Reportaje
“No somos residentes, tampoco refugiados, ¿qué somos los palestinos?”
El genocidio israelí sobre Gaza pesa sobre los campos del Líbano, donde 240.000 personas viven en condiciones de precariedad y sin plenos derechos pese a llevar generaciones en el país
Marta Maroto Bedawi (Líbano) , 5/03/2024
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El verde oscuro de los símbolos de Hamás nunca había sido tan abundante entre las callejuelas del campo de refugiados palestinos de Bedawi, en el norte del Líbano. En las cafeterías y comercios, el índice de Abu Obaida, líder de la milicia islámica, apunta amenazante a las banderas amarillas de la Organización para la Liberación de Palestina, ajadas por el viento y el desgaste de décadas de hegemonía. Es viernes de rezo musulmán, y el lamento del imán se escucha por los altavoces: “Dios, danos la victoria, ayúdanos a paralizar sus piernas y sus manos, permítenos regresar a nuestra tierra”.
Entre la costumbre y el agotamiento, el genocidio israelí sobre Gaza se vive con el corazón encogido en los campos de refugiados palestinos del Líbano, país en el que, de acuerdo con Naciones Unidas, viven 240.000 palestinos. “Ya no bailamos ni celebramos, hemos perdido la capacidad de expresar felicidad”, cuenta Abdelsalam, estudiante de enfermería de 21 años, que reconoce que aunque Palestina siempre estuvo muy presente en las oraciones, él se ha vuelto “más religioso solo para rezar por Gaza”.
El 7 de octubre, con cautela y asombro, el campamento salió a celebrar que el Ejército Israelí, tras 75 años de violenta ocupación y masacres, no era invencible. La causa palestina volvía a tener un lugar en el mapa tras décadas de silencio mediático y avance de procesos de normalización diplomática con los países del entorno.
Sin embargo, a medida que avanzaba el conteo de muertos y que se dibujaba el que sería uno de los genocidios más crueles de la historia, retransmitido por sus supervivientes en tiempo real, se instaló la pena y la pesadumbre. Aunque con lazos históricos y de sangre, las diferentes comunidades de refugiados palestinos en el mundo han crecido en contextos y luchas diferentes, y la respuesta más común en los campamentos, desde Ein el-Helwe, en el sur, a Shatila, en Beirut, es la de la impotencia, sentir que poco pueden hacer por los gazatíes.
Hoy hay doce campamentos de refugiados palestinos en el Líbano, que comenzaron como asentamientos de tiendas de campaña tras la ‘Nakba’ en 1948 y fueron transformándose en barrios de viviendas precarias, guetos a las afueras de las principales ciudades. La segunda oleada migratoria, tras la Guerra de los 6 Días en 1967, consolidó la presencia palestina en el país y provocó fuertes tensiones con las Fuerzas Armadas, explica Kris Attié, experto en política libanesa.
Bajo el auspicio del Egipto de Abdel Nasser, el por entonces líder palestino Yasir Arafat y el Estado libanés firmaron, en noviembre de 1969, el Acuerdo de el Cairo. El documento cedía la autonomía política y el control de la seguridad de los campamentos a los partidos palestinos, que desde entonces constituyen una suerte de realidad paralela al Estado libanés en la que rige el control de Al Fatah, la facción dominante que vertebra la Organización para la Liberación de Palestina (OLP).
La infraestructura organizativa de la OLP se nutre de la financiación producto de los Acuerdos de Oslo de 1993, y este es uno de los motivos por los que cada vez más voces en los campamentos de refugiados palestinos en el Líbano acusan al grupo de inmovilidad y corrupción. “El dinero no llega a la vida diaria de las personas”, explica Hatem Mokdade, activista palestino, y los problemas de cortes de electricidad, infraestructura, acceso a la educación o abastecimiento de agua llevan años en el mismo punto muerto.
Cada vez más voces en los campamentos de refugiados palestinos en el Líbano acusan a la OLP de inmovilidad y corrupción
La precariedad es resultado de la mala gestión interna de los campamentos, de las rivalidades por los fondos entre las diferentes facciones, pero también de las restricciones externas impuestas por el Estado libanés. La ley doméstica fuerza a la población palestina a una situación permanente de apartheid que impide a generaciones, nacidas incluso en el país, el acceso a derechos plenos. Los palestinos en el Líbano no pueden tener nacionalidad ni pasaporte, no pueden ser propietarios de su vivienda y tienen restringidas más de una veintena de profesiones como la medicina, la ingeniería o la abogacía.
“Somos ciudadanos de segunda. Como palestinos nacemos marcados por un papel azul y debemos morir miserables”, explica Mousa Ayoub, 33 años, en referencia a la carta de identidad que le clasifica como refugiado palestino. Como la inmensa mayoría en los campamentos, trabaja como mano de obra barata en la construcción, y lleva años ahorrando para tratar de marcharse a Europa, aunque eso implique jugarse la vida en el Mediterráneo. “Seguir aquí es morir lentamente”, asegura.
Con su hija adolescente a su lado y su pequeño de cinco años revoloteando por la tienda, Marwan Maamani, de 38 años, resume el dolor de los campamentos: “No somos refugiados porque hemos nacido aquí. Tampoco somos residentes y tenemos menos derechos que los extranjeros. No somos personas para el Estado, ¿qué somos los palestinos?”.
En este contexto de desesperanza y abandono institucionalizado y transgeneracional, el golpe de Hamás del 7 de octubre es visto por muchos refugiados como una esperanza de cambio. El sueño del retorno a Palestina ha vuelto a colarse en las noches de los campamentos, reorganizando prioridades y modificando las dinámicas internas de poder. “La guerra ha hecho pensar a la gente, nos ha unido. No nos importan los liderazgos, somos OLP pero apoyamos a los combatientes que están luchando en Gaza”, añade Ayoub.
Hamás, al igual que la Jihad Islámica, no forma parte de la coalición de la OLP, por lo que la milicia es considerada por los palestinos como un agente más limpio y como una posibilidad de cambio ante la falta de propuestas seculares. Forma parte de las milicias aliadas de Irán en torno a lo que es conocido como el Eje de la Resistencia. Hamás ha gobernado la Franja de Gaza desde 2007, pero su popularidad estaba en caída libre antes de que comenzase la guerra: en una encuesta de ArabBarometer días previos al 7 de octubre, la mayoría de los gazatíes querían un cambio y el 67% de la población expresaba ninguna o poca confianza en el gobierno de Hamás.
La violencia trae una mayor radicalización, y el apoyo a la milicia islámica se ha incrementado ligeramente en Gaza, pero sobre todo en la Cisjordania ocupada, controlada por Al Fatah, según una encuesta de diciembre del Centro Palestino de Estadísticas e Investigación. “Abu Obaida se ha convertido ahora en nuestro presidente”, ironiza Mokdade, quien opina, de manera similar a lo que muestra la misma encuesta: que el crecimiento de Hamás se debe al contraste por la debacle de la popularidad de las autoridades palestinas tradicionales.
La crisis y divisiones entre las facciones palestinas se refleja en los campos de refugiados del Líbano, controlados por las mismas siglas. En conversación con CTXT, Mustafa Abu Harb, responsable de Al Fatah y la OLP en el norte del Líbano, dice sentirse orgulloso del ataque de Hamás en Gaza, y lamenta que la labor de su organización en esta guerra “no sea reconocida”: “Todos los partidos palestinos estaban involucrados y sabían de la ofensiva. La OLP lidera los frentes militares y diplomáticos”. Abu Habr se muestra menos específico, sin embargo, cuando es cuestionado por las condiciones en los campamentos y las acusaciones de corrupción: “Los palestinos tenemos el derecho al retorno”, repite.
Con el mundo en crisis por el genocidio en el corazón de Oriente Medio, las formas tradicionales de transmisión cultural y de resistencia al dolor de la guerra sufren revisiones y transformaciones. Las nuevas generaciones de palestinos están cansados de la corrupción y los enfrentamientos sectarios y, más allá del romanticismo de la lucha armada por la liberación, emerge una respuesta común que mira al futuro: la educación.
“No creemos en nuestros líderes y la lucha de nuestros padres solo ha traído más violencia y pobreza a nuestra comunidad”, apunta un joven que prefiere no ser identificado. Es ingeniero, y trabaja sin contrato en una empresa donde recibe un sueldo inferior que el resto de sus colegas libaneses. “No podemos hacer más que estudiar y formarnos, hasta que llegue el momento de que podamos usar nuestros conocimientos en favor del pueblo palestino”, señala.
El verde oscuro de los símbolos de Hamás nunca había sido tan abundante entre las callejuelas del campo de refugiados palestinos de Bedawi, en el norte del Líbano. En las cafeterías y comercios, el índice de Abu Obaida, líder de la milicia islámica, apunta amenazante a las banderas amarillas de la Organización...
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