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TIRANDO DEL HILO, XVI

Una mujer sola

El deseo de soledad de una madre tiene que ver con la felicidad, con la libertad y con el desarrollo individual

Carmen G. de la Cueva 2/12/2023

<p><em>Mujer joven dibujando.</em> (Pablo Picasso, 1935). </p>

Mujer joven dibujando. (Pablo Picasso, 1935). 

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Ando a vueltas con la soledad como un auténtico lugar de goce. Mi soledad es intermitente: cada dos fines de semana dispongo de un sábado. Mi hijo se va con su padre a pasar el día entero y yo me quedo sin él. Es decir, conmigo misma. Mientras escribo, la luna creciente y blanca asoma en el cielo que empieza a oscurecerse. La veo desde el escritorio, a través de la ventana. Es milagroso poder disfrutar de unas horas para escribir sola, en silencio, con la luna moviéndose como si danzara para mí en el límpido cielo de otoño. Antes, mucho antes de separarme, cuando la idea comenzaba a germinar en mi cabeza –la idea de dejar a mi pareja, de ser una madre sola–, el mero pensamiento de pasar un día entero sin mi hijo, apenas un bebé de meses por entonces, me sumía en una pena muy profunda y dolorosa. Yo he crecido viendo cómo las madres no se separan nunca de sus hijos salvo cuando van a trabajar. Yo misma he crecido bien pegada a mi madre. Era difícil imaginarme sin mi hijo, sentía que una madre sin su hijo no era una madre entera, si cabe, una madre a medias. Eso lo pensaba antes, claro, antes de separarme, como si mi hijo fuera a dejar de quererme por no estar juntos todo el tiempo. Esas cosas se me pasaban a mí por la cabeza. Esos pensamientos me hicieron esperar para separarme de mi pareja. Separarme de mi hijo aunque solo fueran unas horas, un día, separarme porque sí, aunque yo no tuviera que trabajar, me resultaba algo imposible de imaginar. No era yo ese tipo de madre. ¿Qué iba a hacer yo sin mi hijo? ¿Cómo serían esas primeras veces? Me atormentaba a mí misma. Era capaz de soportar la infelicidad con tal de no separarme de mi niño. Ahora que miro hacia atrás, sé que tenía miedo, mucho miedo, sobre todo, a estar sola. Llevaba doce años en pareja, desde los veintipocos, ¿quién era yo? ¿cómo era?

Justo ahora se cumplen dos años de mi separación. Veinticuatro meses, la edad que tenía mi hijo cuando su padre y yo dejamos de vivir juntos. Atrás han quedado algunos miedos y han venido otros nuevos, pero el de separarme de mi hijo ya no es uno de ellos. Tampoco lo es la soledad. Las primeras veces, las dos primeras horas, sentía extrañeza y desasosiego, una incomodidad que no solo era emocional sino también física. Me faltaba algo. Y justo cuando pensaba que esa sensación no se me iba a pasar, llegaba el silencio, la calma, el tiempo propio, gozoso y deseado. Nunca antes he vivido una soledad así, una soledad de madre separada. De repente, los sábados sin hijo son anhelados y señalados en mi agenda. Días para mí misma. Parece una tontería, acaso un deseo burgués y privilegiado, pero la entrega de las mujeres a cualquier otra cosa que no sean ellas mismas –los hijos, los padres, el trabajo, la casa, la carga mental, las exigencias infinitas– es absoluta. El deseo de soledad de una madre –o de cualquier persona cuyos deseos estén subordinados a los cuidados– tiene que ver con la felicidad, con la libertad y con el desarrollo individual. 

Estos días llevo conmigo en el bolsillo un pequeño librito que Periférica acaba de editar: La soledad del ser de Elizabeth Cady Stanton, traducido por Ángeles de los Santos. La pieza es un discurso que dio la escritora y sufragista en 1892, un hermoso y lúcido discurso sobre la necesidad de que las mujeres puedan acceder a la educación, sobre la libertad de poder pensar y decidir sobre la propia vida, sobre desear sin subordinar ese deseo al de los demás. Las palabras de Stanton resuenan en mí, me las repito una y otra vez, las apunto en mi diario: “La soledad de todo ser humano y la necesidad de confianza en sí mismo deben darle a cada individuo el derecho a elegir sus coyunturas”. La soledad y la responsabilidad personal de nuestra vida –poder decidir sobre una, elegir los caminos, pensar sin que nos paralice el miedo, dejar de estar subordinadas a nuestro papel de madres, hermanas, hijas, buenas profesionales– es lo único que puede garantizar nuestra libertad, la libertad de pensamiento y la de acción. “Por mucho que prefieran apoyarse en otros que las protejan y las amparen, y por mucho que los hombres deseen que cuenten con ellos para eso, las mujeres deben hacer solas el viaje de la vida”, escribe Stanton. 

La soledad, cuando se desea y se busca, no incluye el tormento ni la desventura, sino la amplitud de la mirada. Las mujeres deben hacer solas el viaje de la vida. En mis sábados en soledad, retomo el diálogo conmigo misma que en mi día a día se ve interrumpido de manera constante. El sábado no hay mochila ni merienda que preparar, apago el ordenador, quito las notificaciones del móvil y me lanzo al mundo. Unos días me subo a la bicicleta y recorro los caminos de tierra que envuelven mi pueblo o me voy por la vereda que va paralela al río. Subida en la bicicleta, me late el corazón con tanta fuerza en el pecho que me parece oír cómo me habla. Sus latidos son un código secreto. Normalmente, el corazón solo me late así cuando me da ansiedad. Cuando voy a toda velocidad con mi bicicleta y el corazón me habla sé que está todo bien. Otros días empiezo un libro en el balcón con un café, sentada al sol, y lo acabo justo cuando se encienden las farolas de la calle. Hay veces que me da por sacar esquejes y replantar macetitas y me lleno las manos de tierra y los dedos se me ponen negros y las uñas sucias y acabo el día hundida en el agua de la bañera. Algunos días me quedo escribiendo con mi kimono, es importante el kimono porque esos días no me visto, escribo sola y medio desnuda. Mientras los dedos golpean las teclas con furia, yo empujo el pudor fuera de mí con un poquito de esa furia también. Una casi nunca se siente libre y tranquila para estar desnuda en su casa. Otros sábados, me voy al cine, veo una película y paseo por la ciudad hasta que llega la hora de recoger a mi hijo y volver a casa. 

El último sábado que pasé conmigo misma, me fui al cine a ver Un amor, la adaptación que ha dirigido Isabel Coixet del libro de Sara Mesa. Me he leído la novela un par de veces. Me la leí por primera vez poco después de separarme. Recuerdo cómo me impactó el deseo de Nat, la protagonista. El deseo de abarcar una montaña entera, el cuerpo de Andreas. La violencia de ese deseo. La maternidad y una relación de pareja que, en sus últimos años, estuvo demasiado entregada a la monotonía, a la rutina y a la desesperación cotidiana, me habían hecho olvidarme de mi propio deseo. De que yo tenía deseo. No solo deseo sexual, sino deseo por la vida. Una parte de mí se murió y con ella se fueron las ganas de tantas cosas. Como si yo fuera la responsable de mi propia aniquilación. Durante años no fui más que una madre y cuando sentí el pulso en mi sexo, cuando se me removieron las tripas, lo ignoré, hice como si todo eso que mi cuerpo quería que yo viera, no fuera nada. Un leve recuerdo de mi yo prematernal. Lo que me ha permitido pensar en todo esto, en la soledad, en el deseo, en el viaje de la vida ha sido, precisamente, separarme y estar sola. 

Pasé muchos años de mi juventud temiendo a la soledad, temiendo a mi propio deseo de soledad, saliendo con gente con la que no me apetecía ver para no estar sola

Hay muchas cosas por las que Nat me incomoda y, al mismo tiempo, reconozco el valor de un personaje protagonista así, como ella, que se va sola a un pueblo, que quiere hacer las cosas a su manera, que está sometida a tantísimas violencias. Nat no se cansa, se dobla como un junco, pero no llega a romperse. Esa escena final de la película, cuando Nat se entrega a una danza, a un baile con todo el cuerpo y toda la rabia y la furia, me parece gloriosa. Salí del cine removida, me eché a la calle, ya era de noche, y recorrí el centro de Sevilla de punta a punta, chocándome con las hordas de turistas, necesitaba sacarme de encima tanta incomodidad, sacudírmela como si fueran las pulgas de Sieso, su perro. Y después de eso, me acordaba del cuerpo de Nat, de su silueta, entre el cielo y la montaña, moviéndose al ritmo de una música que solo ella podía escuchar. Me pareció liberador que todo volviera de nuevo al cuerpo, ese cuerpo al que tan poco caso le hacemos la mayoría del tiempo. Me sé de memoria un texto de Audre Lorde sobre el poder de lo erótico que me conecta irremediablemente con la soledad de Nat y con la mía: “Lo erótico es un recurso que reside en el interior de todas nosotras, asentado en un plano profundamente femenino y espiritual, y firmemente enraizado en el poder de nuestros sentimientos inexpresados y aún por reconocer. Para perpetuarse, toda opresión debe corromper o distorsionar las fuentes de poder inherentes a la cultura de los oprimidos de las que puede surgir energía para el cambio. En el caso de las mujeres, esto se ha traducido en la supresión de lo erótico como fuente de poder e información en nuestras vidas”. Lo erótico como fuente de poder, el deseo como un poder nuestro, propio, legítimo. 

Pasé muchos años de mi juventud temiendo a la soledad, temiendo a mi propio deseo de soledad, saliendo con gente con la que no me apetecía ver para no estar sola, quedándome en relaciones infelices por miedo. Ahora tengo a mi hijo, no volveré a sentir esa soledad o no, al menos, de la misma manera. Ahora sé que hay distintos tipos de soledad, qué pena que no exista en nuestro idioma una manera de nombrarlas con todos sus matices, para poder diferenciarlas, para poder hablar del profundo deseo de soledad de una madre desde el goce. En mí ese deseo, de momento, se ve colmado con esos sábados donde más que desear a los otros, me deseo a mí misma. ¿Es eso posible? Ahora soy como esa Nat que baila en la montaña, invulnerable porque se tiene a sí misma. “Existe una soledad”, escribe Stanton, “que cada uno de nosotros ha llevado siempre consigo, más inaccesible que las montañas heladas, más profunda que el mar a medianoche: la soledad del ser. Ni mirada ni mano alguna, ni de ser humano ni de ángel, ha alcanzado nuestro ser interior, al que llamamos yo”.

Ando a vueltas con la soledad como un auténtico lugar de goce. Mi soledad es intermitente: cada dos fines de semana dispongo de un sábado. Mi hijo se va con su padre a pasar el día entero y yo me quedo sin él. Es decir, conmigo misma. Mientras escribo, la luna creciente y blanca asoma en el cielo que empieza a...

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Autora >

Carmen G. de la Cueva

Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.

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