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EL SALÓN ELÉCTRICO

Simio no mata simio

¿Quién decide que uno tiene categoría de mono o de humano?

Pilar Ruiz 24/05/2024

<p>Al menos 200 personas murieron en Rafah por los ataques israelíes la noche del 11 de febrero. / <strong>Quds News Network</strong></p>

Al menos 200 personas murieron en Rafah por los ataques israelíes la noche del 11 de febrero. / Quds News Network

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El mismo día que unos seres humanos intentaban celebrar algo parecido a un festival de música, otros seres humanos masacraban –por enésima vez– a un puñado de ejemplares de la misma especie. En un lugar concreto del planeta, llevaban unos cuantos puñados: 35.000 habitantes de la franja de Gaza. El conflicto en Europa ya no se dirime en batallas eurovisivas que siempre fueron un escaparate donde nos dejan sacar la pluma a cambio de pasta y geopolítica. Ya no. Desde la invasión de Ucrania, la guerra de verdad, esa que consiste en matar a gente, se presenta como un menú diario y tan popular como poner ensaladilla rusa de primero. ¿Se acuerdan de cuando ser belicista estaba mal visto? Aquellas manifestaciones mundiales contra la invasión de Irak y su Gran Bulo de las armas de destrucción masiva –que solo tragaron cuatro cuñados con carné– fueron no hace tanto y parece que hayan pasado mil años. Mientras la derecha plus ultra de este país y sus múltiples y variadas siglas, jaleaban los asesinatos masivos de gazatíes con declaraciones y televotos, sus líderes acusaban a unos estudiantes manifestados por la paz como proterroristas: un sinónimo de inhumano.  

Matar a gran escala está de moda y proliferan discursos y campañas, bien sazonadas de millones, a favor del militarismo desatado. Incluso la última frontera, la nuclear, ha desaparecido y no solo el súper villano Putin amenaza con la bomba, no. Aquí todo el mundo se apunta a un bombardeo: un senador republicano sugería lanzar una bomba atómica contra Gaza porque “funcionó en Hiroshima”. Y van más lejos: quien defienda a esas víctimas y se declare en franca rebeldía con la idea de matar a un semejante, perderá su condición humana para convertirse en un ser de otra especie: será acusado de “falta de humanidad”. 

Entonces, ¿en qué consiste eso de pertenecer a la raza humana? Podemos empezar por diferenciarnos del resto de primates y el principio del final de El planeta de los simios (Schaffner, 1968), una de esas imágenes que el cine dio a la simbología del siglo XX, el de las grandes guerras mundiales. 

La libertad guiando al pueblo hacia el Apocalipsis Simio

Película basada en la novelita apocalíptica de Pierre Boulle (1912-1994) autor también de El puente sobre el río Kwai, el francés conocía bien el paño bélico y sus terribles consecuencias. Veterano de los frentes de China, Birmania e Indochina, capturado por agentes del régimen de Vichy en 1943, fue torturado y recluido en un campo de concentración. La peliculaza homónima, dirigida por el también grande David Lean, consiguió siete Oscar con su adaptación de 1957, incluyendo el de guion adaptado para Boulle, quien no hablaba ni papa de inglés. En realidad ese guion lo habían escrito Carl Foreman y Michael Wilson, que no podían acreditarse por estar incluidos en la lista negra del cazabrujas comunistas Joseph McCarthy, en otra guerra: la fría. 

Boulle fumando la pipa de la paz 

Gracias al éxito sesentero de esta película, madre de secuelas infinitas, el mono escaló a los primeros puestos de la escala evolutiva cinematográfica. Aunque al césar lo que es del césar: por delante está el abuelo de todos los simios cinematográficos, el rey, o sea King Kong. Esta que escribe recuerda al Kong primigenio, el de 1933 (C. Cooper) como la primera película de su vida, vista a la edad de los potitos y desde entonces muy indignada por el asesinato injustificable del mono gigante; mucho antes de la existencia de Proyecto Gran Simio –seguimos esperando, por cierto–.  

Cuando uno de tus primeros recuerdos del mundo es el de un animalito acribillado por humanos raptores, pasa lo que tiene pasar: que sale rebelde y contestataria y, lo que es peor, termina escribiendo en CTXT. Como comprenderán, las demás versiones palidecen ante tamaña experiencia, a pesar de que en la secuela de Guillermin (1976) la niña había crecido un poco –siete añitos– y en vez de enamorarse del mono, cayó rendida ante la melena rubia de un Jeff Bridges ecologista. En esta, el gorila se encaramaba a las fenecidas Torres Gemelas emulando la del Empire State de los felices veinte y los malvados captores de megasimios eran codiciosos petroleros: en los setenta hasta el cine comercial adoctrinaba a la infancia, Josu Jon.  

Simio terrorista abatido

Las franquicias simias llevan décadas reventando blockbusters tamaño XXL. Pero a los mercachifles de Hollywood, en su afán por actualizar viejos éxitos y conectarlos con los gustos del presente, a veces les cuelan verdaderas bombas de relojería disfrazadas de entertainment, como este alegato pacifista y en los últimos tiempos, ecologista. Ha pasado toda la vida, pero les da igual mientras vendan palomitas. ¿Y quién se atrevería a criticarlos? Otros hacen caja vendiendo misiles y drones de los chungos y a todo el mundo le parece de perlas, así que no seamos tiquismiquis y disfrutemos de El origen del planeta de los simios (Wyatt,2011) donde los humanos aprendices de brujo de la genética y los virus de laboratorio la lían parda; o del El amanecer del planeta de los simios (Reeves) que aunque sea de 2014, comienza un “si tienen síntomas no salgan de casa” porque un virus letal que ha acabado o dejado medio lela a media humanidad. Y eso sin que aparezcan –todavía– líderes ultraderechistas: el cine profético ataca de nuevo. 

¿Hombre o simio?

Como estamos en los USA y lo demás es terra ignota, hay un héroe, un elegido, en la más pura tradición del individualismo glorificado y que tiene en el Western su principal paradigma narrativo. Por eso estos simios se parecen demasiado a los indios americanos/aborígenes y, como se huelen la tostada, se niegan a ser víctimas de un genocidio –ver lo que decíamos arriba–. El primate líder, César, puede hablar y razonar como los humanos o mejor que ellos, tanto que impone una única ley: simio no mata a simio. Que está mal, dice el animalito. Eso hasta que le traiciona un mono “malo” que odia a los humanos por ser víctima de un laboratorio y desde entonces con tanta mala leche que no por casualidad se llama Koba. Vaya, vaya… el apodo favorito del genocida –hablando de genocidios– Josif Stalin. Eso de poner nombres en homenaje y/o vendetta es una bromita que nos encanta  hacer a los escritores y guionistas.  

Una monada

“Tú ya no eres un simio”, es el pretexto de César para cargarse a su congénere. Ya ven que no solo los CGI de última generación nos iguala a los monitos: ¿quién decide que uno tiene categoría de simio o de humano? ¿Si somos infrahumanos –ese término nazi– o, como dicen ahora, subhumanos? 

“Estamos hablando de subhumanos viciosos y asesinos, pero entienden la fuerza y espero que, con la ayuda de Dios, liberemos a los rehenes y le mostremos al mundo la fuerza israelí” (Yoav Gallant, Ministro de Defensa de Israel)

De ahí a La guerra del planeta de los simios (Reeves, 2017), hay un pasito. Película bélica, oscura, deprimente y con infinidad de homenajes a obras cumbres del género, como el travelling inicial en las trincheras de Senderos de gloria (Kubrick, 1957) o Apocalypse Now (Coppola, 1979): Woody Harrelson se lo pasa teta haciendo caricatura del Kurtz de Brando. Porque todo este tinglado también nos remite también a la guerra de Vietnam y que los monos, además de indios, son los Vietcong. Eterno retorno: las protestas estudiantiles que ejercieron de punta de lanza para acabar con aquella carnicería. 

Cargas policiales contra estudiantes en la Universidad de Amsterdam (Mayo, 2024)

La narración es burda, pero eficaz: la guerra es mala y solo lleva a la destrucción de la raza humana. Biden, Netanyahu, Putin y los gobiernos europeos habrán visto estas pelis como chorradas para pasar el rato, como esos humanoides que llenan las salas y luego les votan. Otros primates maledicentes dirán que lo que hace Hollywood es blanquear la mala conciencia para hacer caja. Porque la ficción no tiene nada que ver con la realidad, quienes hacen las películas no son más que ácaros de alfombra roja y Darwin estaba equivocado porque los monos no hablan y solo el diálogo trae entendimiento, encuentro y paz. Para comprobarlo, vean la película documental, esta sí verdaderamente reveladora, atroz, aterradora: Proyecto Nim (Marsh, 2011)

Ahora estrenan otra entrega de la franquicia simiesca: dicen que va de totalitarismos. Mientras, en Palestina y en muchos otros lugares del planeta, simios siguen matando simios.  

El mismo día que unos seres humanos intentaban celebrar algo parecido a un festival de música, otros seres humanos masacraban –por enésima vez– a un puñado de ejemplares de la misma especie. En un lugar concreto del planeta, llevaban unos cuantos puñados: 35.000 habitantes de la franja de Gaza. El...

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Autora >

Pilar Ruiz

Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).

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