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¿Qué es la familia? La idea de que la familia es el lugar exclusivo en el que la gente está a salvo, el lugar de donde viene la gente, donde se fabrica la gente y el lugar al que se pertenece está tan arraigada que ya ni siquiera parece una idea. Pues vamos a desmenuzarla.
La familia es el motivo por el que se supone que queremos ir a trabajar, el motivo por el que tenemos que ir a trabajar y el motivo por el que podemos ir a trabajar. Es, en su esencia, el nombre que le damos al hecho de que, en nuestra sociedad, los cuidados estén privatizados. Y como nos parece un sinónimo de cuidados, la «familia» es la razón de ser por excelencia de cualquier persona con unas ideas cívicas: un credo en apariencia no individualista y un principio desinteresado al que una se apunta voluntariamente y sin pensarlo. ¿Qué alternativa podría haber? Muchas entendemos como una descripción de la «naturaleza humana» el supuesto económico de que detrás de cada «persona que se gana el pan» hay alguien privado (o algunas personas privadas) por quien merece la pena ser explotada; en concreto alguna suerte de esposa —es decir, una persona que seguramente también se gana el pan— que «libremente» hace bocadillos con el pan que tanto cuesta ganar (o que contrata a alguien para que los haga), aspirando las migas y congelando las sobras, para que mañana se pueda ganar más pan:
Sin la familia, ¿quién o qué se ocuparía de las vidas de las personas que no trabajan, incluidas las personas enfermas, las jóvenes y las mayores? Pero esta no es una buena pregunta. No dudamos en afirmar que los animales no humanos están mejor fuera de los zoos, incluso si la alternativa de que vivan en sus hábitats es cada vez más improbable y, además, se han acostumbrado al trato abusivo de los zoológicos. De forma similar, la transición fuera de la familia es complicada, sí, pero la familia no está haciendo un buen trabajo de cuidados y nos merecemos algo mejor. La familia se interpone en el camino hacia las alternativas.
A pesar de las alusiones al mundo infernal de absoluto agotamiento en el que viven los progenitores, sus circunstancias se sentimentalizan
En parte, la vertiginosa pregunta de «¿cuál es la alternativa?» surge porque, en teoría, la trabajadora (y su trabajo) no es lo único a lo que la familia da a luz cada día. La familia también es la afirmación legal de que un bebé, un humano neonato, es la creación de la díada romántica familiar; y de que este acto de autoría genera a su vez, para las autoras, derechos de propiedad sobre «su» progenie —paternidad—, pero también una responsabilidad casi exclusiva sobre la vida de la niña. La dependencia casi total que tiene la persona joven de esas guardianas no se retrata como la dura lotería que evidentemente es, sino como algo «natural», que no necesita un alivio social y que además es bonito para todas las personas implicadas. Las infancias, según se plantea, se benefician de tener solo uno o dos progenitores y, en el mejor de los casos, alguna otra persona cuidadora «secundaria». Se supone que del romance de esta intensidad aislada, los progenitores no obtienen nada más que felicidad. A pesar de las constantes alusiones al mundo infernal de absoluto agotamiento en el que viven los progenitores, sus circunstancias se sentimentalizan hasta la enésima potencia: es un tabú manifiesto arrepentirse de la paternidad. En muy pocas ocasiones identificamos la paternidad como una distribución del trabajo absurdamente injusta y un reparto despótico de la responsabilidad y del poder sobre la persona más joven. Una distribución que podría cambiarse.
Como un microcosmos del Estado nación, la familia incuba el chauvinismo y la competencia. Como una industria con mil millones de sucursales, fabrica «individuos» con una identidad cultural, étnica y de género binario; una clase y una conciencia racial. Como una fuente de energía inagotable, realiza trabajo gratuito para el mercado. Anne McClintock escribe en Imperial Leather que para el imperialismo la familia funcionó como un «elemento orgánico del progreso histórico», como una imagen de la jerarquía dentro de la unidad que se convirtió en algo «indispensable para legitimar la exclusión y la jerarquía» en general1. Por todos estos motivos, la familia funciona como la unidad básica del capitalismo; en palabras de Mario Mieli: «la célula del tejido social»2. Como ya he dicho en algún otro sitio, puede que resulte más fácil imaginar el fin del capitalismo que el fin de la familia; pero los experimentos utópicos de cada día sí generan hilos sueltos de un tejido social completamente distinto: las microculturas; que podrían ampliarse si el movimiento por una sociedad sin clases se tomara en serio la premisa de que los hogares se pueden formar libremente y pueden organizarse de forma democrática. La idea de que nadie debería verse privado de alimento, alojamiento o cuidados por no trabajar.
La familia es un método para organizar, por poco dinero, la reproducción de la fuerza de trabajo de la nación y garantizar el pago de las deudas
Los valores familiares son la economía burguesa a pequeña escala. Como demuestra Melinda Cooper, bajo el signo de la familia, a partir de finales de la década de 1970, el neoliberalismo y el neoconservadurismo reinventaron la asistencia social con los principios de las «leyes de pobres» isabelinas: responsabilizando a los familiares, en lugar de a la sociedad, de las personas pobres. Incluso en la legislación original de hace cuatrocientos años, conceptos como «libertad de mercado», «individuo liberal» o la deuda se erigieron poco a poco sobre los pedestales de las obligaciones del parentesco y de los lazos familiares. En resumen, sin familia, no había Estado burgués. La función de la familia es sustituir la asistencia social y ofrecer garantías a las acreedoras. Haciéndose pasar por una elección, creación y deseo de los individuos, la familia es un método para organizar, por poco dinero, la reproducción de la fuerza de trabajo de la nación y garantizar el pago de las deudas.
Pero un momento, ¡la familia está en peligro!, o eso dicen. La juventud de hoy en día no procrea, no cuida de sus padres, vive en casa, no llama a casa, no aspira a tener una vivienda en propiedad, no se casa, no pone la familia por delante y no funda familias. ¿Sabes qué? La familia nunca ha estado en riesgo crítico. Como plantea Cooper en la frase con la que abre Los valores de la familia. Entre el neoliberalismo y el nuevo social-conservadurismo: «La historia de la familia es la de una crisis perpetua»3. El colapso inminente es parte integral del trato, aunque si miras a tu alrededor te darás cuenta rápidamente de que los informes que anuncian la muerte de la familia se han exagerado mucho. Atacar a la familia resulta más impensable que nunca en la política liberal demócrata. En todo el espectro de los partidos políticos, no encontramos ninguna propuesta para destronar a la familia, acelerar su desaparición o ni siquiera para descentrarla de la política.
Los «valores familiares» y la Política —con «P» mayúscula— han sido sinónimos durante mucho tiempo. Cuando Margaret Thatcher, la «ladrona de leche» de los años ochenta dijo: «La sociedad no existe, existen hombres y mujeres individuales y existen las familias», su intención no era (por desgracia) ganar una discusión contra los enemigos antifamilia, sino hacer explícita la realidad capitalista de una manera triunfal. Con estas declaraciones, Thatcher dice que lo «social» no es solo antirrentabilidad, sino también antifamilia. La familia —es decir, la tienda familiar o el capital semilla— es la gran institución antisocial. De hecho, en un paisaje arrasado por las políticas antisolidaridad de Thatcher, realmente podría parecer que solo hubiera familias o razas (macrofamilias) enfrentadas entre sí, o que en el mejor de los casos compiten unas con otras4. Impuestos, ventajas, testamentos, escrituras, planes de estudios, juzgados y pensiones están en funcionamiento en todas partes, funcionan como tecnologías de la familia. Incluso en el plano arquitectónico, la forastera que visite estas tierras encontrará infinidad de puertas de entrada, cada una claramente vinculada a una hipoteca y con un cartel colgado (real o implícito) de «Privado»; cada una alberga su microcolección de consumidoras-empresarias individuales que se autogestionan. Mientras tanto, la mayoría de los espacios públicos o comunes no solo están dedicados al ocio comercial, sino que están diseñados para acoger expresamente a la forma-pareja o a la prole nuclear.
Y aun así, a pesar de que la familia como forma de gobierno es un hecho económico brutal, la familia como experiencia vivida, en cierta medida, sigue siendo algo ficticio. En realidad no hay tantos seres humanos que vivan en una de ellas; y / pero eso no importa. Somos millones las que convivimos en formas ad hoc, raras, creativas, temporales, forzadas o parcialmente comunalizadas; y muchos más millones y millones de personas quienes viven completamente solas. Aun así, no supone ninguna diferencia, porque a la vez que parece elegida y opcional, la familia consigna a quienes quedan fuera de su marco a la ilegibilidad social. Nos seduce a todas o al menos nos disciplina. No podemos escapar de ella, incluso cuando la rechazamos a título individual. E incluso cuando la rechazamos, nos preocupa que su tan cacareada desintegración presagie algo peor.
Todo el mundo pierde. Salvo en la acumulación de capital, la promesa de la familia dista catastróficamente de lo que prometía en todos sus propósitos. A menudo, no es «culpa» de nadie per se: simplemente se pide demasiado, o demasiado poco. Por otro lado, la familia es donde suceden la mayoría de las violaciones del planeta, también la mayoría de los asesinatos. Nadie tiene más posibilidades de robarte, acosarte, chantajearte, manipularte, pegarte o tocarte sin tu consentimiento que tu familia. Sería lógico que anunciar la intención de «tratarte como alguien de la familia» (como hacen tantas aerolíneas, restaurantes, bancos, tiendas y lugares de trabajo) se considerara como una horrible amenaza. En cambio, ser metafóricamente «de la familia» a ojos de alguien, hace pensar que una dispone de algo bastante... poco familiar. A saber: aprobación, solidaridad, una promesa de ayudar, acoger y cuidar.
La familia consigna a quienes quedan fuera de su marco a la ilegibilidad social
Por supuesto, la red administrativa de la familia organiza de dónde proceden ciertas formas de ayuda (a las que está obligada por ley), pero eso no tiene nada que ver con la solidaridad. La familia —basada en la privatización de lo que debería ser común, y en conceptos de propiedad de la pareja, la sangre, los genes y las semillas— es una institución estatal, no un organismo popular. Es al mismo tiempo una aspiración normativa y el último recurso: un chantaje que se hace pasar por destino, un contrato de mierda que pretende ser una necesidad biológica. Pensemos cómo (en la televisión o en tu propia vida) los recordatorios de los lazos y las obligaciones familiares suelen ser crueles movimientos represivos. Pensemos cómo, en las películas de la mafia, la lealtad y el amor por «la familia» se imponen entre sus miembros mediante castigos peores que la muerte; y no nos parece nada más que una exageración morbosa de la lógica civilizada general de la familia. Pensemos en la familia real británica y en las mortíferas lógicas de eugenesia, falta de amor y culto a la propiedad que rigen sus asuntos internos; todo ello mientras se erige como prototipo de familia por todo el mundo y desde 2016 se exotiza (aunque se critique) para un público internacional con la serie de Netflix, The Crown. Pensemos en el honor, los asesinatos, los feminicidios y las muertes de menores, como el caso del inglés Arthur Labinjo-Hughes de seis años, cuyos asesinos [su padre y su madrastra], en palabras de Richard Seymour, «creían que eran sus víctimas»5.
Teniendo en cuenta todo esto, ¿cómo puede ser que la familia siga siendo el estándar para cualquier posibilidad relacional? No lo sé: a lo mejor porque, citando a Seymour de nuevo, la familia «puede ser, aunque no lo sea necesariamente, el corazón de un mundo sin corazón»6. Sospecho que la religión de la familia gira en torno a esa codiciada esperanza de que la familiar sea esto. Nos aferramos a una posibilidad de pertenencia, confianza, reconocimiento y realización garantizadas. El sueño de la familia es nuestro sueño de un refugio; todo lo contrario al hambre o a las camisas de fuerza. En el registro idiomático, se supone que decir que alguien es «como de la familia» expresa en los términos más fuertes posibles: «Te reivindico, te quiero. Considero que nuestros destinos están unidos». ¡No tenemos metáfora más fuerte!, ¿pero por qué usamos una metáfora como esta?
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Abolir la Familia: un manifiesto por los cuidados y la liberación. Traficantes de Sueños, 2023.
Notas:
- Anne McClintock, Imperial Leather, Nueva York, Routledge, 1995, p. 45. Véase también, Patricia Hill Collins, «It’s All in the Family: Intersections of Gender, Race and Nation», Hypatia, vol. 13, núm. 3, pp. 62-82, 1998. Collins lleva la idea de McClintock al contexto estadounidense: «Se espera que las familias socialicen a sus miembros en un conjunto de “valores familiares” apropiados que refuercen la jerarquía dentro de la supuesta unidad de intereses que simboliza la familia y al mismo tiempo sienten las bases para muchas jerarquías sociales» (p. 64)
- Mario Mieli, Towards a Gay Communism, traducido al inglés por Evan Calder Williams, Londres, Pluto, 2018, p. 5. [ed. cast.: Elementos de crítica homosexual, Madrid, Traficantes de Sueños / Verso, 2024].
- Melinda Cooper, Family Values: Between Neoliberalism and the New Social Conservatism, Nueva York, Zone Books, 2017, p. 1 [ed. cast.: Los valores de la familia. Entre el neoliberalismo y el nuevo social-conservadurismo, trad. por Elena Fdez-Renau Chozas, Traficantes de Sueños, Madrid, 2022].
- A este respecto, Andreas Chatzidakis, Jamie Hakim, Jo Littler, Catherine Rottenberg y Lynne Segal apuntan que «la insistencia neoliberal de solo hacerse cargo de uno mismo y de tus familiares más cercanos también conduce a una forma paranoide de “cuidar de uno mismo“ que se ha convertido en una de las plataformas de lanzamiento del reciente auge del populismo de extrema derecha por todo el mundo». The Care Collective, The Care Manifesto: The Politics of Interdependence, Londres, Verso, 2020 [ed. cast.: El manifiesto de los cuidados. La política de la interdependencia, trad. por Javier Sáez del Álamo, Bellaterra, Barcelona, 2021].
- Seymour señala que, aunque Arthur hubiera podido hablar a una trabajadora social por sus propios medios, las instituciones que le habrían ayudado «tienden a ser deferentes con los padres. Su sesgo se inclina por mantener las familias unidas. El planteamiento predeterminado es que, para acceder a casi todos los recursos materiales, amor y cuidados, los menores deben depender de lo que puedan proporcionarles, como máximo, dos progenitores según sus propias experiencias familiares, su formación y la remuneración que obtengan del mercado laboral. Esas son las normas. Así es como se transmite la clase. Y no es ni mucho menos una situación óptima para la seguridad de la infancia». Richard Seymour, «Naming Your Laws After Dead Children», Patreon, 10 de diciembre de 2021, patreon.com.
- Sobre la abolición de la familia, y a raíz de cierto alboroto en las redes sociales provocado por la promoción de este libro, Saymour escribe: «Es una idea con una larga tradición en la izquierda socialista que merece ser debatida. No es una insignificante afectación pequeñoburguesa del activismo de izquierdas. No es una estúpida extravagancia woke. No es una pose del pseudoradicalismo». Richard Seymour, «Notes on a Normie Shitstorm», Salvage, 27 de enero de 2022, salvage.zone.
¿Qué es la familia? La idea de que la familia es el lugar exclusivo en el que la gente está a salvo, el lugar de donde viene la gente, donde se fabrica la gente y el lugar al que se pertenece está tan arraigada que ya ni siquiera parece una idea. Pues vamos a desmenuzarla.
La familia es el motivo por el...
Autora >
Sophie Lewis
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