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Memoria

El legado brutal de Alberto Fujimori

El 11 de septiembre, a los 86 años, el mismo día y con la misma edad que falleció en 2021 Abimael Guzmán, dirigente de Sendero Luminoso, murió en la cama el exdictador. Su herencia se sigue sufriendo en el Perú de Boluarte

David Roca Basadre Lima (Perú) , 14/09/2024

<p>Alberto Fujimori, durante una visita a la Comisión Europea, en octubre de 1991. / <strong>Christian Lambiotte (C.E.)</strong></p>

Alberto Fujimori, durante una visita a la Comisión Europea, en octubre de 1991. / Christian Lambiotte (C.E.)

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“Un rufián muerto sigue siendo un rufián. Y un cobarde muerto no es un valiente. La muerte no beneficia tanto. Aunque yo en una milonga digo: no hay cosa como la muerte para mejorar a la gente.”

Jorge Luis Borges

Entrevista con César Hildebrandt – Revista Caretas, Lima

Hijo de migrantes japoneses llegados al Perú en los años treinta, modestos comerciantes, Fujimori era un hombre que no tenía antecedentes políticos, y su notoriedad era muy menor. Ingeniero agrónomo, matemático, rector de la Universidad Nacional Agraria, presidente de la Asamblea Nacional de Rectores, había sido ocasional conductor de un programa de entrevistas en el canal de televisión del Estado. En aquellas elecciones que tuvieron lugar en abril de 1990, con nueve candidatos registrados, Fujimori figuraba hasta marzo en el pelotón de “otros”.

El Perú vivía una de las peores situaciones de su historia. Ya se llegaba al décimo año de la incursión del grupo terrorista Sendero Luminoso, uno de los movimientos más criminales de la historia, a cuyas acciones el Estado había respondido con represión indiscriminada que terminó colocando a buena parte de la población, literalmente, entre dos fuegos. Había, además, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), de carácter igualmente letal pero más tradicional en su forma de subversión, y que agravaba las cosas.

Los electores se fijaron en el japonés que hacía campaña sentado en un tractor, alegando ser “un peruano como tú”

Además, el Gobierno del presidente Alan García, del partido APRA que era entonces de centroizquierda y formaba parte de la Internacional Socialista (luego viraría a la extrema derecha), había llevado al país a una inflación inacabable. García decidió una política de control de precios, reducir unilateralmente el pago de la deuda externa a un 10%, subsidiar un tipo de dólar para los empresarios –que generó una cadena de corrupción desbocada– y, lo que lanzó a Mario Vargas Llosa a la política, nacionalizar la banca privada.

“Se había llegado a una situación límite con la hiperinflación. Así, en términos de unidad monetaria, hacia 1984, la moneda nacional, el sol de oro, debió mutar a otra nueva, el inti (sol, en quechua), haciendo equivaler mil soles a un inti. Y luego, mientras iba creciendo la inflación, un millón de intis se convirtieron en un nuevo sol, otra moneda. En escasos seis años, la economía estaba destruida”, nos resume el historiador Nelson Manrique.

Con ese trasfondo, las encuestas presidenciales se centraban en cuatro nombres: Mario Vargas Llosa del frente ultraliberal FREDEMO, Luis Alva Castro del partido gobernante, y los dos candidatos de la izquierda que se acababa de dividir: Henry Pease por Izquierda Unida y Alfonso Barrantes por Izquierda Socialista.

Debate presidencial del Perú (1990), entre Mario Vargas Llosa y Alberto Fujimori. / Neptuno Producciones

La campaña de Vargas Llosa anunciaba con claridad las políticas de “shock” conocidas –es decir reducción del gasto público, aumento de los ingresos fiscales, devaluación de la moneda, liberalización de los mercados, privatización de empresas estatales– que llevaría a cabo para frenar la hiperinflación y estimular la economía. La campaña contra su candidatura, que aparecía como la más fuerte, se centró, precisamente, en el miedo al shock.

Esa campaña contra el novelista, que incluía publicidad encubierta del gobierno, en efecto espantó a los votantes de esa propuesta. Pocos querían que volviera a ganar el partido en el poder, y la izquierda, entonces fuerte y que pudo tener finalmente su oportunidad, la desperdició al fragmentarse y generar desconfianza. No había por quién votar.

Por descarte, los electores se fijaron en el japonés que hacía campaña sentado en un tractor, alegando ser “un peruano como tú”, y que ofrecía “Honradez, tecnología y trabajo”.

Fujimori pasó a la segunda vuelta con Vargas Llosa, valiéndose del eslogan del “no shock”, con un programa y el apoyo de técnicos que le ofreció la izquierda. Y fueron el APRA y la izquierda los que se movilizaron para hacerlo triunfar en la segunda vuelta. Y así ganó largamente. Fujimori obtuvo el 62,5% de los votos y Vargas Llosa el 37,19%.

Fujimori no solo hizo lo que prometió no hacer, sino que hizo algo mucho peor que lo que propuso el propio Vargas Llosa. El “fujishock

La careta empieza a caer

Apenas dos semanas después de haber asumido el cargo, el 28 de julio de 1990, el nuevo presidente se quitó la careta. Previamente, y ya antes de asumir, había cerrado la puerta, sin aviso alguno, a sus asesores de la campaña, entre liberales moderados e izquierdistas, e iniciado conversaciones con otros personajes, en particular el economista neoliberal Hernando de Soto, que lo llevó de la mano a reuniones con organismos internacionales, como el FMI. También inició su relación cercana con Vladimiro Montesinos, un abogado que antes había sido dado de baja de la carrera militar por traición, pero que a Fujimori le resolvió de manera oscura un problema que éste arrastraba con la justicia.

Hernando de Soto fue, además y mientras duró su relación con el dictador, el artífice de la batalla cultural fujimorista –tomando la expresión que hoy se usa tanto–, pues inoculó la ideología del individualismo más extremo mediante su influencia en discursos constantes y la promoción de iniciativas gubernamentales que se dedicaban a promover el paso de la propiedad comunal a la individual y privada, con el pretexto del acceso al crédito que, obviamente, nunca llegaba. Además, promovió leyes que debilitaban a los sindicatos, desacreditaban el asociacionismo y hacían desaparecer las cooperativas.

Fue pues, en esos primeros días, cuando el entonces primer ministro Juan Carlos Hurtado Miller apareció, por sorpresa, una noche por televisión y radio y dio un discurso en el que enterró todas las promesas de “no-shock”, y que nadie que lo haya escuchado olvidará jamás: anunció medidas drásticas de retiro inmediato de todos los controles de precios y subsidios, incluyendo al dólar que se decidió que flotara, y detalló uno a uno los precios que tendrían los productos de primera necesidad al día siguiente. La frase final de esa alocución, que dijo con comprensible dramatismo, aún resuena en los oídos de los peruanos: “¡Qué Dios nos ayude!”.

Y, en efecto, a la mañana siguiente los llantos en los mercados eran incontrolables; todo estaba fuera del alcance de la mayoría, en un país ya destrozado por la extrema pobreza. Fujimori no solo hizo lo que había prometido no hacer, un shock brutal, sino que era algo mucho peor que lo que había prometido el propio Vargas Llosa. Era el “fujishock”.

El gobierno de Fujimori comenzó con una suma de traiciones. 

El autogolpe: pocas reacciones

El mensaje a la nación del 5 de abril de 1992 fue contundente. Repitiendo “disolver, disolver” se deshizo del Congreso de la República

“Solo las condiciones de crisis extrema hacen posible imponer un ajuste radical con apoyo social”, nos dice Nelson Manrique. Y eso fue lo que ocurrió en el Perú. El fujishock logró el efecto deseado: aunque a un costo social altísimo, la inflación se frenó. Este resultado, a pesar de todas las dificultades, fue generando cierto sentimiento de alivio.

Sin embargo, el Congreso, donde el partido de Fujimori distaba de tener una mayoría, se había convertido en un fiscalizador muy diligente, y las discusiones entre el ejecutivo y el legislativo eran recurrentes.

Algunos enredos sobre cosas turbias se dejaron ver: la señora Susana Higuchi, esposa de Fujimori, y persona honesta, denunció el mal uso de donaciones venidas desde Japón, donde la elección de un hijo de japoneses a la presidencia del Perú había sido una gran noticia. Las hermanas del presidente negociaban incluso con la ropa usada. Y la ONG que habían creado –APENKAI– hacía uso indebido de las donaciones en efectivo.

Portada del diario español del 7 de abril de 1992, tras el golpe de Fuijmori. / El País

Todo ello, y los primeros cuestionamientos fiscalizadores, llevaron a Fujimori no solo a separarse de su esposa, después de haberla maltratado, sino también a adelantar el autogolpe que ya estaba organizando.

Previamente, Fujimori había iniciado una campaña contra lo que bautizó como “los políticos tradicionales”, en referencia a la oposición del Congreso a sus empeños para, según él, mejorar la economía y enfrentar al terrorismo. Ese manejo del discurso donde planteaba que le era imposible gobernar por causa de aquellos políticos y de la misma política, sembraron el terreno que le permitiría el autogolpe de Estado.

El mensaje a la nación del 5 de abril de 1992 fue contundente. Repitiendo “disolver, disolver”, expresión que quedó grabada, se deshizo del Congreso de la República; del Poder Judicial, del que destituyó a centenares de jueces, el ministerio público donde corrieron la misma suerte centenares de fiscales, el Consejo Nacional de la Magistratura, el Tribunal de Garantías Constitucionales. Más adelante destituiría a 177 integrantes del cuerpo diplomático usando el argumento de una necesaria purga de homosexuales de esa institución.

Con el apoyo de las fuerzas armadas y policiales, del 80% de la población, y el rechazo de la comunidad internacional, Alberto Fujimori inició lo que, en la práctica, fue una política sostenida de saqueo y destrucción de las instituciones.

Luego, por presión internacional, y por intermediaciones de Hernando de Soto, el dictador convocó una asamblea constituyente que redactó la Constitución de 1993, ultraliberal, y que sostiene hasta hoy al legado fujimorista. Vergonzosamente, un sector de la izquierda participó de esa convocatoria para, con pocos constituyentes electos ante una previsible amplia mayoría fujimorista, en la práctica validar ese proceso espurio.

La suerte: captura de terroristas

Pero la suerte favorecía al dictador. Ese mismo año de 1992, un grupo de inteligencia de la policía, a espaldas de Fujimori y su socio Montesinos que más bien obstruían su trabajo, logró capturar al jefe máximo de Sendero Luminoso. El GEIN (Grupo Especial de Inteligencia) contaba con apoyo de agentes de inteligencia norteamericanos. Así, mientras asistían a una cena en la embajada norteamericana, tanto Montesinos como sus ministros de Defensa e Interior, se enteraron de la captura de Abimael Guzmán gracias a un brindis del embajador oferente. Fujimori se encontraba pescando en Iquitos, ciudad de la Amazonía, con su hijo menor. Rápidamente, Fujimori regresó mientras Montesinos le arrebataba la presa al GEIN y lo presentaba como éxito del Gobierno. Con traje a rayas y en una jaula, fue presentado el siniestro personaje.

En septiembre de ese mismo año, la inteligencia policial logra la captura del dirigente principal del MRTA, Víctor Polay Campos. Hecho que también fue capitalizado. La popularidad del dictador era enorme.

Fujimori inició entonces la carrera de privatizaciones. Ese capítulo es de los más oscuros. Poco a poco, empresas del Estado empezaron a pasar a manos privadas. Entre las principales, la Compañía Peruana de Teléfonos (CPT) y la empresa de comunicaciones, Entel Perú; la generadora de electricidad en la capital, Electrolima; Petroperú; Minero Perú; Electroperú; las mineras Centromin y Tintaya; el Banco Continental; Petromar; Sider Perú; Pesca Perú, y varias más. 

Las cooperativas agrarias

Luego llegó el turno de las cooperativas agrarias donde se produjo un verdadero acto de despojo. Estas eran herencia del gobierno reformista del general Velasco Alvarado –de hecho, también lo eran la mayoría de las empresas estatales privatizadas, que fueron generadas durante el gobierno de Velasco– y su administración estaba en manos de gerentes, pero las decisiones eran de los cooperativistas, es decir de los campesinos organizados en las cooperativas. Fujimori dispuso que las cooperativas se convirtieran en sociedades anónimas. Enseguida, mediante artilugios legales, frenó las exportaciones de los productos de estas sociedades, promoviendo su decadencia. Los precios de las acciones cayeron por los suelos y, entonces, ávidos socios del dictador, alertados por este, fueron comprando sigilosamente acciones a los empobrecidos campesinos, hasta que los que quedaban, sin saberlo ni entenderlo, se encontraron con que eran accionistas minoritarios de sus empresas. Así ocurrió.

Quien esto escribe pudo hacer un informe en 2012 –y nada ha cambiado– sobre las tropelías de las empresas azucarera, química, papelera en la localidad de Paramonga, antigua cooperativa, a escasas cuatro horas al norte de Lima, donde la explotación laboral, la contaminación química que ha envenenado el mar, el aire que expulsa bagacillo de la caña de azúcar y mata a sus habitantes por bagazosis, han sido naturalizados por el Estado ante la resignación impotente de la misma población. La empresa azucarera en Paramonga, responsable de la difusión del bagacillo, es hoy propiedad de la familia Wong, la misma que posee el canal de televisión Willax y que es el portavoz del fujimorismo redivivo y de sus socios con Dina Boluarte.

Dina Boluarte acude al velatorio del exdictador Alberto Fujimori, en el Museo de la Nación (Lima). / Presidencia del Perú

Las obras y el control mediático

Si uno recorre el Perú, se encontrará con centenares de obras físicas realizadas durante el gobierno de Fujimori. Bueno es aclarar que las sumas de obras físicas no hacen un proyecto de gobierno, una propuesta de país, que requiere de una dinámica concertada y un objetivo, que Fujimori no tenía para el Perú. Lo que tenía era libre acceso a los recursos del Estado. En vez de plantear el gasto en el presupuesto aprobado por el Congreso, este era una simple formalidad –como todos los gestos aparentemente democráticos de la dictadura– y así Fujimori podía prometer un colegio, una carretera, lo que se le ocurriera, con solo decidirlo y la obra se ejecutaba casi inmediatamente. El dinero lo extraía como del bolsillo.

Estas obras se publicitaban ampliamente. La dictadura tenía la adhesión, literalmente comprada con dinero del Estado, de la totalidad de los medios de comunicación, salvo la honrosa excepción de unos pocos insobornables. Permítaseme honrar la memoria de Gustavo Mohme Llona, fundador del diario La República que, en ese entonces y bajo su dirección, se convirtió en el baluarte de la oposición a la dictadura. 

La dictadura tenía la adhesión, literalmente comprada, de la totalidad de los medios, salvo la honrosa excepción de unos pocos insobornables

Pero además de los medios convencionales, estaban los llamados “diarios chicha”. La expresión “chicha” viene de una bebida fermentada de maíz muy antigua, prehispánica, pero en el argot popular ha venido a significar algo entre corriente y kitsch. Los “diarios chicha” fueron creación de Montesinos, y editados mediante intermediarios. Vistosos, muy coloridos, con desnudos, texto breve, jerga en los titulares, muchas fotos, pero grandes llamadas en primera plana. Y con contenidos generalmente difamatorios de personas de la oposición al gobierno. Los nombres de esas publicaciones solían tomarse del habla popular, y obviamente ni la gramática ni el periodismo informativo eran su prioridad. Pero cumplían su función con solo estar colgados en los puntos de venta. Como la difusión, en momentos críticos, de noticias imaginarias pero que distraían a todos. Desde vírgenes que lloran, hasta escándalos inventados, o rifas, todo valía. Los “diarios chicha” cumplían su función distractiva.

Gracias a esos medios, y a la compra de la (ya poca) conciencia de los medios formales, el descubrimiento de un cargamento de cocaína en el avión presidencial, el negocio de venta de armas a las FARC colombianas, el saqueo del Estado durante las privatizaciones, no tuvieron la difusión debida o se señaló a “culpables” elegidos para salvar la circunstancia.  

La represión y la destrucción del Estado

Las instituciones del Estado se debilitaron al extremo. Los jueces podían ser destituidos en cualquier momento 

En ese ambiente actuaban los agentes represivos. Fujimori continuó la política represiva indiscriminada contra el terrorismo, inaugurada por sus antecesores de la década de los ochenta, pero la usó además para afianzar su control sobre el Estado y para blanquear sus fechorías. Cuando fue juzgado y condenado fue por dos crímenes horrendos contra estudiantes y docente de la Universidad Pedagógica de la Cantuta, y el asesinato con metrallas de un grupo de personas, entre ellas niños, en una actividad social, todo ello por obra de paramilitares del denominado Grupo Colina. Además del robo al Estado de 15 millones de dólares que había entregado como compensación a Vladimiro Montesinos. Faltaba juzgarlo por el asesinato de seis campesinos en la localidad de Pativilca, simples comuneros a los que mataron para favorecer la codicia de un amigo del general Hermoza, jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, socio de Fujimori y Montesinos, que quería apoderarse de sus tierras. Y faltaba juzgarlo por esterilizaciones forzadas a las que su gobierno sometió a centenares de mujeres campesinas, en un plan supuestamente diseñado para control de la natalidad.

En todo ese proceso, las instituciones del Estado se debilitaron al extremo. Los jueces, casi todos provisionales, podían ser destituidos en cualquier momento, lo que debilitaba su independencia. Y en los institutos armados se liberó la corrupción al extremo de debilitar su profesionalismo y objetivos.

Quedó, en efecto, una macroeconomía estable, pero que favorece la acumulación de riqueza de pocos, la destrucción del territorio destinado a perpetuidad como proveedor de insumos y zona de sacrificio para beneficios de otros. Y la pobreza perenne de una mayoría.

El final

Fujimori cayó porque finalmente el pueblo se hartó. Y porque, de pronto, aparecieron unos vídeos en VHS donde se veía a Vladimiro Montesinos distribuyendo dinero del Estado, en grandes pilas, a distintos personajes a cambio de adhesiones y complicidades. Desde políticos hasta gente de la farándula, pasando por ejecutivos, muchísimos pasaron por allí. Se fugó, como siempre hacía ante cualquier peligro, valiéndose de un viaje oficial, con maletas cargadas de lingotes de oro, y una parte importante de los llamados “vladivideos”.

Se quedó en el Japón, vivió como oligarca, usó su doble nacionalidad (era también japonés) para no ser extraditado y se postuló con mal resultado al Senado japonés por un partido de extrema derecha. Luego, calculó mal y viajó a Chile esperando retornar al Perú, pero fue capturado y extraditado, juzgado, condenado a 25 años de cárcel para solo cumplir 15 por un indulto ilegal, quedar en libertad ante la consternación de sus víctimas, y morir en su cama.

El fujimorismo fue precursor de los movimientos de extrema derecha en América Latina

Pero no se ha ido del todo. El fujimorismo persiste como manera de ser, como visión del Estado para enriquecerse, como individualismo difuso en el que desaparece la posibilidad de cualquier afán colectivo, y como la predominancia del más fuerte. El fujimorismo fue precursor de los movimientos de extrema derecha en América Latina. Todo peruano que observa la experiencia argentina, por ejemplo, tiene claro lo que está ocurriendo y lo que puede ocurrir.

Lo peor del fujimorismo fue, pues, su legado destructor de toda la institucionalidad que había, ni excepcional ni modélica, pero al menos existente y mejorable. Y ese es la herencia de desgracia que ha generado la situación que hoy se vive con Boluarte y la mayoría congresal de ultraderecha que gobiernan, y su desprecio racista por la vida, su visión del Perú como objeto de provecho personal, y su afán destructor de todo orden y democracia.

“Un rufián muerto sigue siendo un rufián. Y un cobarde muerto no es un valiente. La muerte no beneficia tanto. Aunque yo en una milonga digo: no hay cosa como la muerte para mejorar a la gente.”

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Autor >

David Roca Basadre

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