poesía
Un encuentro con Michael Krüger
Una visita al poeta en su casa-refugio a orillas del lago de Starnberg, en Baviera
Cecilia Dreymüller 19/09/2024
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Michael Krüger es, hoy por hoy, probablemente el poeta más solicitado de Alemania. Ante un recital suyo se forman colas largas donde un público de todas las edades se disputa los asientos. Unos acuden al observador crítico de la actualidad política, otros van para escuchar los lúcidos comentarios de la época del gran cosmopolita y moralista, un tercer grupo disfruta con el laconismo y la (auto)ironía con la que Krüger describe personajes que cruzan su camino, la conversación de animales y plantas, o procesos interiores propios.
Desde que se retiró en 2013 de la dirección de la editorial Hanser, y poco a poco también de las academias, los gremios y jurados, el público en Alemania, Austria o Suiza ha seguido y aplaudido no tanto al Michael Krüger que descubre y difunde los libros de los demás –que también–, sino al intelectual prodigiosamente productivo como poeta, narrador y crítico. La obra abarca ya más de medio centenar de títulos, y sigue creciendo. En los últimos diez años, Krüger ha publicado seis libros de poesía, dos novelas, dos tomos de relatos, un libro sobre el pintor Giovanni Segantini y un sinfín de antologías, posfacios y críticas literarias. Recientemente salieron los poemas escritos durante su año como poeta laureatus. A sus ochenta años, Michael Krüger está más activo que nunca.
Y se cumplió otro antiguo sueño suyo: volver al campo, al bosque, el entorno de su infancia. Ahora cruza a grandes zancadas el prado para darme la bienvenida en su cabaña de madera junto a un lago al sur de Múnich. Lleva un viejo polo beige y tejanos, la despeinada corona de pelo enmarca una cara de pillo espabilado, que para nada hace pensar en una institución nacional o el editor de éxito que durante cinco décadas marcó la vida cultural de Alemania.
En España, desgraciadamente, el poeta ha quedado casi enteramente eclipsado por el narrador (publicado en Anagrama y otros sellos: Pasajeros, 2020; El dios detrás de la ventana, 2018). Si obviamos la excelente selección de apenas dos docenas de sus poemas presentada por Juan Andrés García Román (La alfombra negra bajo los ciruelos, 2014), Krüger sólo estaba presente para el público lector español en antologías y revistas. Para ponerle remedio, escogí y traduje un best of de su trayectoria como poeta en Una parte del día, una recopilación que empieza con dos poemas largos del año 2023 y termina con un poema de 1976, cuando Krüger debutó con los poemas políticos de Reginapoly.
Tan pronto nos abrazamos, le entrego varios ejemplares del libro, cuya cubierta toquetea con mano experta. Y enseguida entramos en su casa, la misma de su poemario Im Wald. Im Holzhaus (‘En el bosque. En la casa de madera’, 2019). Krüger nos explica sus vínculos con este lugar escondido. Cuando se mudó de Berlín a Baviera, en los años sesenta, el lago de Starnberg, a veinte kilómetros de la capital bávara, era conocido como el lago de los poetas. Allí escribió Thomas Mann buena parte de La montaña mágica y se formó una colonia de artistas y bohemios que perduró hasta la posguerra. Aconsejado por un amigo, el cineasta Herbert Achternbusch, Krüger se buscó alojamiento en la orilla bohemia –la menos cara– del lago.
“Aquí atrás”, dice, y señala hacia el pueblo, “residía en esta época todavía el poeta predilecto de Hitler: Hanns Johst. Me consolaba pensando que en Berg nació también uno de los más combativos antifascistas de Baviera, el escritor Oskar Maria Graf, aunque cuando vine ya no vivía aquí. Era hijo de un panadero y bávaro de pura cepa, y cuando los nazis se abstuvieron de quemar sus libros en atención a su supuesto contenido popular, publicó un anuncio en los periódicos de Múnich que decía: “¡Quemadme!”. Naturalmente, tuvo que salir por piernas; murió en el exilio estadounidense. De Graf ya no se acuerda nadie, lamentablemente; los turistas preguntan ahora por la casa en la que nació Patrick Süsskind, el autor de El perfume.
Krüger descorcha una botella de vino y después sube una empinada escalera de madera para enseñarme su estudio, en la buhardilla de la casa. Allí, en un espacio amplio entre vigas antiguas, se encuentran estanterías bajas, un tablón sobre dos caballetes debajo de una enorme ventana cenital, y muchas pilas de libros. Preguntado por sus proyectos actuales, señala cinco montones de papeles y libros en el suelo delante del escritorio. “Este es el montón para la antología que estoy preparando. Al lado está el material para una edición de artículos de un amigo. Y así una cosa tras otra. Suelo trabajar en varios libros a la vez”.
“¡Mira, lo que tengo aquí!”. Me entrega un libro acabado de salir con un epílogo suyo: Übergangsritus (‘Ritual de transición’). “¿Conoces a Abdalrahman Alqalaq? Léelo, es un joven poeta palestino que ahora vive en Berlín. Es su primera traducción al alemán, poemas y prosas sobre su viaje ilegal desde un campo de refugiados en Damasco hasta Alemania”. Por mucho que se haya retirado, Krüger está al tanto de lo que se cuece, sobre todo en la poesía, y apoya activamente a jóvenes talentos. “Y si todavía no tienes esto, llévatelo también.” Me da una preciosa edición facsímil de un relato corto de Peter Handke, Pequeña fábula del fresno de Múnich (extracto de Una vez más para Tucídides), con fotos del fresno en cuestión y un posfacio suyo.
Krüger cuenta de su encierro durante dos años en esta cabaña a causa de su leucemia. Su mujer, para excluir el contacto con cualquier tipo de gérmenes, metía hasta los periódicos en el horno, de modo que los leía siempre con retraso. Las pocas visitas permitidas tenían lugar –nevara o helara– en la terraza, al aire libre. Menos mal que su amigo Jürgen Habermas era casi vecino. El filósofo todavía hoy lo visita regularmente con su mujer, una pareja sobre la que Krüger cuenta cariñosas anécdotas. Es un gran imitador de voces.
Nos vamos a cenar a una taberna a orillas del lago, el famoso Fischmeister, propiedad del actor Sepp Bierbichler (quien, tras ver a Krüger aparecer por primera vez después de su encierro, por lo visto le dijo: “Estaba seguro de haber leído en el periódico que habías estirado la pata”). Krüger consigue una mesa, aunque a mí me dijeron “imposible, todo ocupado” cuando el día anterior llamé para reservar. El maître da una cálida bienvenida a Krüger y su mujer y nos lleva a una mesa en el jardín. “La casa está igual, pero ya no tienen habitaciones. Wolfgang Hildesheimer, afincado en el lago tras su trabajo en los juicios de Núremberg, alojó aquí, en 1951, a su amiga, Patricia Highsmith, porque su casa taller (Hildesheimer era originalmente pintor y grafista) era demasiado pequeña”.
Pedimos el típico pescado del lago, el corégono. Mientras esperamos la comida, Krüger desgrana recuerdos de su época de editor, cuando traía a cenar aquí a muchos autores que con el tiempo se habían convertido en amigos. Menos mal que algo de esto lo está recogiendo para publicarlo. El año pasado apareció una primera incursión suya en el género memorístico, titulada Verabredungen mit Dichtern. Erinnerungen und Begegnungen (‘Citas con poetas. Recuerdos y encuentros’). Allí rememora momentos de sus amistades con Joseph Brodsky, Zbigniev Herbert, Charles Simic (a quien también tradujo al alemán) o Tomas Tranströmer. El libro se complementa de forma ideal con un álbum firmado conjuntamente con la fotógrafa Isolde Ohlbaum: Männer, die Rosen schneiden und andere Literaturgeschichten mit Fotos (‘Hombres que cortan rosas y otras historias literarias con fotos’). Y ya está trabajando en el segundo tomo de los recuerdos y encuentros.
Es una noche cálida, en el local no queda ni una silla libre. Un señor saluda respetuoso desde otra mesa, Krüger le hace señas de acercarse. Es un compositor y músico, conocido suyo, que le quiere agradecer haberle abierto la puerta de la casa de Peter Handke. “No, no, esto no tiene nada que ver conmigo, fue pura coincidencia”, niega Krüger, y le pide al hombre que cuente la historia. Todo empezó en un vernissage en Múnich, donde los dos habían coincidido. Allí apareció también Hubert Burda, amigo de Krüger de la facultad. Éste, para el cumpleaños de Handke, le quería regalar un cuadro de Camille Corot de su propiedad, pero no sabía cómo organizar en sólo dos días el transporte hasta París. “Y allí entró el factor coincidencia”, interrumpe Krüger. “Yo sabía que tu mujer estaba en París y que tenías planeado una visita en coche para el día siguiente”. El compositor se ofreció a llevar el cuadro y Burda aceptó encantado. Handke quedó tan contento al ver el Corot que invitó al mensajero a quedarse a comer. “E hicimos tan buenas migas que desde entonces seguimos intercambiándonos música y cartas hasta hoy”. El músico finaliza así el relato y se despide muy discretamente. Es el talento para la amistad de Michael Krüger lo que produce situaciones como esta, pienso para mis adentros. Se ha hecho tarde y nos levantamos. Cuando pedimos la cuenta, resulta que está pagada; el compositor sonríe y saluda con la mano desde lejos.
Al despedirme de Krüger le recuerdo que tiene un libro recién publicado en España que debería presentar. No me da un no como respuesta. Nunca se sabe: a lo mejor se desvía en una de sus próximas giras a Barcelona y Madrid.
Michael Krüger es, hoy por hoy, probablemente el poeta más solicitado de Alemania. Ante un recital suyo se forman colas largas donde un público de todas las edades se disputa los asientos. Unos acuden al observador crítico de la actualidad política, otros van para escuchar los lúcidos comentarios de la época del...
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