotografía ni ilustración en la portada porque es una edición no venal, anodina y manoseada, con la cubierta gris levantada y orejitas de burro en decenas de páginas. Estoy fascinada, enamorada, obsesionada con esta novela, con Severina, su protagonista. Se me ha metido tan adentro que parece que ahora veo el mundo a través de sus ojos escondidos tras unas inmensas gafas de sol. Severina nació cuarenta años antes que yo, pero hemos compartido mundo. Diría que está viva todavía y puede vérsela por las calles de Barcelona paseando distraída o sentada en un banco de la calle con la mirada perdida y la cabeza lejos, muy lejos de allí, surcando las olas de su agitado mundo interior. La novela la ha escrito Inma Monsó y se llama La maestra y la Bestia (Anagrama, 2023). Mi obsesión está totalmente justificada porque en este libro están todas las cosas que me gustan: una muchacha que desea y que no sabe dónde colocar su deseo, un pueblo con sus caminos y sus montañas, mucha soledad y, por tanto, mucho tiempo para leer y para buscarse a una misma, relatos de la guerra y de la posguerra, una madre que inspira y un hombre con el que no pasa nada, pero que prende la mecha, un entorno asfixiante.
Creo que es un libro que le hubiera encantado leer a Carmen Martín Gaite. Lo pienso y lo hablo con ella en mi mente porque yo, a veces, hago eso de dirigirme a las escritoras que he leído mucho como si fueran mis amigas y mantengo conversaciones imaginarias con ellas. Le he contado cosas de Severina y entre las dos hemos llegado a la conclusión de que podría formar parte, sin duda alguna, de la genealogía de las chicas raras, bien cerquita de la Andrea de Carmen Laforet. Porque como Andrea, Severina es una chica rara, infrecuente. Una muchacha que desea es una muchacha que cuestiona la norma. Severina, nacida en 1942 y criada con la Sección Femenina haciendo de las suyas, podría haber sido cualquier cosa, una mujer de su casa, una beata, una mujer que vive hacia adentro y que nunca, nunca hace lo que quiere hacer, pero la madre de Severina la empujó a ser lo que ella quisiera, astronauta, espía, escritora y ella quiso ser maestra. Una maestra que lee mucho, no, que lo lee todo y que fuma en la soledad de su casa y que se masturba sin culpa.
Cuenta Martín Gaite en Desde la ventana (1987), su ensayo sobre literatura española femenina que ella escribió inspirada a su vez por el Cuarto propio de Virginia Woolf, que el escepticismo de Andrea –que es también el de Severina– y las peculiaridades insólitas de su comportamiento la convierten en una audaz pionera de las corrientes existencialistas. Lo que hizo Laforet con Andrea a principios de los años cuarenta –poco después de que Severina naciera en la ficción– fue ofrecer a las lectoras españolas un nuevo modelo de mujer: mujeres que “se atreverán a desafinar, a instalarse en la marginación y a pensar desde ella”. Pensar desde la marginación, instalarse en los márgenes y desafinar. ¿Cómo no van a interesarnos a las chicas raras, a las pobres solitarias, a las madres separadas escritoras deseantes de hoy, a todas las mujeres que desafinamos porque no encajamos en el molde una novela que tiene a una protagonista que se sitúa precisamente al borde?
A finales de 1952, el día que Severina cumplió diez años, su madre le regaló un cuaderno que había hecho ella misma con la tela a rayas azules y blancas de las batas que llevaban en casa para hacer las labores domésticas. Una tela inofensiva, igual de anodina que la cubierta de La maestra y la Bestia, con un inocente candadito dispuesto a abrirse con solo mirarlo. Su madre se lo puso en las manos y le dijo: “Es un diario. Aquí podrás ponerte en contacto contigo misma”. ¡Qué bomba! Un cuaderno donde hablarse una, donde explayarse y dar rienda suelta al runrún de los pensamientos. Severina se quedó perpleja ante el gesto de su madre. No sabía qué hacer con aquello. “Digo que aquí podrás volcar toda tu intimidad. Me refiero a que podrás expresar tus propios pensamientos. Así nunca te sentirás sola”, le dijo como queriendo empujarla al abismo mismo, lanzarla por sus bordes, ofrecerle una ramita a la que agarrarse para no despeñarse del todo. Y Severina, con todo el candor de sus diez años, con la parálisis que provoca asomarse al vacío, le contestó: “No tengo pensamientos propios”. A Severina no le hacía falta el papel porque “se estaba volviendo tan autosuficiente que la intimidad se le escribía sola bajo la propia piel cuando se acostaba y cada noche sentía una pluma que la recorría por dentro de punta a punta”. Su madre lo había hecho bien, tan bien: leerle a todas horas en voz alta y lanzarle libros a la cara y a las manos como pequeños frutos prohibidos. Y así leía ella, con todo el exceso: “El leer de Severina era vicioso: contrario a la moral de la época y de una intensidad febril que la volvía ciega a estímulos edificantes. También era pernicioso. De hecho, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que al leer perdía el mundo de vista”.
A veces hago eso de dirigirme a las escritoras que he leído mucho como si fueran mis amigas y mantengo conversaciones imaginarias con ellas
Qué ágil y hermosa es la prosa de Monsó que te va llevando adonde quiere, de una explanada a un pueblo de los Pirineos, de un cine de la Barcelona de posguerra a la guerra misma, de la soledad elegida a la soledad fraguada por un entorno opresivo y dogmático. A Severina se le muere primero su madre de tuberculosis mientras lee La montaña mágica de Thomas Mann y se cree una paciente más del sanatorio y después se le muere el padre en la carretera. Y se queda sola en la casa de la explanada, con su título de maestra dispuesta a lanzarse a la calle y al mundo, a buscar una casa propia, un pueblo propio, gentes y nieve, mucha nieve. Vuelvo a Gaite y a su ensayo cuando habla de la tentación que supone la calle para las chicas raras no como la búsqueda de una aventura apasionante, sino como espacio liberador y de cobijo. “Quieren largarse a la calle, simplemente, para respirar, para tomar distancia con lo de dentro mirándolo desde fuera, en una palabra, para dar un quiebro a su punto de vista y ampliarlo”. Eso quiere Severina, desde luego, eso quería Andrea cuando llegó a la calle Aribau aunque luego todo se diera la vuelta y las expectativas estallaran como un huevo que se rompe contra el suelo. Severina es una mujer que ama la soledad, estar con ella misma, tanto la amaba que su entrega era absoluta: “Tan absorta en cada cosa que hacía, tan extasiada, tan cautiva, que se preguntaba si las actividades que tanto disfrutaba podían ser consideradas ‘vicios’. De lo que ella llamaba ‘los básicos de la época’: fumar, beber, jugar y follar, solo practicaba el primero, con una dedicación exhaustiva y enfermiza que la llevaba a contemplar el mundo a través de una permanente neblina. El segundo lo ejercitaba con un desconocimiento de los efectos del alcohol que convertía el objetivo de emborracharse en una mera tentativa. El tercero lo desconocía, para apostar no tenía ni un céntimo y las timbas eran cosa de hombres. El cuarto vicio no estaba segura de practicarlo adecuadamente. Del mismo modo que fumaba sola y bebía sola, también follaba sola: tales actividades requerían de su mente un grado de concentración demasiado elevado como para alcanzarlo en compañía de otra persona”.
Severina llega al pueblo de Dusa y se encuentra con la Bestia. Este libro tiene capas y capas y más capas y hay historias dentro de otras historias y podría tirar del hilo que nos ha lanzado Monsó durante unas cuantas miles de palabras más, pero quisiera cerrar esta crítica apasionada hablando de la Bestia, de Simeón. O de todo lo que la visión de Simeón, su cuerpo, sus gestos, su pelo desencadenan en Severina. Es novedoso este enfoque. No es esta una novela de amor, Severina no encuentra la salvación en ningún hombre, no tiene que salvarse de nada. Leía a Gaite cuando habla del catecismo de Pilar Primo de Rivera que afirmaba que “las mujeres nunca descubren nada. Les falta, desde luego, el talento creador reservado por Dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer nada más que interpretar mejor o peor lo que los hombres han hecho” y la novela de Monsó cobra nuevos matices. Una va leyendo y espera y hasta desea secretamente que se produzca un encuentro amoroso y feroz con la Bestia, que culmine de alguna manera tanta tensión sexual, pero nunca sucede, al menos, no sucede como ocurría en las novelas de la posguerra española de Carmen de Icaza o de las hermanas Linares Becerra –lo dice Gaite que ya pensó tantas cosas mucho antes que nosotras– que, aunque había ciertos conatos de modernidad en las protagonistas femeninas de sus novelas –viajaban solas, tenían trabajos, se aventuraban a correr ciertos peligros–, “el lector estaba tranquilo desde que abría el libro hasta que lo cerraba, seguro de que ningún principio esencial de la femineidad iba a ser puesto en cuestión y de que el amor correspondido premiaría al final cualquier claroscuro de la trama, haciendo desembocar la vida azarosa y presuntamente rebelde de aquellas heroínas en el oasis de un hogar sin nubes”.
Qué ágil y hermosa es la prosa de Monsó que te va llevando adonde quiere
Como Andrea y Román, Severina y Simeón no se enamoran ni siquiera tienen claro qué sentimientos los unen. La Bestia no despierta en Severina el deseo de supeditar sin condiciones su deseo a él. Todo lo contrario: lo que despierta es un deseo salvaje y vicioso que la lleva a protagonizar una maravillosa escena masturbatoria, una fantasía de varias páginas: “Se preguntó cómo sería follar con la Bestia. Se lo preguntó de pronto, si sería lo mismo hacerlo con la Bestia que con Simeón. Si sería como una cópula con dos hombres distintos o más bien dos cópulas distintas con un mismo hombre. Se puso de nuevo las gafas de sol y notó la respiración pausada contra el suelo y el tacto del dobladillo de la falda contra la piel de la rodilla. Pensó que era muy afortunada porque, si se dormía, nadie la echaría de menos y a nadie haría sufrir. Eso la aliviaba. Pero en lugar de dormirse, se acercó a la camisa de él, aquella camisa que parecía de vagabundo porque olía a espliego y a sábana limpia, y luego se acercó un poco más, dejando solo la distancia suficiente para aumentar el deseo (…) Se tendió junto a él y bajo montones de hojas de abedul que caían como lluvia rodaron por la pendiente con un solo cuerpo, rodaron y rodaron como bestias salvajes forradas de hojarasca amarilla, y esto duró mucho y duró nada, hasta que, finalmente, ella emitió un gemido seguido de un grito que le pareció inacabable y colosal (…) apenas apagado, el alarido comenzó de nuevo: reflejado, inacabable, procedente de las paredes montañosas que lo propagaban por el valle a modo de grabadora de una manera que a ella le pareció sobrenatural, pues nunca antes había escuchado el eco de un orgasmo”.
Supone una pequeña revolución encontrarse con personajes así de frescos y profundos en la literatura contemporánea, personajes que beben de su herencia pero que se colocan ante el mundo con mucha más libertad y menos prejuicios. Después de acabar por segunda vez la novela de Monsó, me di de bruces con un ensayo interesantísimo de Phyllis Rose que se llama Vidas paralelas (Gatopardo, 2023), traducido por María Antonia de Miquel, y que cuenta las historias maritales de cinco parejas de la época victoriana. Estoy convencida de que, tanto a Gaite como a Severina, les fascinaría también este libro y lo comentaríamos juntas en la merienda. “El deseo de independencia y autonomía por parte de una mujer –dice Rose– se considera infantil, mezquino, irritantemente rebelde”. Esto sucedía en el siglo XIX y en la posguerra española, lo curioso es que siga sucediendo hoy. Una mujer que escribe sobre deseo, una mujer que desea su independencia y su autonomía sea madre o no, sigue siendo un personaje peligroso en la literatura, incómodo para los lectores. Una mujer que desea es peligrosa. El otro día le hicieron una entrevista a Rosario Villajos a propósito de su nueva novela La educación física (Seix Barral, 2023) que ha ganado el Premio Biblioteca Breve donde ella comentaba que “había que esperar a que alguien del sexo contrario llamara a tu puerta, porque dabas por hecho que los chicos sabían más, y esperar a que hicieran algo en tu cuerpo, y dependiendo de eso ya te ibas enterando un poco del tema. Es terrible que a muchas chicas el primer orgasmo nos lo robó otra persona”. La reflexión de Villajos es muy honesta y va en sintonía con Severina. A Severina nadie le robó el descubrimiento del orgasmo, por eso decía que lo que hace Monsó es una pequeña revolución. Esto no me habría llamado tanto la atención si no hubiera leído un comentario a la entrevista de Villajos de un señor anónimo que decía: “Cómo pretenden que las vean como personas si no se sobreponen a sus instintos primarios, si basan su identidad en ellos. Qué tiempos aquellos en que la intelectualidad, la profundidad y la pasión constructiva y sana eran características de la cultura”. Se parece bastante a lo que dijo John Ruskin sobre su propia esposa Effie Gray en 1850: “Suelo considerar que el ‘desasosiego’ es un rasgo poco prometedor incluso en caballos y asnos; en una mujer busco mansedumbre y delicadeza”.
Hay una novela que no consigo sacarme de la cabeza. La tengo en el escritorio como un objeto más entre los que pueblan mi mesa –el jarroncito con margaritas, el diario, la agenda, la lamparita, el lapicero, un buen puñado de conchas marinas– y pienso dejarla ahí. A simple vista, es un libro cualquiera, un libro...
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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