TIRANDO DEL HILO, XIX
La búsqueda de interlocutoras
A los treinta y ocho años, escribo todos o casi todos los días, me escucho, propicio la soledad y, aun así, sigo buscando interlocutoras
Carmen G. de la Cueva 24/02/2024
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Hay un silencio extraño en mi casa. Es el silencio de siempre, el silencio de las mañanas, cuando mi hijo está en el colegio y su voz no inunda todas las estancias al grito de “¡Mami, ven!”. Los balcones están abiertos, no hace frío y entra una leve corriente de aire que ventila el salón y los efluvios del puchero de la vecina de abajo se mezclan con el aroma a café de media mañana que atraviesa las paredes de mi cocina. Hay silencio aquí, más allá del claxon del camión del butanero, de los canarios de la vecina de enfrente y de la cháchara de aquellos que se encuentran en la calle y se paran sin prisa bajo mi balcón. Hasta ahora este silencio no había sido una presencia tan palpable, me había pasado desapercibido, tal y como me ocurre, a veces, con los libros de las estanterías o las láminas que cuelgan de las paredes, forman parte de la casa y parte de mí y, solo si me fijo en ellas, si detengo la mirada un momento, me vuelve el asombro.
Durante tres días he tenido la casa llena de mujeres. Sus cuerpos, sus ritmos, sus olores lo han empapado todo
Durante tres días he tenido la casa llena de mujeres. Mujeres con voces y acentos distintos, unas hablaban bajito o escuchaban más que otra cosa, otras lanzaban al aire su voz como quien canta, dejando que las demás nos embelesáramos con la melodía. Sus cuerpos, sus ritmos, sus olores lo han empapado todo, los cojines, las mantas, el sofá y hasta los visillos que cuelgan de mis ventanas y que han sido una fina membrana separándonos del mundo. Y ahora que se han ido, noto la ausencia. El silencio y el vacío de las sillas en el salón, la mesa todavía puesta con los manteles de flores y los jarrones, pero sin copas ni tazas ni cuadernos ni manos sobre ella. Mi casa es como un escenario vacío después de una función. Este fin de semana he organizado un retiro de escritoras en mi piso. En esta película que me he montado, nueve mujeres se han encontrado en un pueblo, en un piso de cien metros cuadrados que parecía un jardín secreto, han dejado durante unos días a sus hijos, a sus maridos, a sus trabajos, en suspenso, y se han ocupado por una vez de ellas mismas, solo de ellas mismas. Y yo las esperaba como si fueran todas ellas un amante, con un vestido nuevo comprado para el momento del primer encuentro, con el anhelo de verme hermosa, recién duchada y bañada en leche hidratante y con algo de perfume y con la casa limpia y los jarrones llenos de flores y la comida en la mesa, con las luces medio apagadas y las velitas encendidas, como si fuera una cita. Y, en parte, lo era. Hacía años que no me ocupaba con tanto mimo de los espacios y de mí para resultar lo más deseable posible, para que la casa no fuera solo una casa sino un cuerpo vivo, una parte de mi propio cuerpo. No solo quería tenerlas aquí, sino conmigo, en mí. El clima era de excepcionalidad, como si estuviéramos destinadas a amarnos, sentía como si alguien lo estuviera narrando, una voz en off me describía abriendo la puerta y admirando sus rostros, sus pieles, fundidas en abrazos cada vez más cálidos, más cariñosos, más largos a medida que pasábamos tiempo juntas hasta la despedida, cuando los cuerpos parecían pegados todos entre sí, una amalgama de brazos y piernas, un solo cuerpo colectivo, gozoso.
En este retiro que he armado por primera vez, el espíritu de Carmen Martín Gaite ha estado muy presente
Desde que tengo memoria hay en mí dos pulsiones que conviven con cierta ambivalencia: la de soledad y la de interlocución. Amo mi soledad, no tanto la soledad de madre, la soledad de estos últimos cinco años cuando apenas he podido separarme de mi hijo y, al mismo tiempo, me he sentido terriblemente sola, sino la soledad deseada, la buscada. Este es un tema al que le he dedicado varios textos aquí y al que me gustaría dedicarle un libro entero. Una soledad donde me busco a mí, donde paso tiempo conmigo sin hacer nada o haciendo todo aquello que me gusta –escribir, leer, bordar, caminar, bailar a oscuras–, donde el tiempo pasa tan rápido que quiero que no se acabe nunca para poder seguir estando conmigo sin interrupciones, sin juicios ni miradas ajenas que rompan de golpe mi clímax. Y también algunas veces, muchísimas veces en realidad, he maldecido mi soledad, esa sensación de extrañeza con el mundo y con la gente, la dificultad para encontrar en los otros, en las otras, un atisbo de conexión, un espíritu afín con quien mantener una conversación que no se acabe nunca. Porque una escribe a solas, y escribo desde niña y no siempre estuve en paz con eso de escribir porque en mi mundo, en mi entorno, era recibido como una rareza, un deseo poco adecuado de alejarse, de esconderse y ser una misma. Y en la sociedad, no está bien visto del todo ser una misma. A los ocho, a los quince, a los veinticinco años lo pasaba mal con esto, ignoraba mi instinto, mi deseo interior rabioso y llameante de soledad, y salía de mí, practicaba una suerte de escucha intermitente conmigo misma y, a veces, dolía y, entonces, volvía a la escritura como refugio. A los treinta y ocho años, escribo todos o casi todos los días, me escucho, propicio la soledad y, aun así, sigo buscando interlocutoras.
En este retiro que he armado por primera vez, el espíritu de Carmen Martín Gaite ha estado muy presente. Sus libros estaban sobre la mesa, su busto en blanco y negro, impreso en A3, recortado y pegado sobre cartón, presidía una de mis librerías. Mi casa no es un ateneo ni una biblioteca, no hay institución a la que quiera parecerme, pero tengo mis ídolas y me gusta verlas de cerca aunque sea así, en fotografías borrosas, en blanco y negro, en cartón. Tenerlas presentes, saber que vinieron otras, muchas otras, antes que nosotras. Vuelvo a Gaite una y otra vez, y me repito, porque a mí Gaite no se me acaba nunca. Y cuando la leo, aunque ya haya leído esa novela o ese artículo o ese ensayito, encuentro algo nuevo, será porque voy cambiando, transformándome quizá y hay una Gaite para cada momento de la vida. Estos días hemos leído en voz alta un cuento suyo, uno largo, autobiográfico, un cuento importante que cierra la última edición de sus Cuentos completos: “El otoño en Poughkeepsie”. Lo leímos una a una, cada una leyó una página o una página y media, hasta dar varias vueltas al círculo, porque la lectura en voz alta es como la conversación, la hace emocionarse a una, las palabras parecieran salirse de entre las páginas y cobrar vida y cuerpo, Carmen Martín Gaite en el centro de esa mesa, con unas margaritas amarillas entre las manos, hablándonos de aquellos meses después de la muerte de su hija Marta, de cómo aprendió, de alguna forma, a vivir esa nueva soledad, tan distinta, tan incómoda a todas las soledades anteriores: “No puedo hacer otra cosa que estar aquí, donde me pilló la cornada, aguantando a pie quieto, mientras ordeno el caos poquito a poco, qué verano tan largo, qué avanzar tan penoso el de las horas arrastrándose por las habitaciones de esta casa donde nunca volverá a oírse la llavecita en la puerta ni su voz llamándome por el pasillo”. Cualquier situación, cualquier cosa se hace cercana y profunda en la boca de Gaite y, cuando digo boca, quiero decir pluma. Aunque escucharla es también una delicia. Hay por ahí unas conferencias que dio en la Fundación Juan March que me pongo en bucle para inspirarme porque es como si estuviera viva todavía. Decía Gaite en un artículo que tengo siempre a mano, que las historias ya nacen como historias al contárselas una a sí misma, antes de que se presente la necesidad, que llega después, de contársela a otra. Elige Gaite acertadamente el verbo contar en lugar de recordar o revivir porque “en nuestras evocaciones solitarias existe un primer esbozo narrativo donde se contiene ya el germen esencial y común a toda invención literaria: la facultad de escoger. No es recordar, sino seleccionar los recuerdos de una determinada manera, lo que convierte al protagonista de cualquier situación, cuya mera repetición fotográfica no le puede contentar, en narrador”.
Después de leer el cuento de Poughkeepsie, les pedí a aquellas ocho mujeres que escribieran su propio cuento, a modo de diario, de lo que había sido para ellas ese salirse de su soledad para emprender la búsqueda de interlocutoras. Allí, sentadas ante aquella gran mesa, con las volutas de luz atravesando los visillos, todas éramos atentas destinatarias de las narraciones de cada una, perfectas interlocutoras. Habíamos pasado juntas tres días, comiendo, conversando, compartiendo quiénes éramos, al menos, una parte de esa soledad escindida de madres, paseando, leyendo y escribiendo sobre otras cosas, pero el último día, pocas horas antes de despedirnos del todo, ya empezábamos a contar(nos), no a recordar ni a revivir, lo que habían sido aquellos días de retiro. No es fácil ni seguro salir a la búsqueda de una interlocutora porque no nos vale cualquiera, hace falta tiempo y sosiego, un espacio de calma y afecto, que las palabras bosquejen el vínculo necesario para que la narración propia tenga lugar y también surja la posibilidad y la necesidad de compartirla. Lo decía Gaite, que si la interlocutora adecuada no aparece en el momento adecuado, la narración no se da. Y esa historia quedará para siempre en la cueva de nuestra propia mente, dándonos vueltas. Cuando se escribe, no hay tal dificultad pues podemos inventarnos interlocutoras posibles, perfectas, capaces de atender al cuento con cuidado. Pero la que habla, la que necesita salir, de vez en cuando, de su propio cuento y compartirlo, se ve limitada por la realidad.
Estos días, aquí, en el lugar desde el que escribo, este piso que desde fuera es un piso más, en esta inmensa colmena de paredes blancas y rejas verdes carruaje, ha sido el centro de un universo –porque hay muchos universos posibles en la vida de cada una–, un lugar perfecto para que la magia se diera: narradoras al encuentro de interlocutoras. Todas hemos sido cuentistas y también niñas atentas y asombradas ante la fantasía del relato. No sé cuándo volverá a repetirse, cuándo volverán a darse las circunstancias que lo propicien. Hay algo de todo esto que no se puede explicar, por mucho que lo intente, por mucho que lo desee. El silencio parece menos silencio si me esfuerzo por recordar el timbre de sus voces, sus bocas abiertas en torno a un trozo de bizcocho o a una croqueta, sus labios al borde de la copa y sus manos moviendo con urgencia el bolígrafo, rasgando el silencio propio del diario para, un poco más tarde, contarnos un fragmento de sí mismas que no podrían haber contado nunca si no nos hubiéramos encontrado en el momento adecuado.
Hay un silencio extraño en mi casa. Es el silencio de siempre, el silencio de las mañanas, cuando mi hijo está en el colegio y su voz no inunda todas las estancias al grito de “¡Mami, ven!”. Los balcones están abiertos, no hace frío y entra una leve corriente de aire que ventila el salón y los efluvios del...
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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