LA VISIÓN EN EL OÍDO
Utopía vegetal. De la impotencia a lo posible
¿Podríamos “hacer bosque” en otros espacios o lugares, como la escuela o la universidad, un barrio o un pueblo, el mismo mundo digital? Y abandonar así la alternancia entre la impotencia resignada y la crítica sin efectos
Amador Fernández-Savater 21/09/2024
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APARICIÓN: Macbeth no podrá ser vencido hasta el día en que el gran bosque de Birnam por la alta colina de Dunsinane no avance contra él.
MACBETH: Eso jamás ocurrirá. ¿Quién podría movilizar un bosque?
Shakespeare
Una idea insiste a lo largo del libro póstumo de Mark Fisher, Deseo postcapitalista, que recoge sus últimas clases en la universidad y acaba de ser publicado en castellano por la editorial Caja Negra: el problema político principal de nuestra época es el sentimiento de impotencia. La sensación generalizada de que un cambio cualitativo es imposible. De que nada de lo que se haga podrá modificar sustancialmente el estado de cosas. De que no hay salida.
Otras generaciones vivieron durante los últimos dos siglos con la idea de revolución, de que el asalto a los cielos era posible (incluso ineluctable), de que el nuevo mundo se podía tocar con la yema de los dedos. Hoy, por el contrario, la convicción más honda, no sólo mental sino física, alojada en el cuerpo, es el “realismo capitalista”: lo que hay es lo que hay y lo único que puede haber. Moriremos sin haber visto siquiera entreabierta la puerta de un cambio cualitativo positivo; son mucho más probables la catástrofe y el fin del mundo.
También las ideas críticas están impregnadas de impotencia (y a su vez la contagian): la expectativa en un colapso redentor y purificador, la melancolía de izquierdas por lo que fue y ya no es, la tentación rojiparda del conservadurismo cultural. En todos los casos, el futuro, la idea de que la acción colectiva puede abrir un futuro distinto, la esperanza de que aún no hemos visto lo mejor, parece devaluada y cancelada.
Fisher habla de “castillo de vampiros” para describir los comportamientos de la izquierda en las redes virtuales: una cultura política de la opinión soberbia, la acusación purista, la culpabilización permanente. Como si sentir culpa y hacérsela sentir a otros (por razones de clase, de género, de raza, de forma de vida) fuese una potencia de transformación, cuando sabemos al menos desde Nietzsche que la culpa fustiga y se fustiga (ese es su goce) pero en el fondo no quiere cambiar nada.
¿Cómo explicar que la impotencia sea el fondo anímico de nuestra época? Para Fisher es una cuestión de deseo. Toda la energía libidinal está hoy capturada por el mercado. Entre la amenaza de naufragio en la precariedad y la carrera permanente por mantenerse a flote, entre el yo narcisista, los objetos de consumo y las tecnologías que median entre ellos.
La vida misma se ha vuelto mercado. Y la experiencia de esa vida hecha mercado es la escasez: siempre estamos en déficit y en falta, sin tiempo, sin recursos, sin atención, sin lazos, sin complicidades, sin capacidades, corriendo detrás de algo que nunca llega. Nunca hay, nunca tenemos suficiente, nunca se puede.
“Si el deseo está monopolizado por el capital, entonces… eso es todo, ¿no? Los cambios que necesitamos simplemente no van a producirse”, dice Fisher. ¿Dónde se rompe el continuo entre vida y mercado? ¿En qué experiencia corporal y sensible puede llegar a sentirse que un cambio cualitativo es posible y deseable? ¿Dónde experimentamos hoy la abundancia? Es la pregunta de Fisher por un deseo postcapitalista.
Los bosques productivos
Este verano tuve la suerte de conocer a Juan Antonio Hernández en un encuentro en la isla de La Palma. Juan Antonio es ingeniero agrónomo, ha trabajado como asesor de Naciones Unidas en América y África, y ahora ya jubilado está activamente implicado en la experiencia de los bosques productivos y comestibles.
Lo primero que me llamó la atención de su discurso era la pasión que lo animaba. Una pasión que puedo reconocer inmediatamente como la emoción propia al hablar de algo que se ama, de un descubrimiento o una aventura en la que se está envuelto, de algo tal vez chico pero que puede tener la fuerza de empujar un cambio grande. Una pasión que contagia.
La iniciativa de los bosques productivos parte del principio siguiente: imitando los procesos naturales, se pueden “plantar” ecosistemas forestales completos
La iniciativa de los bosques productivos parte del principio siguiente: imitando los procesos naturales, se pueden “plantar” ecosistemas forestales completos y autosostenibles que procuren alimentos, medicamentos o materias primas, ya sea en terrenos rurales o agrícolas degradados, pequeñas granjas o parcelas, solares, parques o jardines comunitarios, ¡incluso azoteas y balcones!
El primer paso, tal y como lo entendí, es restaurar la vida de los suelos, tantas veces dañada por los procesos de degradación, desertización o contaminación en marcha, cultivar suelo a través del compostaje, de la rotación de cultivos o el establecimiento de policultivos (diferentes plantas en un mismo espacio), del cubrimiento del suelo con materiales orgánicos e inorgánicos, etc.
Es decir, no ir directamente a por los productos y los objetivos, con urgencias de rentabilidad inmediata, muchas veces depredadoras y extractivistas, sino propiciar condiciones de fertilidad propicias. No forzar los efectos, sino crear condiciones favorables. Los efectos vendrán por añadidura.
Frente a la visión del suelo como “terreno muerto”, a suplir con una inyección masiva de fertilizantes, pesticidas y herbicidas, que hacen girar la rueda de los combustibles fósiles, las prácticas regenerativas parten de una confianza en las potencialidades ya existentes: los microorganismos que fijan nutrientes y descomponen la materia orgánica, la materia orgánica que mejora la estructura del suelo o la fauna que lo airea. Lo que hay, lo existente, es potencia, si lo miramos desde el ángulo adecuado.
Como dice Ernst Goetsch, una de las referencias de las prácticas regenerativas, “no se trata de sustituir a la naturaleza, sino de buscar maneras de ayudarla a hacer mejor su propio trabajo. Si no se la altera, la naturaleza transformará el suelo en un próspero bosque y puede mantenerlo por sí mismo”.
Se puede incluso “sembrar agua”, nos dijo Juan Antonio para nuestro asombro
Se puede incluso “sembrar agua”, nos dijo Juan Antonio para nuestro asombro, a través de técnicas que promueven su captura, almacenamiento y filtración en el suelo, de modo que esté disponible de manera sostenible para plantas, animales y personas. No son los bosques los que dependen del agua, sino que el agua depende de los bosques. Y esta puede “sembrarse”.
La explosión de vida de estos bosques es muy rápida, muy sorprendente. Juan Antonio nos mostró imágenes de experiencias (en Canarias, en Bolivia, en Argentina) donde solares y desiertos se convertían en poco tiempo en auténticos vergeles. “Es posible crear paraísos floridos”, dijo Juan Antonio al final de su charla.
Hacer bosque como paradigma
El bosque productivo se plantea como alternativa concreta a los procesos de desertización por cambio climático, como producción sostenible de recursos tales como alimentos, medicamentos y materias primas, como embrión posible de otras economías. Pero yo quería rescatar ahora su carácter de experiencia heterogénea. Hacer bosque es otra forma de relación con la tierra, otra concepción práctica de la materia, otra vivencia de la temporalidad y el cambio.
Otra forma de relación con la Tierra-Gaia: ni la “madre terrible” o enojada con los seres humanos, ni la frágil víctima del antropoceno que se trataría de asistir y proteger, sino una potencia de engendramiento, con gran capacidad de regeneración y revitalización, que podemos escuchar y activar.
Esa fuerza productiva, en constante transformación y generación, que crea y sostiene todo lo que existe, es lo que filósofos como Giordano Bruno pensaron como natura naturans, en discusión con las concepciones trascendentes de la materia como criatura o vasallo del Espíritu y del Hombre, que nos han traído hasta donde estamos, al borde de la extinción de la vida sobre la tierra.
Una experiencia de transformación, aquí y ahora, con efectos muy concretos y palpables. Pero no efectos que un sujeto dominador arranca por la fuerza a un objeto inerte, efectos de poder y explotación, sino efectos de potencia, de cooperación, de cocreación entre distintos fragmentos de materia, orgánica e inorgánica, entre distintas formas de vida, humanas y no humanas, en una temporalidad no inmediatista, sino procesual.
Aunque sea por un momento y en un espacio localizado, el realismo capitalista se quiebra. No intelectual, sino física, corporalmente. Hay y puede haber otra cosa, se puede sentir y palpar muy concretamente. La energía libidinal circula distinto. La escasez se convierte en abundancia, tanto objetiva como subjetiva. Abundancia de tiempo, de complicidades, de capacidades, de disfrute. Un futuro se abre, desde el presente, el de la continuidad de la vida.
¿Podemos tomar el bosque o, mejor, el “hacer bosque”, como una metáfora o un paradigma?
¿Podemos tomar el bosque o, mejor, el “hacer bosque”, como una metáfora o un paradigma? Ya no pedir y esperar, ya no criticar y seguir esperando, sino desplegar vida aquí y ahora. Hacer crecer los mundos que somos y queremos ser. Pasar del sentimiento de la impotencia al sentimiento de lo posible.
¿Sería posible “hacer bosque” en otros espacios o lugares, como la escuela o la universidad, un barrio o un pueblo, el mismo mundo digital? Salir en todos esos ámbitos de la alternativa entre impotencia resignada y crítica sin efectos, mapear y detectar las potencialidades ya existentes, cultivar los suelos y airear los terrenos, regenerar los ecosistemas aunque sea por fragmentos, experimentar y hacer experimentar la capacidad y la posibilidad, otras formas de aprendizaje, de vínculo y de intercambio.
No simplemente criticar lo que falta, desde el modelo puro de lo que “debiera haber”, sino activar lo que hay, las potencias de lo que ya hay, los “microorganismos” que se encuentran ya en los cuerpos: en las necesidades y en las ganas, en las tramas de vínculos que nos sostienen, en las tradiciones y las historias que pueblan los lugares aunque no se vean.
Salir de la impotencia, no simplemente gritando “sí se puede”, como si fuese una cuestión de creencia y fuerza de voluntad, sino haciéndolo posible, preparando el terreno, sembrando agua y compostando.
Utopía vegetal
Los “paraísos floridos” de que habló Juan Antonio al final de su charla son una imagen utópica fuerte. Una imagen de abundancia, de plenitud, de fin de la escasez. Pero, ¿qué son las utopías? Volvamos a leer a los clásicos, por ejemplo a Ernst Bloch, autor de El principio esperanza.
No son castillos en el aire, diseños o planes de sociedades perfectas, horizontes luminosos pero lejanos, sino justamente potencialidades
No son castillos en el aire, diseños o planes de sociedades perfectas, horizontes luminosos pero lejanos, sino justamente potencialidades. Potencialidades de las que el mundo está preñado. La materia está habitada por potencialidades. Embarazada de lo que todavía-no-es. No somos diseñadores de utopías, sino sus comadronas y parteras.
Esperar, la esperanza, no tiene que ver con creencias ilusas de futuro, de que todo irá bien al final, sino con la escucha y el cuidado paciente de estas semillas y estos gérmenes, de estas tendencias y latencias, de estas anticipaciones de lo porvenir.
Las utopías son los microoganismos de la política. Están ya-aquí, por fragmentos, incluso en medio de la realidad más alienada. Se trata de hacerles espacio.
La crítica enroscada sobre sí misma, el diagnóstico cataclísmico sobre el mundo que lo pinta todo de negro y después nos pregunta “¿y ahora qué hacemos?”, siembra la impotencia. La crítica utópica es la que detecta y escucha las potencialidades, la que se apoya y se impregna de ellas, la que despeja el terreno para hacerles espacio, la que acompaña las semillas de lo nuevo.
No comunica el abatimiento ante un destino inevitable, sino las posibilidades de agujerearlo, las vías de salida, las líneas de fuga. ¿Y no es esto lo que más necesitamos hoy, en medio del miedo y la parálisis, el realismo capitalista, el catastrofismo y la distopía permanente?
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Amador Fernández-Savater es investigador independiente y coordina talleres de lectura y pensamiento.
APARICIÓN: Macbeth no podrá ser vencido hasta el día en que el gran bosque de Birnam por la alta colina de Dunsinane no avance contra él.
MACBETH: Eso jamás ocurrirá. ¿Quién podría movilizar un bosque?
Shakespeare
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Amador Fernández-Savater
Es investigador independiente, activista, editor, 'filósofo pirata'. Ha publicado recientemente 'Habitar y gobernar; inspiraciones para una nueva concepción política' (Ned ediciones, 2020) y 'La fuerza de los débiles; ensayo sobre la eficacia política' (Akal, 2021). Su último libro es ‘Capitalismo libidinal; antropología neoliberal, políticas del deseo, derechización del malestar’ Sus diferentes actividades y publicaciones pueden seguirse en www.filosofiapirata.net.
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