OBRAS Y SOMBRAS
Bécquer: el balcón del ángel; los ojos del abismo
Las ‘Leyendas’ del poeta sevillano marcaron un hito en una España casi huérfana de movimiento romántico
Miguel Ángel Ortega Lucas 25/12/2024
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En el principio era el Balcón. Porque tal hallazgo arquitectónico no es patrimonio exclusivo de Montescos y Capuletos. Un balcón es un lugar físico, un otero que abre puertas desde la intimidad del hogar al trasiego universal del mundo; por eso mismo es también un símbolo en el secreto idioma de los lunáticos –adj.: adictos a la luna–. Esos que han deambulado siempre mirando hacia arriba, de día o de noche; a punto siempre de vislumbrar un ángel en pleno vuelo y a punto siempre, por las mismas, de estamparse la cara contra una señal de tráfico (basado esto en rigurosos hechos reales).
Da igual: hay que seguir alzando los ojos a los balcones del mediodía, del crepúsculo y de la madrugada, porque nunca se sabe Cuándo.
En el Madrid del siglo XIX los balcones daban mucho más a la calle, y la calle entraba mucho más por ellos. Fue, según todos los indicios, en algún momento del verano o el otoño de 1858, durante uno de sus paseos tras una convalecencia, y acompañado de su amigo Julio Nombela, cuando, al penetrar en la calle de la Justa (hoy calle Libreros), el jovencísimo escritor sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, 22 años entonces, vislumbró en un balcón a un ángel equívoco de dos rostros. Un animal mitológico mitad balcón, mitad mujer –mitad ángel partido por la mitad–. Aunque también pudieran ser dos muchachas, hermanas entre sí.
Ahí está la imagen; el encuentro que nadie sabe Cuándo puede ocurrir. Y lo demás es, literal y literariamente, leyenda.
El investigador Rafael Montesinos consignaba hace décadas (en la edición de Rimas de la editorial Cátedra): “Para todo biógrafo de Bécquer es muy difícil poner en orden su corazón”; en el sentido de hacer inventario de su currículum sentimental, o conocer lo incognoscible. Y añadía –de forma un poco temeraria–: “Lo que importa es el nombre de mujer que perdura en la vida de un poeta, y Bécquer no lo tuvo. (…) No hay un nombre de mujer que le acompañe (sí amores y enamoramientos fugaces, aparte de la tragedia conyugal)”.
Los nombres de esas muchachas del balcón eran Julia y Josefina Espín –hijas del compositor Joaquín Espín Guillén–. La primera es quien ha quedado para la historia como gran musa de manual del autor, cuando la realidad es que la relación de Bécquer con ambas queda cercada por la pura niebla del monte de las ánimas. Algunas cosas que sí pueden saberse con cierta solidez, por ser testimonio escrito de su amigo Nombela, es que Bécquer creyó ver en Julia, al menos en aquel primer fogonazo –uno o dos pisos por debajo de su aura–, “la encarnación de la Ofelia y la Julieta de Shakespeare, la Carlota de Goethe y sobre todo la mujer ideal de las leyendas que bullían en su mente”. Pero, siempre según Nombela –la realidad suele superar a los manuales románticos–, Bécquer no quiso conocer a Julia, por no arriesgarse a que la imagen que había erigido acabara hecha trizas. Finalmente, el encuentro se acabó dando por mediación de un amigo periodista, Ramón Rodríguez Correa, quien llevó a Gustavo Adolfo y a su hermano Valeriano, pintor, a las tertulias artísticas que celebraba en su casa Joaquín Espín.
Puede saberse gracias a los investigadores que el poeta regaló a Julia dos álbumes de dibujo con dedicatorias “amistosas” y un autorretrato. Y que regaló asimismo a Josefina otro álbum con dos dibujos… en el que iba escrita su rima XXVII. Es una de las piezas más logradas de la colección, por lo que secretamente encierra. Comienza así:
Despierta, tiemblo al mirarte;
dormida, me atrevo a verte;
por eso, alma de mi alma,
yo velo mientras tú duermes.
(…Y la pregunta emerge sola: si era Julia el ideal que Bécquer soñó siempre, ¿por qué estampar esa rima, ésa, para la hermana? –teniendo en cuenta que lo de jugar a dos bandas, y dentro de una misma casa “de bien”, no era digno de caballeros).
También sabemos, gracias a R. Montesinos, que los ojos de Julia eran negros, y los de Josefina, azules. Que la primera era más seria, la segunda más cálida. Y que ninguna de ellas llegaría a estar –que se sepa– a menos distancia de Bécquer de lo que permitían las normas de la buena sociedad decimonónica.
Él siempre estuvo casado con un fantasma. Con varios, mejor dicho, como los ángeles del balcón: el fantasma del anhelo imposible, por una parte, y el de la muerte segura, por otra. De natural melancólico, sensitivo y enfermizo, huérfano de padre a los cinco años y de madre a los once, acogido luego junto a su hermano por sus tías maternas, casi nunca se encontró en casa en este mundo. Menos aún cuando, al dejar Sevilla para probar suerte en el consabido traslado de fortuna a la capital, a los dieciocho, las visiones que había forjado de Madrid se evaporaron nada más bajar del carruaje: aquel poblachón manchego le pareció “sucio, negro y feo como un esqueleto desencarnado tiritando bajo un inmenso sudario de nieve”. Allí alternó los –también consabidos– trabajos de escribano y puestos de villa y corte que los artistas mendigaron siempre en España para poder pagar la pensión. El hartazgo y el desengaño habían ido a más cuando, tres años después de conocer a las hermanas Espín, contrajo matrimonio con una mujer llamada Casta [sic] Esteban. Según otro becquerista, Pascual Izquierdo, el enlace se llevó a cabo “con precipitación e impulsado por el despecho” de otra presunta frustración amorosa. Tras siete años y medio, tres hijos y ninguna pasión lírica, se separaron del todo.
Ocurrió otra cosa en 1858, en la primavera previa al episodio del balcón: los amigos de Bécquer, alarmados por la fiebre que le atenazaba, desvalijaron su cuarto en busca de cualquier texto que pudieran publicar (vender) con el fin de pagarle un médico –el que le prescribió los paseos una vez recuperado–. Hallaron uno, titulado El caudillo de las manos rojas, que sacaría por entregas el periódico La Crónica. Fue el primero de una larga serie que él llamó leyendas, y que marcaron un hito decisivo, silencioso y sin paralelo en la historia de la literatura española.
Un hito insuficientemente ponderado todavía. El poeta consagrado tras su muerte (como Dios manda aquí) por la popularidad inusitada de las Rimas, recitadas hasta antes de ayer como los rescoldos de una era de polisones y damas desmayadas en un diván –“¿Qué es poesía, dices mientras clavas / en mi pupila tu pupila azul…?”–; el escritor llamado por Camilo José Cela “laúd de una sola cuerda” (porque Cela se creía a sí mismo el Concierto de Aranjuez); el hombre del que, en puridad, conocemos muy poco, reveló en esas leyendas una estética, una atmósfera y unas intenciones que sí cumplieron en serio el canon romántico, de una forma en que casi nadie más lo haría aquí.
Porque España, seguramente debido a la asfixia feudo-inquisitorial de siglos, no estuvo en condiciones de desplegar las alas de ese ángel oscuro, crepuscular, que sobrevoló Europa merced a las invocaciones de gente como Lord Byron, Mary Shelley y John Keats en Inglaterra; Heine, Goethe y Novalis en Alemania. Incluso Francia, cuna racionalista, tuvo a Baudelaire, a Nerval, a Víctor Hugo. Pero, ¿de qué hablamos, en realidad, cuando hablamos de Romanticismo? Pues, por ejemplo, de esto que Bécquer consignaba en la tercera de sus Cartas desde mi celda, escritas en el monasterio de Veruela en 1864:
Cuando yo tenía catorce o quince años y mi alma estaba henchida de deseos sin nombre (…) daba rienda suelta a mis pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles, en las que hasta el esqueleto de la muerte se vestía a mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas.
Es el temblor de lo mistérico, de lo sonámbulo; de la apertura libertaria, sin coartadas morales ni intelectuales, a lo desconocido que nos envuelve, como la noche del bosque y de la niebla cercaba las luces de las incipientes ciudades industrializadas (creyendo, la metrópoli, que las murallas de luz de gas la protegerían de los lobos hambrientos de la imaginación). En el páramo que fue España para la poesía verdaderamente romántica, apenas un nombre más es incluible en esa logia: la gallega Rosalía de Castro. Dándose la circunstancia de que Bécquer nació en febrero (el día 17) de 1836; Castro, en febrero (el 23) del año siguiente… Y fue en ese febrero de 1837 (el día 13), como legándoles una sola silla huérfana, cuando Mariano José de Larra –dandi maldito según Umbral– se pegó el tiro en la sien que le liberó de todos los febreros del frío.
El legado de Bécquer, en fin, rebasa aquella “leve música” de sus poemas, que en cualquier caso influyó en melodías andaluzas posteriores, como una corriente subterránea que irriga a los también sevillanos Antonio Machado y Luis Cernuda, y más tarde al granadino Luis Rosales: poeta colosal, por redescubrir todavía, que cuenta entre sus poemarios con uno llamado Rimas –en el que no hay una sola rima–. Cernuda, por cierto, dejó dicho que “es Bécquer quien adivina en España la necesidad de la poesía en prosa y quien responde a ella y le da forma en sus Leyendas”. Su aliento, entre lo mítico y lo popular, resulta palpable en Lorca.
Por vuelo poético, pero sobre todo por intuición espiritual, Bécquer dio verdadero vuelo literario a un puñado de cuentos tradicionales y de invenciones propias, de una forma que ni Zorrilla ni Espronceda ni el Duque de Rivas alcanzaron, por más deudor que fuera de los tres. Quizás, leídas hoy, algunos lectores-espectadores hechos a los sustos de las pantallas no las encuentren lo suficientemente inquietantes; pero su aroma de cuento es indeleble, y muy recomendable para adolescentes que comiencen a adentrarse en esa fascinación de los “deseos sin nombre” de los que él mismo hablaba. (La nueva edición, ilustrada, de las Leyendas en la editorial Valdemar es una excelente puerta de entrada o regreso a esta obra.)
Bécquer dejó este mundo a los 34 años, cumpliendo rigurosamente el plan “romántico” de manual. Se fue el 22 de diciembre de 1870, tres meses después que su hermano Valeriano y media hora antes de un eclipse total de sol. Dos días antes de morir, echó al fuego toda su correspondencia amorosa: “Sería mi deshonra”, dijo a su amigo Augusto Ferrán, que le acompañaba. Y es así que el mayor misterio –como siempre–, la mayor leyenda aquí, es la vida del propio Bécquer. Sobre todo para aquellos que quisieran “poner orden en su corazón”.
Tal cosa es imposible: para quien habita con un pie en la luz del día y con otro en las sombras del Otro Lado, no suele haber diferencia entre lo que se vive, lo que se escribe y lo que se sueña… “Guardo –escribía en una de sus Cartas literarias a una mujer–, como en un libro misterioso, las impresiones que […] duermen hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno, y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca y tiende sus alas transparentes que bullen con un zumbido extraño, y cruzan otra vez mis ojos como en una visión luminosa y magnífica”.
Una de sus mejores leyendas es Los ojos verdes. En ella, un caballero rico, fatuo, cae hechizado por el espectro de una mujer que vive en las aguas de una fuente escondida en un bosque. Por supuesto, el caballero caerá hasta el final del abismo de esas aguas por seguirla. Comienza Bécquer diciendo: “Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero los he visto”.
¿… No pudiera ser esa mujer una “visión luminosa y magnífica” nacida en realidad de otra visión, vivida un mediodía ante el balcón de un ángel doble inalcanzable? (¿No pudieran ser unos ojos verdes –rompiendo el sueño las reglas cromáticas– unos ojos azules ensombrecidos por unos ojos negros, emergiendo así los ojos verdosos de las aguas de un bosque…?)
…Todo el mundo siente. Sólo a algunos seres les es dado guardar, como un tesoro, la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que éstos son los poetas. Es más, creo que únicamente por esto lo son.
En el principio era el Balcón. Porque tal hallazgo arquitectónico no es patrimonio exclusivo de Montescos y Capuletos. Un balcón es un lugar físico, un otero que abre puertas desde la intimidad del hogar al trasiego universal del mundo; por eso mismo es también un símbolo en el secreto idioma de los lunáticos...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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