tragedia
En la cadena de montaje estaba Hamlet sentado, a puntito de saltar
¿Cómo puede ayudarte el príncipe de Dinamarca en tu trabajo?
Mario Amadas 24/11/2023
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Hamlet, Act IV, Scene I
Una verdad que otra verdad desvela
Guadalupe Grande
Cómo, pero cómo odian a Hamlet los que tienen poder. Le odian como odian al bufón que entre bromas y cascabeleos aéreos desafía a la élite sentada de la corte. Normal. Hamlet sabe que ellos, monarcas incuestionados, por mucho poder que tengan, son asesinos. Que debajo de sus gestos y de su palabrerío lamentable está la verdad y esa verdad es la del homicidio y la mentira. Let the birds fly, dice el propio Hamlet en el acto tercero, escena cuarta. Dejad que vuelen los pájaros.
Y con ellos digamos la verdad.
La monarquía es un fósil que ha perdido su significado. Así que nos podemos olvidar de ella. De lo que no podemos olvidarnos, al menos de momento, es del trabajo, que por suerte para la memoria de reyes y reinas difuntas sigue ejerciendo sobre el pueblo un papel represor que les haría sentir que el legado de sus imperios perdura reconvertido en las estructuras laborales contemporáneas. Son entornos tan preconfigurados y ajenos a la improvisación y la espontaneidad que cualquier palabra inesperada se ve como un desafío, como un reto que se tiene que silenciar. En una estructura de trabajo, como en una monarquía, el Hamlet de turno, la solitaria Hamlet que se acerca a la mesa del poder a pedir un aumento –o a denunciar que cobra menos que sus compañeros masculinos– será perseguida aunque tenga razón y lo que diga sea verdad.
El poder pone el foco en lo que le interesa: la reacción de Hamlet. Buscan a Hamlet por haber vengado una muerte injusta. Se rebela contra una traición y una cobardía, contra una intoxicación de poder. Y se le juzga porque su venganza es violenta y él mismo reconoce que le hablará puñales a su propia madre porque no quiere que nada de esto quede impune. Pero no perdamos la perspectiva: se juzga como equivocado un hecho que es reacción a otro hecho anterior y aún peor: lo que está mal aquí es el asesinato del rey Hamlet, no la rebelión ni la ira del príncipe. Sus profundos suspiros y sus lamentos son los del que está harto de la injusticia y la impunidad y lo que no quiere el poder es que eso se sepa porque les inculpa.
Y el poder, que tiene la capacidad de readornar los hechos para proyectar lo contrario de lo que son, se escandaliza, hipócritamente, por una minucia comparada con lo que han hecho ellos, y arma todo un escenario de opinión pública en contra del príncipe, cargándole con culpas que distraen a la gente del crimen original, teledirigiendo sus miradas a un teatro que les interesa porque les resignifica como garantes de justicia y moralidad. Pueden hacer eso. Hamlet, no. Nosotros y nosotras, en el trabajo, tampoco.
Así que tenemos que hacer nuestra la determinación de Hamlet. ¿Qué más podemos hacer?
No es que Hamlet haya sido testigo de nada pero le han informado de una injusticia y un abuso de poder –por decirlo muy suavemente– y no lo quiere dejar pasar y el precio que pagas si piensas así es la muerte o, en el caso de nuestros trabajos primermundistas, la soledad y el descrédito. En nuestros trabajos veremos la corrupción diaria y veremos también que los cargos, impunes, deciden imponer sus sonrojantes sandeces porque pueden. Y si, como Hamlet, lo ves y lo dices, conseguirás que la empresa te señale y aísle por haber descubierto una injusticia y te enviará toda su maquinaria pesada en forma de represalias y autoprotección exculpatoria. Y como Hamlet te verás en un torbellino de horror que no esperabas.
En nuestros trabajos tenemos que asumir el papel del príncipe: nos enfrentamos a una estructura de poder que nos sobrepasa
La cohorte de secuacillos del rey repuesto le hacen sentir mal a Hamlet y hasta su madre duda de su cordura porque, poderosos, han orquestado una representación de la realidad en la que su locura, aunque falsa, sea lo cierto. Pero Hamlet sigue y paga el precio de la soledad.
Pero la cosa es que sigue.
Así en nuestros trabajos tenemos que asumir el papel del príncipe: nos enfrentamos a una estructura de poder que nos sobrepasa porque hemos visto que los mecanismos del pensamiento racional no sirven si el poder tiene otros intereses. El poder, en Hamlet, sabe que Hamlet tiene razón y eso les jode. La tragedia se desencadena por hechos cronológicamente anteriores a la obra pero lo revelador es que la naturaleza intrínsecamente perversa del poder, condenando a la incomprensión a quien ha sido testigo de esa misma naturaleza, hace que nos debatamos sobre la cordura y la crueldad de Hamlet cuando en realidad lo que tendríamos que estar preguntándonos es cómo puede ser que sigan esas estructuras de poder actuando hoy en día con la misma impunidad y de la misma manera que en esta obra de teatro de fines del siglo XVI.
Todo el poder es igual a sí mismo. El poder monárquico, el poder político, el poder de los cargos y carguitos que despuntan en los organigramas, siempre piramidales, de las empresas, es siempre un poder que cambiará la realidad para fabricarse una coartada de santidad para seguir imponiendo su voluntad al resto de voluntades sojuzgadas. Y por eso siempre tienen miedo del Hamlet de turno que –fantasmas o no mediante, es decir, manifestaciones del genio o no mediante– ha sabido ver ese modus operandi y lo dice para que se sepa para mayor vergüenza de las estructuras de dominio del poder. Y por decirlo con el propio Shakespeare: “Y donde esté la ofensa, que caiga el hacha”.
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Hamlet, Act IV, Scene I
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Mario Amadas
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