SI BREVE...
Terrorismo
El Estado sabía, sabe, que aquello no fue rebelión, que no fue sedición, que no fue terrorismo, que ni tan solo fue un proceso de autodeterminación. Sabía, y sabe, que todo fue un engaño
Guillem Martínez 27/01/2024
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Dostoyevski –rayos, esta es una de las pocas ocasiones que he escrito la palabra Dostoyevski, por las miles de veces que he escrito la palabra Tolstoi– intentó describir el terrorismo en una novela. De dos tomos. Y le salió algo predecible y sobreactuado. Pero la culpa no es tanto de Dostoyevski como del terrorismo, que es algo predecible y sobreactuado. Y, por ello, difícil de describir. No se describe, en fin, por lo que tiene de actividad –matar, aterrar es algo que se encuentra como elemento fundamental en otras disciplinas, en ocasiones, respetables–, ni por la percepción que provoca –el terror, el abuso, el desánimo, la desmesura absurda, existen también bajo otros campos semánticos–. El terrorismo, visto así, se define únicamente por la experiencia vivida. Como otros fenómenos de la vida, terrorismo es aquello vivido como tal, es aquella percepción pactada como tal. Terrorismo, esa definición precaria, no lo es, así, tanto. Se diferencia radicalmente de otros conceptos. Se diferencia diáfanamente de la guerra, esa tormenta de agua en ebullición, tan próxima al sonido y olor del terrorismo. Se diferencia de las acciones armadas –afortunadas, desafortunadas, o carentes de toda inteligencia– contra un sistema dictatorial e injusto, o no. Pero, por lo mismo, se diferencia de una pelea en un bar. De una manifestación. De una gamberrada. De un kilo de guisantes. Y, más aún, de cualquier anécdota, incluso predecible y sobreactuada, y cogida por los pelos.
Tsunami fue una App. Nacía en 2019, de la experiencia de 2017, que si hoy no ha sido aún procesada por el procesismo, imagínate en 2019. La idea era suplir las dos organizaciones gubernamentales utilizadas hasta 2017 –Òmnium y ANC; muy baqueteadas entonces: sus líderes estaban en preventiva desde 2017, de forma injusta; y predecible y sobreactuada–, por una App. Lo que no dejaba de ser una genialidad. Reaccionaria. A saber: detrás de la App, como detrás de las organizaciones gubernamentales, había un político. El político, gracias a la App, podía convocar manifestantes en un punto, saber cuántas personas había en ese punto, decidir sus actitudes o acciones, u ordenar desplazamientos a otro punto. La App era –es–, por lo tanto, una fantasía gubernamental. Que, por lo mismo, volverá en cualquier punto de un planeta que empieza a necesitar esa App. Durante las protestas –predecibles y sobreactuadas– contra la sentencia –predecible y sobreactuada– del TS, la App fue utilizada en varias ocasiones. Hasta que, el 14-O de 2019, el político ordenó que los manifestantes fueran al aeropuerto. Los manifestantes ocuparon una terminal, si bien nunca ocuparon las pistas u otras instalaciones estructurales. No lo hicieron, precisamente porque el político no lo ordenó. Finalmente, los manifestantes fueron dispersados por la policía y, más aún, por su propio aburrimiento. Y, claro, por el cese de órdenes desde la App. El político al otro extremo de la App, y como siempre en el procés, vio, tarde y en directo, el jardín en el que se había metido. Y dejó de utilizar la App, que desde entonces no ha vuelto a emitir. El jardín no era el concepto terrorismo, sino la única situación diáfana, en todos los años de procés, sensible de serle aplicada el calificativo de sedición. Que hoy, extraído del Código Penal, se quedaría, a lo sumo, estirando, en desórdenes públicos agravados. Por lo demás, no hay delito en que miles de personas se instalaran en su teléfono una App para obedecer ciegamente a un gobierno. Es un riesgo que, con o sin App, sucede a diario en el mundo. Se trata, simplemente, de servidumbre voluntaria, una figura que no aparece, ni puede aparecer, en el Código Penal. Y no hay delito, claro, en que un gobierno imparta órdenes –predecibles y sobreactuadas– a la ciudadanía. Salvo el delito que, llegado el caso, dibujen esas órdenes –en este caso, lo dicho, desórdenes públicos–. La relación entre político y ciudadano servil-voluntario es, en efecto, propia y cercana a la propuesta por el fascismo. Lo que, a su vez, no es delito. Es más, en Europa, USA y Asia, se produce, cada vez más, esa relación. Sin App, a través de los medios que retransmiten, por ejemplo, la orden de un político para tomar el Capitolio. Algo que, es preciso señalar, no pasó con la App Tsunami. Si bien, me consta, se valoró. Valorar, imaginar, no es delito. O estaríamos todos en la cárcel. Y, en primer lugar, nuestros carceleros, siempre grandes imaginadores.
No hay delito en que miles de personas se instalaran en su teléfono una App para obedecer ciegamente a un gobierno
Pere Aragonés, investigado por el CNI de la época Sánchez, no era, ni es, terrorista. En el momento de su investigación, confirmada, era un político de un partido en el trance de pactar cosas de adultos con el gobierno central. Lo que convierte en inquietante esas investigaciones. Son un indicativo de gran peligro si el CNI investigaba a un político a petición de otro. Y lo son aún más si el CNI investiga a un político sin esa petición, a pelo, creyendo que esa es su función. Por otra parte, todo el mundo que se interesó por el procesismo sabía lo que el procesismo era. Lo que era Tsunami. Lo que era Aragonès. Lo que era todo. Y, por lo mismo, lo que todo eso no era. En mi caso, pude hablar, constantemente, con personas que me explicaban, en ocasiones con claridad, en ocasiones sin ella, de qué iba la cosa. Es más, tuve acceso, a lo largo del procés, a pantallazos del staff, que confirmaban la mayor. Es difícil dilucidar un movimiento vertical –y, por ello, con giros absurdos e imprevisibles–, pero solo me faltó la información de manera absoluta durante 48h, entre el 25-O y 27-O, momento en el que ya nadie del staff procesista se hablaba. Si yo disponía de esa información durante todo ese tramo de años, significa que el Estado disponía de mucho más. De todo y de todos los detalles. El Estado sabía, sabe, que aquello no fue rebelión, que no fue sedición –al menos hasta 2019–, que no fue terrorismo, que ni tan solo fue un proceso de autodeterminación. Sabía, y sabe, que todo fue un engaño. Una guerra cultural, diferente, intensa, sin freno, si bien muy similar a otras emitidas por el gobierno central desde el aznarato. Por lo que la actuación del Gobierno Rajoy fue un absurdo –predecible y sobreactuado–, hasta el discurso –absurdo; y predecible y sobreactuado– del rey, el 3-O, en el que se moviliza a todo el Estado –de forma absurda, predecible y sobreactuada–. Y que al parecer sigue movilizado, sin recibir la orden de descanso, ar, rompan las filas, ar.
Ya sin aquella orden de movilización, la derecha española, tras el fin del terrorismo, estaba fascinada por elaborar una interpretación legal de terrorismo no evaluada por la experiencia de lo vivido, ni por la experiencia tácitamente pactada –casos titiriteros, Alsasua–. Después del 11M –Encerclem el Parlament, Procés… Futuro Vegetal y sus 22 detenidos en un año– eso se ha intensificado. Parece que ha ido a más desde el 3-O, y más aún desde esa Ley de Amnistía que, fundamentalmente, desautoriza aquel discurso. Puede ser el canto del cisne. O el canto, a secas, una banda sonora, que nos acompañará por décadas si no se toman medidas legales contra toda esta posible cosmovisión prevaricadora.
Dostoyevski –rayos, esta es una de las pocas ocasiones que he escrito la palabra Dostoyevski, por las miles de veces que he escrito la palabra Tolstoi– intentó describir el terrorismo en una novela. De dos tomos. Y le salió algo predecible y sobreactuado. Pero la culpa no es tanto de Dostoyevski como...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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