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Estimado/a lector/a
Esta semana he a) escrito, he b) estado pocho y me he c) empezado a leer la última de Mendoza, que solo he interrumpido para a) escribir y, para todo lo contrario, b) estar pocho. Me gusta Mendoza más que a un tonto una tiza. Es más, ahora que lo pienso, es uno de los dos autores vivos a los que espero. El otro es, todo lo contrario a Mendoza, Coetzee. Esperar la obra de alguien que esperas es lo más. Hay decenas o docenas de autores muertos que también conozco de manera casi íntima. Pero ahí no se produce espera alguna, pues no hay nada que esperar de un muerto. Los muertos –y con ellos, obviamente, los escritores muertos– no se hacen esperar, sino que, todo lo contrario, nos esperan. Lo que no solo es diferente, sino que incluso da canguelo. Al punto que los escritores muertos, desde donde sea que esperan, nos envían mensajes en una botella, aleatorios y desde otro mundo. Los mensajes de otro mundo, por cierto, en ocasiones tienen más sentido que los emitidos desde el mundo, así, a secas. La literatura emitida por vivos, por vivos que han roto tu frente, de manera que los esperas a lo largo del grueso de tu vida, provocan una pasión inaudita, a través de entregas de libros, que son una suerte de cita, de reunión esperada en el tiempo. Una de las primeras entrevistas serias que hice fue en la juventud extrema, hace mil años, y a una autora judeo-alemana. Recuerdo que, para hablarme de su infancia –en otro mundo, definitivamente muerto; los muertos nos esperan, etc.–, me explicó que, cuando tenía 12 añitos, una mañana despertó loca de alegría porque era conocedora de que, ese mismísimo día, aparecería una anunciada novela de Thomas Mann, y que ella iría, por la tarde, a una librería con su padre, y la comprarían, y la leería en breves horas, de un tirón. Lo encontré envidiable. Encontré envidiable, fabuloso, de otro mundo, haber podido esperar a Mann, y no leerlo, como yo, mientras él ya te esperaba. Por lo demás, esta cita de la exniña alemana, es la primera confirmación que tuve en mi biografía de eso que aquí he llamado espera. La primera pista de que la espera era algo no solo placentero, sino universal y eterno. La cultura, la vida incluso –nuestra vida es, básicamente, cultura; no se dejen engañar por los cultos que hablan raruno–, es, básicamente, espera. De pequeño, por ejemplo, me pasaba toda la semana esperando algo que ya no existe: tebeos. No puedo concebir la niñez sin esa espera. Espera que, me consta, hoy siguen fabricando con ansia los niños, si bien con otros objetos o productos, que desconozco, pero con los que construyen su cultura, o su aplazamiento, esa otra opción siempre posible. En la adolescencia empezó otro tipo de espera. Espera de autores –muchos, al principio; con el tiempo se fueron reduciendo; mola reducirlos; mucho–, y de periodistas. Como lector joven de prensa, disfrutaba de esa espera semanal de diversas firmas esperadas. Que –el periodismo es así–, en ocasiones, suponía una espera que merecía la pena, y en otras, una espera frustrada. Con el tiempo, uno se convierte, a su vez, en espera. Todo el mundo, quiero decir, es eso, espera. Unos escribimos libros o artículos, que son esperados por alguien, a quien por lo común no conocemos, y con el que establecemos una suerte de encuentro, mientras que otros somos esperados por personas que conocemos, sencillamente por la dicha del encuentro, por lo que tengamos que decir de un libro, de una noticia, del mundo. O, sencillamente, por nuestro olor, por el cariño creado. Esa espera, en ambos casos, es antigua. Es más lejana que la niña de Mann. Tiene siglos de vida. Es una espera mágica, apasionante, con la que, desde hace siglos, construimos nuestra cultura. Es, además, imparable. Ningún régimen, política ni fuerza humana puede detenerla. Incluso donde se ha intentado, las personas siguen esperando palabras, que les llegan fotocopiadas, manuscritas, en redes y pantallas insospechadas. La espera es tan humana e inquebrantable que se rompe en muy pocas ocasiones. Y, si eso llega a suceder, durante muy poco tiempo. Pero ese tiempo escaso es el suficiente para que se produzcan las catástrofes. En los años veinte, en Italia, por ejemplo, tras una pandemia, la crispación, cierto nihilismo social, se hizo imperante. Con ello, el interés, la espera, fueron suspendidos, y sustituidos por la búsqueda de lo contrario a la espera. Certezas, inmediateces, confirmaciones, desprecio a la lentitud de la espera. El resto ya lo saben.
Está sucediendo algo parecido. Tras una pandemia, tras la crisis que la asentó, tras la ausencia de grandes cambios, ha desaparecido la espera. No se lee, al menos. Y la lectura, en fin, había sido el punto en el que se esperaba. Caen los índices de lectura. Cae, incluso, la lectura de prensa, ese objeto que, tan solo, es espera, una cita, diaria, semanal, con otras voces, esperadas. Como siempre que la espera muere, es sustituida por el grito del apremio, eso que no requiere espera, sino la explosión del instante. Durará poco, en todo caso y como siempre. Poco hasta la vuelta de la espera, pues la espera es el punto en el que todo nace y se produce. Y carecemos de otro.
El sentido de esta carta era, simplemente, recordarles el placer de la espera. Su densidad. Y darles las gracias por esperarnos cada día, por facilitar nuestra espera a personas que, gracias a su suscripción , nos esperan.
Gracias. Gracias por la espera.
Estimado/a lector/a
Esta semana he a) escrito, he b) estado pocho y me he c) empezado a leer la última de Mendoza, que solo he interrumpido para a) escribir y, para todo lo contrario, b) estar pocho. Me gusta Mendoza más que a un tonto una tiza. Es más, ahora que lo pienso, es uno de...
Autor >
Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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