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No sé si os pasa también, pero hay días que abro prensa, o escucho noticias, y todo es caos y destrucción. A veces es doloroso; a veces, creo que nos pasa a muchas, preferiríamos no saber. Parte de mi trabajo como periodista es estar “informada”, que no es sino alimentarme de lo que los medios seleccionan como aquello que debe saberse ese día, de lo que hay que hablar, la opinión siempre afilada. Gaza, Ucrania, genocidios, guerra, pero también el planeta que se calienta y una dimensión de los problemas que parece muy lejos de cualquier capacidad de intervención. Somos pequeños, ¿cómo enfrentarnos al monstruo? “La combinación de miedo, represión e impotencia configura un estado anímico y mental en el que vemos más lo que hemos perdido que lo que podríamos hacer, pensar o vivir”, decía la filósofa Marina Garcés en una entrevista. La consecuencia de todo ello, lo hemos comentado en otras cartas, es que cada vez se lee menos, pero también esta sensación de basta de impotencia. La impotencia es un afecto conservador.
Para un medio es complejo moverse entre esa maraña: la actualidad posiciona unos temas y no otros pero, en principio, está constituida por las cosas que parecen interesar a los que todavía se interesan por las noticias. Pero también, la polémica. Si hay reacciones en contra, si hay pasiones tristes involucradas capaces de mover a la respuesta enfurecida o indignada, el texto tiene más posibilidades de circular por redes y moverse. Paradojas 2.0: cuanto más te insulten en redes, más presencia tendrás en ellas y más cuenta tu opinión. Las extremas derechas han aprendido a nadar esos ríos tristes como verdaderas maestras porque esos afectos son afines a su propuesta de mundo.
Esta constante lluvia de pesimismo ha empapado hasta el último resquicio de nuestra capacidad para imaginar el futuro. Lo que hay disponible hoy más bien son las retrotopías traídas por los posfascistas. Zygmunt Bauman habla de cómo éstas encapsulan la nostalgia por un pasado idealizado como respuesta a todas esas ansiedades e incertidumbres sobre el futuro en momentos en los que la imaginación colectiva está suspendida. A diferencia de las utopías clásicas, que proyectan ideales y aspiraciones hacia un futuro más amable, más justo, las retrotopías miran hacia el pasado, pero es un pasado inexistente, uno imaginado que parece albergar todas las respuestas. Esta incapacidad para imaginar un futuro mejor conduce a un escapismo hacia atrás que evita tener que enfrentar un futuro lleno de angustia.
Nuestras producciones culturales están repletas de esa angustia, de historias de desastres inminentes y sociedades desmoronándose bajo el peso de sus propias contradicciones. Nuestras pantallas se han convertido en ventanas hacia mundos distópicos que reflejan nuestras peores pesadillas. Películas y series, con su desfile de zombis, inundaciones, enfermedades y otros cataclismos, no son meras obras de ficción; son espejos distorsionados que proyectan las sombras de nuestra ansiedad colectiva hacia el futuro. Estas narrativas, lejos de constituir un escape, se han enredado en el tejido de nuestra percepción, proyectando una visión del mañana sin esperanza. Nos vemos inmersos en tramas que hacen eco de nuestros miedos más profundos.
La saturación de estas narrativas en nuestro día a día no es un mero reflejo pasivo de nuestra realidad sino un molde activo que da forma a nuestro futuro. Si los desafíos son tan irresolubles o están tan lejos de nuestra capacidad de acción, la respuesta es continuar sin ver y sin saber, y agotar la vida en un sentido crematístico, aceleracionista. Si el mundo muere y toda posibilidad del mañana con él, solo podemos desentendernos de lo colectivo y agotar las posibilidades de la existencia a partir de los deseos disponibles: consumir más, viajar más, agotarnos y agotar el mundo cada vez más rápido porque el tiempo está contado. Tic tac.
“Claro que hay unas condiciones materiales que ponen límites a lo posible a imaginar, pero precisamente percibir que ya están cerrados ha sido una de las victorias ideológicas de esta contrarrevolución del presente. Por eso la industria cultural se dedica a producir distopías a paletadas, estamos consumiendo apocalipsis cada día, precisamente como una forma de aceptar que ya está. Y que ya está significa que aproveches el tiempo que queda, es una lógica de muerte”, continúa Garcés.
Esa lógica de muerte se entiende también como competencia por los recursos escasos. El cada uno remando por sí mismo en un mundo al borde del colapso se ha convertido en la trama predilecta de la ficción y de las extremas derechas –los que sobran, los que nos quitan lo nuestro…–. Estas narrativas nos enseñan que la supervivencia del más fuerte es la única ley en un futuro condenado al fracaso. Sin embargo, en el corazón de estas tramas apocalípticas yace un deseo no expresado: la búsqueda de un sentido de pertenencia y solidaridad en tiempos de crisis, los destellos de humanidad y cooperación que emergen entre las ruinas.
De entre esas ruinas del mundo hemos de ser capaces de recuperar la política, nuestra única posibilidad: el actuar colectivamente sobre las condiciones de existencia afirmando que estas pueden ser cambiadas, que el destino no está definitivamente escrito. Para reactivar esas posibilidades, dice Garcés, hay que entrar de lleno en la guerra cultural y en el combate ideológico “contra este dogma apocalíptico que nos hace percibir nuestro presente como el presente de un mundo terminado. En estos momentos, el pensamiento crítico debe servir para desmontar esto”. Para ello, es crucial reconocer el poder de las historias que elegimos contar, pero también desde dónde lo hacemos, porque no es únicamente importante el contenido del mensaje sino a partir de qué relaciones sociales se despliega: si son estas más o menos justas, sobre qué grupos de poder se asienta el medio y cuales son sus dependencias o alianzas.
Gracias, por tanto, por acompañarnos en esta aventura de imaginar otros futuros y comprometernos en la lucha por hacerlos posibles desde este humilde medio independiente.
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Autora >
Nuria Alabao
Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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