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COMO LOS GRIEGOS

El cuello

Hoy les presento un plato que es, básicamente, un cúmulo, un festival de referencias. Es, por otra parte, sencillo, barato, espectacular, y en cada uno de sus ingredientes reposa el peso de pocos, muchos, miles de años de residuos humanos

Guillem Martínez 16/12/2023

<p>Medio cuello de cordero desde su perfil bueno. / <strong>G. M. </strong></p>

Medio cuello de cordero desde su perfil bueno. / G. M. 

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-LA MAGDALENA DE PROUST SOMOS TODOS. Hola. Como los griegos. Ya saben, cocinar con las manos para lograr algo que se me escapa, pero que se logra cocinando con las manos. Se trata de una sección I+D que hoy empieza con una recapitulación: no sé en qué XXXXXXX consiste esta sección, aparte de en mi alegría al escribirla. No son recetas. No es jerarquizar la comida, sino horizontalizarla, darle el mismo trato al caviar que al bocata. Por todo ello, creo que esta sección es el único espacio libre que le quedaba. A saber: es un juego de espejos. Es entender la comida –comer, o ayunar, es nuestra actividad más antigua como especie; comer, o ayunar, es el oficio más antiguo del mundo– como un sistema de referencias, en el que cada referencia significa algo profundo, variable, estremecedor, pero mantenido en el tiempo. Sobre la importancia, en el tiempo, de comer: el otro día leí –gracias, @GuerraenlaUni– que el registro arqueológico planetario pesa 30 trillones de toneladas. ¿Cuánto debe pesar entonces el Gran –con mayúsculas– residuo humano, compuesto por todo lo comido, por milenios, por la Humanidad? Tal vez más que el planeta. Comer, por ello mismo, debería ser algo rutinario, monótono, desde hace ya miles de años. Y no lo es. Sigue siendo algo importante y/o dramático. El sustento, ni más ni menos. Y, por ello mismo, un juego de espejos, un momento, frecuente o escaso, en el que todo cambia y adquiere más significados de los calculados, como sucede tan solo en otros pocos momentos precisos de la vida –el amor, la embriaguez, el sueño–. Precisamente porque nos alimentamos de referencias, y por el hecho de que en eso consiste esta sección, hoy les presento un plato que es, básicamente, un cúmulo, un festival de referencias. Es, por otra parte, un plato sencillo, barato, espectacular, y en el que en cada uno de sus ingredientes reposa el peso de pocos, muchos, miles de años de residuos humanos y de espejos enfocándose. No se lo pierdan, que este texto será una orgía de historias entrecruzadas. Fin de la recapitulación, e inicio de la juerga. Ándale-ándale.

Los hogares no se fundan en Ikea, sino en la cabeza; es decir, en la cocina, con las manos

-LO COMIDO, NO LO SERVIDO. La receta parte de un restaurante mítico. Más concretamente es una receta que nunca se sirvió a ningún cliente en ese restaurante mítico. No era un plato a la venta, sino uno de los platos que se hacían en la cocina, cada día, para que comiera todo el personal del restaurante. Se trataba de platos baratos, divertidos, con capacidad de crear felicidad, orgullosos, funcionales, recopilados en La cocina de la familia –RBA, Barcelona, 2011–. La familia de la partícula familia del título no alude a una familia consanguínea, esa olla de grillos, sino a una familia de verdad, aquella formada por el contacto entre humanos, en este caso entre los trabajadores del restaurante El Bulli. No es, además, un libro de recetas, sino algo más bestia: un libro de menús –chorrocientas combinaciones de primero, segundo y postre–, agrupados por Ferran Adrià y Eugeni de Diego. Es un libro muy útil para fundar un hogar –los hogares no se fundan en Ikea, sino en la cabeza; es decir, en la cocina, con las manos–, o para fundar un restaurante de menús –cada receta viene con las cantidades indicadas para 2 personas, y se facilitan las proporciones correctas para llegar hasta las 75; se dice rápido–. Los menús recogen platos de todo el mundo, son cocina internacional. Se ha extraído –para no liarla, para no ser problemáticos, para ser pop, esa cultura que solo emite positividad– la cosa casquería, que, por lo visto, tiraba en aquel colectivo familiar. Los menús –importante– están pensados para costar 5€ por bigote –lo que, después del ciclo de inflación iniciado en 2020, serían unos 34.670€–. Un gran restaurante, por otra parte, es lo más parecido a una corte medieval. Es un punto en el que todo el mundo sabe lo que tiene que hacer, y donde todo el mundo recibe algo a cambio, incluso los que no cobran. En un gran restaurante mundial, y en lo que es una metáfora del mundo, hay personas que no cobran. Yo conocí a una chica que se pasó varios años sin cobrar en un gran restaurante vasco, hasta que fundó su propio restaurante con lo que había ganado: conocimiento y, supongo, paciencia zen extra-large. Un restaurante es un cúmulo de tensiones, de malos rollos, de ondas negativas y, de pronto, de la felicidad más absoluta. Mi primer recuerdo en un restaurante es a los 2 años. Fuimos a celebrar los 50 años de la boda de mis abuelitos. Lo único que recuerdo es que mi abuelito quebró unos palillos, fabricó con ellos una estrella en su plato, ya vacío, y echó unas gotas de agua en las articulaciones, rotas, pero no fragmentadas, de la estrella. Al coparse y dilatarse con el agua, la estrella se abría. Le pedí que lo repitiera miles de veces, fascinado. Llegar a viejo debe merecer la pena solo por números como el de la estrella, solo por la simetría de acceder a ser el abuelo, y ver el número de la estrella desde el otro lado, el lado del crepúsculo, tras haber experimentado el lado del amanecer.

-EL BULLICIO DE LOS CORDEROS. El plato que les presento hoy no deja de ser un primo lejano del cordero con menta inglés, lo que posibilitará que, por primera y última vez en esta sala, haga su aparición la cocina inglesa, por la que seguidamente haremos un minuto de silencio, que aprovecharé para fumarme un 9mm marlborum mientras suena el himno. Para empezar se necesita un cuello de cordero por persona. Se podría hacer con otro trozo. Pero el cuello es barato y sexy. Píllelo en el mercado, y dígale al corderólogo que parta cada cuello en dos, por la mitad. Dore los cuellos en una sartén con aceite de oliva, mientras medita sobre la importancia del cordero. Importancia del cordero: mucha, toda. Fue domesticado en el Medio Oriente y adquiere su importancia mítica ahí mismo y en el Antiguo Testamento. Es el animal que, en el último momento, sustituye al hijo de Abraham en el sacrificio. El mito de Abraham es importante, en tanto que explica el fin de los sacrificios humanos, el hecho de que los hijos de los humanos no sean, por fin, propiedad de los humanos, por lo que no pueden matarlos. Por todo ello, en todo caso, el cordero es el símbolo de nuestra independencia y chulería. No fuimos de nuestro padres, por lo que nunca seremos de nadie, sino que somos libres, ese otro dolor. Sea o no por eso, el cordero da un buen rollo fabuloso. Recuerdo, en mitad de una historia de amor, una historia que me explicó mi amada en la que aparecían cientos de corderos. Los enamorados nunca se aburren porque siempre hablan de ellos mismos, y ella, bella y desnuda, me explicó cerca de mi oído que, en la infancia, llegó a su casa un camión gigantesco cargado de cientos de corderitos pequeños para ser criados por sus padres. El camión llegó tarde, en plena noche, por lo que sus padres despertaron a todos los niños de la casa para que pudieran ver ese espectáculo, que resultó hipnótico. La historia acaba aquí. Pero me conmovió sobremanera. Me conmovió porque hablaba de ella, porque me la imaginé pequeña, somnolienta, fascinada y querida por sus padres, que no la matarían, sino que sacrificarían un cordero, inocente y diminuto, como ella. Y porque la historia hablaba también de un fenómeno extraño, que entonces no sabíamos formular: la historia que me narró parecía antigua, de otra época, pero no hacía tanto tiempo que había ocurrido, a pesar de aludir a un mundo perdido, ganadero, donde ya no quedaba nada de todo eso. Desde el siglo XIX, en fin, los mundos duran cada vez menos. Aquella chica y yo, por separado, ya habremos atravesado varios mundos imprevistos y, al poco, extinguidos. Una vez dorados y sellados los cuellos, necesitará un tarro de mostaza antigua/moutarde à l’ancienne.

-ALLONS MOUTARDE DE LA PATRIE. Llegados a este punto, deben untar los cuellos con mostaza antigua y, si lo hacen como yo, jurando en arameo, por quemarse ambas manos con los cuellos aún calientes. La mostaza antigua es, a su vez, otra referencia, otro espejo que conecta con otro espejo  Es una de las elaboraciones del tipo Dijon –hay muchas variantes/sabores en el pack mostazas de Dijon–. En todo caso, no tienen nada que ver con la mostaza de UK, dura, aguda, y que, con el tiempo, dio nombre a un gas. No tienen nada que ver con las mostazas dulces alemanas, el único argumento objetivo a favor de practicar la austeridad más radical –ante todo, con esas mostazas dulces–. La mostaza de Dijon es, por su parte, otro acceso a la mostacidad. Es todo un canon. No es una denominación de origen controlada. Es un tipo de mostaza formulada, en su día, en la Bourgogne, pero que se puede hacer en cualquier parte del mundo. Incluso, si así se desea –es solo cuestión de tiempo– en Marte. Se trata de una mostaza fuerte, razonable, dialogable, repleta de matices. Su origen es galo-romano, si bien fue reglamentada en el siglo XIV. Se fabrica con granos de mostaza negra, sal, vinagre o el zumo de uvas verdes, y punto pelota. La mostaza antigua es aquella en la que los granos no están disueltos y triturados en el todo, sino que, intactos, conservan su individualidad, sin necesidad, como nosotros, de ser sustituidos por corderos. Llegados a este punto, necesitarán un litro de agua –para dos personas/cuellos; o 16 litros para 75 personas; no se líen–, un manojo de ramas de menta, salsa de soja y salsa Worcester.

Sobre la menta: es increíble, por su olor, su sabor y el servicio que presta a la humanidad, pero no deja de ser un hierbajo

-LAS REFERENCIAS CON SABOR A MENTA. Deben picar la mitad de las hojas de menta y reservarlas. Las otras, las disponen, desprovistas de su tallo, en la bandeja para el horno donde, en este preciso instante, están los cuellos, sellados, dorados y hasta el XXXX de mostaza. Sobre la menta: es increíble, por su olor, su sabor y el servicio que presta a la humanidad, pero no deja de ser un hierbajo. En casa, por ejemplo, la menta era una suerte de plaga. Mi madre estaba obsesionada por erradicarla del patio, un patio que siempre olía a menta. Ese tipo de problemas, ahora que lo pienso, no dejan de ser una metáfora de la felicidad. Viertan encima del cordero con menta el litro de agua. Y, aquí, se comienza a gestionar el milagro, a través de los dos ingredientes que faltan. Se trata de 3 cucharadas de salsa de soja –sé poco de ella, salvo que fabricarla supone una inversión de 18 meses; es, por ello, otra mentalidad, no occidental–. Y otras 3 cucharadas de salsa Worcestershire, también conocida como Lea & Perrins, o, en mi casa, que ya no existe y ya no huele a menta, como salsa de Blanes. La historia es preciosa, creo. Se la explico en el próximo encuentro de un espejo con otro.

-WORCESTERSHIRE Y EL DESARROLLISMO. Se trata de una salsa fermentada que es, a su vez, un prodigio que nació, como los ordenadores, en un garaje del siglo XIX. Es decir, en un sótano victoriano. Todo empieza cuando sir Marcus Sandy vuelve a Worcester desde la India, con una salsa de pescado en la cabeza, que nunca jamás podría volver a probar, por lo que se propuso fabricarla a pachas con los farmacéuticos Lea y Perrins. La fabricaron, con ninguno de los ingredientes necesarios, en un barril. A nadie le sorprendió, por tanto, que fuera espantosa. Lo sorprendente fue cuando, dos años después, en 1835, bajaron a aquel sótano y volvieron a abrir el barril, madurado, y descubrieron la maravilla que habían hecho, que cuatro años después ya se exportaba a los USA. Pero mi historia de la salsa Lea & Perrins es otra y, se diría, aún más antigua. Sucede antes de 1973, el año en el que acabó casi todo lo que, aún hoy, está acabando. Yo era muy pequeño, y fuimos de vacaciones a un pueblo que se llamaba Blanes, en la mar salada. Lo recuerdo todo repleto de hippies, de bikinis y de guardias civiles. Recuerdo que, cada atardecer, íbamos a un chiringuito, donde había un cacharro que ninguno de nosotros había visto. Se trataba de un robot incomprensible, que freía patatas, y que se llamaba freidora. La manejaba un señor que venía de Andalucía, y que en realidad no era un señor, sino que, ahora lo veo con claridad, era un adolescente. El señor-niño nos hacía las patatas y las rociaba con una salsa negra, que nunca habíamos visto, y que era deliciosa. Recuerdo esa salsa con una melancolía que desaparece cada vez que vuelvo a probarla, y con otra melancolía que no puedo borrar, y que nace de lo siguiente. Lo siguiente: en aquellas ingestas los adultos hablaban con el señor-niño de la freidora. Y hablaban a través de algo que ya no existe: una absoluta igualdad. Supongo que eso era el desarrollismo. Su lado luminoso, no su lado chungo, quiero decir. Trabajadores que, gracias a sus protestas, cada vez ganaban más, en un momento en el que esa riqueza generalizada repercutía en la igualdad de todos, en cierta nivelación social. Algo nos unía con aquel obrero de la freidora, más allá del respeto y de la simpatía. Saber que no éramos diferentes. Creo que eso ya no existe. No lo sé. No volvimos a ir de vacaciones. Se introduce todo ello en el horno, durante 3 horas. A mitad de cocción, denles la vuelta. Saquen del horno. Esparzan la menta, ese hierbajo, cortada y reservada. Salseen. Coman, hablen, descubran juegos de espejos, recapitulen, recuerden que no son de nadie gracias a un cordero, experimenten la igualdad ante una salsa. No olviden la igualdad. Consérvenla, al menos en la memoria, mientras seguimos atravesando este túnel.

-LA MAGDALENA DE PROUST SOMOS TODOS. Hola. Como los griegos. Ya saben, cocinar con las manos para lograr algo que se me escapa, pero que se logra cocinando con las manos. Se trata de una sección I+D que hoy empieza con una recapitulación: no sé en qué XXXXXXX consiste esta sección,...

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Autor >

Guillem Martínez

Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).

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