editorial
Terrorismo judicial
1/03/2024
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Ningún país mínimamente democrático puede permitirse que el poder judicial pierda la autoridad que sustenta la fuerza de sus decisiones. La independencia e imparcialidad de los tribunales es lo que les permite ejercer razonablemente su papel de árbitros dentro del Estado de derecho. Si se enfangan en la lucha política y toman decisiones guiados por intereses ideológicos o estratégicos, dejan automáticamente de merecer respeto. En vez de ser los guardianes de la ley y los derechos, se convierten en su principal amenaza.
Si quien obra así es nada menos que el Tribunal Supremo, encargado de unificar doctrina y resolver como última instancia, se puede tambalear todo el edificio del sistema democrático.
España lleva ya demasiado tiempo al borde de ese precipicio. Los magistrados nombrados a dedo por un Consejo General controlado inconstitucionalmente por el Partido Popular, en especial los de la Sala Segunda, controlada por el mediático juez Marchena, no parecen ser conscientes del daño que causan las sospechas de politización de sus decisiones. O eso, o son una pandilla de irresponsables.
El auto por el que aceptan investigar al expresident Puigdemont por un presunto delito de terrorismo es un nuevo ejemplo de decisión con más apariencia política que jurídica.
La ciudadanía lee con estupefacción unos pronunciamientos inaceptables en un texto judicial que solo se entenderían por la saña contra determinadas opciones ideológicas o el deseo de interferir en la vida política del país.
Para conseguir sus propósitos, nuestros jueces tienen que comenzar por desdibujar el concepto de terrorismo. Por eso sostienen que el terrorismo es algo que “se amplía y se diversifica de manera paulatina y constante”. Por eso creen que el legislador debe ir ampliando el concepto de terrorismo. Y si no lo hace, ya se encargan ellos. Aprovechan que desde 2015 el terrorismo en el Código Penal se define de modo amplio, incluyendo múltiples actos que alteran gravemente la paz pública, para inventar un delito que permite al juez apreciar terrorismo en cualquier movimiento político que cause desórdenes públicos.
En el nuevo concepto de terrorismo ya no se precisa “la aceptación ideológica de los postulados de grupos concretos que persigan la subversión del orden constitucional”. En vez de eso, según la Sala del juez Marchena, puede llamarse terrorista a cualquier protesta que “a través de la espectacularización” cause “un grave desasosiego” a la ciudadanía.
Se abre así la puerta a que nuestros tribunales, cuando les interese, califiquen de terrorismo cualquier protesta política disidente. Los actos violentos necesarios también se suavizan. En este caso, el Tribunal Supremo considera que los manifestantes catalanes convocados por Tsunami Democràtic “emplearon instrumentos peligrosos y artefactos de similar potencia destructiva a los explosivos, tales como extintores de incendios, vidrios, láminas de aluminio, vallas, carritos metálicos o portaequipajes”. Equiparar un carrito de equipaje con una bomba es un absurdo para cualquiera... Excepto para los jueces del Supremo cuando quieren hacer política.
Después de concluir que cualquier protesta cuya ideología no compartan nuestros señores magistrados puede ser terrorismo, el auto también destaca que Puigdemont es el terrorista en jefe porque... hay mensajes que dicen que lo iban a avisar de las manifestaciones de Tsunami Democràtic. O sea, que si los alborotadores terroristas te avisan de que hay manifestaciones, te conviertes en su jefe.
En general, la lectura de este auto, cargado de insinuaciones tendenciosas, causa rubor por su absoluto desprecio a la lógica jurídica. El Tribunal Supremo está desatado en su cruzada contra el Gobierno y los independentistas y no se vislumbra manera alguna de frenarlo. La falta de decencia procesal llega incluso al punto de apoyarse en los argumentos de un grupo de fiscales sediciosos antes que en el informe presentado por el fiscal competente en el caso.
Decisiones de este tipo, con una evidente apariencia de parcialidad, resultan inaceptables en un sistema democrático. Los jueces del Supremo, designados por un órgano político, quieren hacer política sin presentarse a las elecciones. Además lo hacen amenazando derechos tan esenciales como el de protesta y la presunción de inocencia. Quienes realmente crean desasosiego y terror en la sociedad son este tipo de magistrados, pero no parece que por ahora vayan a responder por ello.
Ningún país mínimamente democrático puede permitirse que el poder judicial pierda la autoridad que sustenta la fuerza de sus decisiones. La independencia e imparcialidad de los tribunales es lo que les permite ejercer razonablemente su papel de árbitros dentro del Estado de derecho. Si se enfangan en la lucha...
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