ANÁLISIS
El experimento neerlandés, o cómo blanquear a la ultraderecha
La extrema derecha sigue el ejemplo de Giorgia Meloni: hacer lo necesario para verse aceptable entre los sectores “conservadores” cada vez más derechizados, pero sin sacrificar ninguna de sus ideas o propósitos xenófobos
Sebastiaan Faber 1/07/2024
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Hubo un momento a finales del pasado mayo en el que la formación del nuevo gobierno neerlandés parecía destinada al fracaso por un motivo inaudito: resultaba imposible dar con un candidato a primer ministro.
Todo lo demás estaba a punto. Después de muchos meses de negociación, cuatro partidos de derechas –el Partido por la Libertad del veterano islamófobo Geert Wilders (PVV), que ganó las elecciones de noviembre de 2023; el Partido Liberal (VVD) de la inmigrante kurdo-turca Dilan Yeşilgöz, sucesora de Mark Rutte; el nuevo Partido de Agricultores Ciudadanos (BBB) de la populista Caroline van der Plas, con su aspecto cuidadosamente descuidado, pitillo y chupa de cuero incluidos; y el nuevísimo Nuevo Contrato Social (NSC) de Pieter Omtzigt, el político más neuróticamente indeciso de las últimas décadas– habían llegado a un acuerdo de coalición que enfatizaba la necesidad de reducir al máximo la inmigración y apoyar a los agricultores ante las restricciones impuestas por la Unión Europea. Ah, y mejorar lo que en holandés se conoce como bestaanszekerheid: literalmente, “seguridad existencial”, un término relativamente vago que ha llegado a denotar, ante todo, la necesidad de minimizar el riesgo de marginación económica y social –o más bien minimizar la sensación de riesgo–. La centralidad del concepto en los debates políticos recientes indica hasta qué punto los holandeses experimentan el momento presente como una época cargada de peligro y precariedad. A pesar de ello, las medidas económicas incluidas en el acuerdo de coalición harán muy poco por la justicia social.
Llegar a ese acuerdo costó lo suyo. Ante la insistencia de Omtzigt, Wilders –que en su programa proponía prohibir el Corán y cerrar el país a buscadores de asilo, entre otras violaciones de derechos básicos– se comprometió a respetar la Constitución y el derecho internacional. A pesar de ello no lograba contener su agresividad hacia sus futuros socios de gobierno en las redes sociales. Wilders estaba molesto porque le chirriaba que los otros tres partidos le hubieran forzado a hacer una concesión, para él, enorme: renunciar a liderar el nuevo gobierno. Ante la presión de sus compañeros de coalición, Wilders prometió mantener su escaño en el parlamento en lugar de postularse al puesto de primer ministro, o siquiera de ministro a secas. Como contrapartida, Wilders, a su vez, exigió a Yeşilgöz, Van der Plas y Omtzigt que hicieran el mismo sacrificio. Todos quedarían como simples parlamentarios.
Para explicar estas carambolas, se dio con la figura del “gobierno extraparlamentario”. Dado que el electorado había dejado de confiar en la capacidad de los políticos para resolver los graves problemas del país, la idea era que el nuevo consejo de ministros contara con una mayoría de personalidades “de fuera” –expertos sin carrera política–, el presidente del Gobierno incluido. Por eso también se decidió que el acuerdo de coalición fuera solo un marco de principios y objetivos. Los detalles de implementación ya los resolvería el nuevo equipo de ministros, en negociación con un parlamento más proactivo e independiente de lo normal. (Omtzigt lleva tiempo abogando por un cambio en la relación entre parlamento y gobierno para “renovar la cultura administrativa” e impedir el trato abusivo de los ciudadanos de parte del Estado).
Así se creó una situación inusual y, para muchos, ligeramente absurda: una coalición de gobierno entre cuatro partidos cuyo consejo de ministros no contaría con ninguno de los líderes de esos partidos. Tres de los cuatro, además, son formaciones bastante anómalas: el PVV de Wilders –un provocador nato– lleva casi 20 años operando al margen del orden constitucional. El BBB de Van der Plas se fundó en 2019 y finge representar un populismo “granjero”, aunque está financiado por las grandes empresas agrícolas y su visión para los grandes desafíos del país (o del planeta) se limita a una versión holandesa del cuñadismo.
Se creó una situación inusual y ligeramente absurda: una coalición de gobierno cuyo consejo de ministros no contaría con ninguno de los líderes de esos partidos
El NSC de Omtzigt, a su vez, se fundó en agosto del año pasado con el fin de restaurar la integridad y el buen funcionamiento de la política y la administración pública. (Entre sus propuestas está la creación de un Tribunal Constitucional, que Países Bajos nunca ha tenido). Estos nobles objetivos, sin embargo, son minados por la continua indecisión de su líder, ostentada de la forma más pública posible. Es difícil de comprender, por otra parte, cómo formar gobierno con el partido de Wilders mejora la integridad de nada.
El VVD, finalmente, que lleva 14 años gobernando el país en coaliciones presididas por Mark Rutte (que pasa a ser secretario general de la OTAN), parece haber perdido el norte y haberse entregado a su ala más derechista. El propio partido no solo provocó la caída del último gobierno de Rutte con un desacuerdo escenificado sobre una controversia inventada –Yeşilgöz mintió sobre los números de parientes de buscadores de asilo que llegan cada año con la excusa de la reunión familiar– sino que su táctica electoral –línea dura contra los inmigrantes; demonización de izquierda; blanqueamiento de la ultraderecha– le costó la victoria, que se acabó entregando, sobre una bandeja, a Wilders. Una vez más se demostró que cuando el centroderecha intenta parecerse a la ultraderecha, la que crece es esta última.
Mientras tanto, la formación de gobierno avanzaba a paso lento y en modo telenovela. Wilders, como líder de la formación ganadora, se arrogó el derecho de nombrar al primer ministro. El problema es que Wilders no tiene una agenda muy poblada de contactos; es mucho mejor haciendo enemigos que amigos. Por lo demás, siempre ha preferido operar de forma solitaria (por ejemplo, él es el único militante de su partido). Y los contactos que sí tiene no son de los más exquisitos, que digamos. Así, cuando justo después de las elecciones nombró a un conocido como “explorador” (en el sistema holandés, la persona encargada de tantear las posibilidades de coalición), este se tuvo que retirar a los pocos días por un escándalo de estafa y sobornos. En su lugar, los que acabaron por coordinar el proceso de negociación fueron, curiosamente, funcionarios de carrera con carnet del Partido del Trabajo, el PvdA, que el año pasado decidió fusionarse con la Izquierda Verde (GroenLinks).
También el candidato que parecía tener las mejores cartas para el puesto de primer ministro era un socialdemócrata. Bueno, es un decir. Se trataba de Ronald Plasterk, un biólogo que fue ministro de Educación por el Partido del Trabajo de 2007 a 2010 pero que, en los últimos años, ha pasado por un proceso de derechización hasta acabar de columnista gruñón en el mayor diario de derechas, De Telegraaf.
Plasterk, que tiene una buena relación con Wilders, desempeñó un papel central en las primeras fases de la negociación postelectoral y, en mayo, Wilders parecía listo para proponerle como ministro presidente. Pero volvió a surgir un escándalo; el diario NRC reveló que, hace algunos años, cuando Plasterk se hizo millonario como inventor de un tratamiento para el cáncer, dejó fuera de la patente a su coinvestigador y a la institución pública que financió el proyecto. La noticia desató una investigación oficial, a la luz de la cual Plasterk decidió rechazar la oferta de Wilders.
Una semana después de la retirada de Plasterk, surgió un candidato inesperado: Dick Schoof, un funcionario de carrera de 67 años, que en ese momento era secretario general del Ministerio de Justicia y Seguridad. Aunque es un perfecto desconocido entre la mayor parte del electorado, su trayectoria profesional no deja de ser impresionante. En años recientes, por ejemplo, estuvo a cargo del servicio secreto (AIVD), de la coordinadora antiterrorista y del servicio de inmigración (IND), posiciones en las cuales no dudó en probar los límites de la constitucionalidad. Sus subordinados le describen como un hombre tan simpático en el trato como duro y ambicioso en lo profesional. Energía no le falta: en su tiempo libre lo que más le gusta es correr maratones. En una entrevista realizada antes de su nombramiento, se mostró ante todo pragmático, dispuesto a trabajar con todos los políticos, fueran del color que fueran. Él mismo militó desde joven en el Partido del Trabajo, aunque rompió el carnet hace un par de años. Por otra parte, no deja de sorprender que, pocos años después del descubrimiento de serios abusos de grupos de ciudadanos por la agencia tributaria y otras ramas del aparato estatal, se elija como primer ministro a un hombre que encarna más que nadie el Estado profundo.
En su primera rueda de prensa, convocada apresuradamente, a Schoof se le notaba bastante nervioso. Acostumbrado durante muchos años a manejar su poder institucional fuera de los focos y al servicio de las y los ministros de turno, dio una impresión extrañamente esquiva y neutral. Parecía concebir su papel de primer ministro sobre todo como coordinador, con el mandato de ejecutar lo que decidan los partidos que componen la coalición. “¿Será una marioneta dirigida por Wilders desde su banquillo parlamentario?” preguntaron varios periodistas. Schoof aseguró que no.
La ultraderecha holandesa sigue el ejemplo de Giorgia Meloni
Sin embargo, lo ocurrido desde su candidatura no inspira demasiada confianza. En las últimas semanas se han ido postulando las y los demás candidatos a ministro, propuestos por los cuatro partidos de la coalición. Personalidades de fuera de la política las hay muy pocas, al final. Y los escándalos no escasean. Como ministro de Inmigración –área que se ha reservado el PVV–, Wilders primero propuso a Gidi Markuszower, un holandés nacido en Israel y simpatizante de la ultraderecha israelí que, en 2022, había comparado a los buscadores de asilo con “bestias” e “hienas”, pero decidió retirar su candidatura después de ver el expediente del candidato que le brindó el servicio secreto holandés (que le tildó de riesgo para la seguridad nacional). En su lugar, Wilders propuso a una de las parlamentarias más duras de su partido, Marjolein Faber, que no ha tenido reparo en invocar la teoría de la Umvolkung, el supuesto plan demográfico para reemplazar a los blancos en Europa. (La dureza de su discurso se ve reforzada por su imagen pública: parece empeñada en encarnar a la sádica directora de escuela que figura en la novela Matilda, de Roald Dahl). Sometida a una ronda de preguntas en una comisión del Parlamento, Faber se “distanció” del término Umvolkung (por su asociación con el nazismo) y de su discurso más duro (que llamó “no propio de una persona que ejerce de ministro”) y prometió, en los sucesivo, observar un mayor decoro. Al mismo tiempo, sin embargo, siguió insistiendo en la “evolución demográfica extremadamente preocupante” por la que estaría pasando el país. De esta forma la ultraderecha holandesa sigue el ejemplo de Giorgia Meloni: hacer lo necesario para hacerse aceptable para unos sectores “conservadores” cada vez más derechizados, sin, en el fondo, sacrificar ninguna de sus ideas o propósitos xenófobos.
El 2 de julio se jurará al nuevo equipo de gobierno liderado por Dick Schoof
El 2 de julio se jurará al nuevo equipo de gobierno liderado por Dick Schoof. Cuánto durará este experimento está por ver. Los ministros propuestos por Wilders y el BBB (el partido agrícola), a cargo de áreas como Inmigración, Vivienda, Comercio Exterior, Infraestructura, Agricultura, Sanidad y Economía, comparten tres características: experiencia escasa, ideas radicales y simpatías dudosas. El propio Wilders, como parlamentario, tendrá poco incentivo para moderar su discurso y, vistos su temperamento y trayectoria, no podrá resistir la tentación de la provocación y del chantaje.
El pragmatismo que profesa Dick Schoof, que le permite “hablar con todo el mundo” sean cuáles sean sus ideas, le ha servido para justificar que acepte liderar un gobierno neerlandés que, por primera vez, incluye a la ultraderecha. Pero como primer ministro, todo el pragmatismo del mundo no le servirá para contener a esa ultraderecha, cuyas ideas y objetivos están desvinculados de la realidad, de forma bastante espectacular. ¿Cómo gobernar un país en 2024 con ministros movidos por teorías de la conspiración o un “sentido común” chovinista e infantil que insiste en negar la existencia de problemas como el cambio climático, los flujos migratorios mundiales o la existencia de tratados internacionales? Muchas de las propuestas incluidas en el acuerdo de coalición resultarán imposibles de llevar a cabo. “La victoria electoral de la derecha radical ha sido una victoria pírrica”, escribía el historiador Marijn Kruk. “La pregunta es cuánto podrá seguir operando la ultraderecha sobre una negación de la realidad”.
Este nuevo gobierno, compuesto de cuatro partidos que no se fían los unos de los otros, no tardará en darse de bruces con la realidad. Cuando eso ocurra, parece difícil que sobreviva. La pregunta del millón es a quién servirá ese fracaso anunciado. No podemos descartar que Wilders –un político taimado donde los haya, que sabrá explotar al máximo la relativa libertad que le proporciona su escaño parlamentario– volverá a ser quien más provecho electoral saque. La ultraderecha holandesa, blanqueada con esmero por los liberales y (ex)socialdemócratas, con la generosa ayuda de los medios, aún no ha tocado techo.
Hubo un momento a finales del pasado mayo en el que la formación del nuevo gobierno neerlandés parecía destinada al fracaso por un motivo inaudito: resultaba imposible dar con un candidato a primer ministro.
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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