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Miguel, un hombre libanés, abandona su tierra natal para escapar de una sociedad y un núcleo familiar que lo discrimina solo por ser quien es: un homosexual en plena guerra civil libanesa en los años 80. Para demostrar su valía como hombre se une a las filas del ejército. Fracasa. Traumatizado, emigra a Madrid con la esperanza de liberarse y encontrarse a sí mismo. Su complejo trayecto, lleno de contradicciones personales, donde explora su identidad, la opresión social, su proceso migratorio y el sentido de pertenencia, es lo que la directora Eliane Raheb (Beirut, 1972) documenta sin ningún tipo de tabú en La guerra de Miguel (Miguel’s war, 2021).
No es la primera vez que Raheb aborda la experiencia personal bajo un contexto de conflicto externo. En el documental Aquellos que permanecen (Those who remain, 2016) documentó la vida de Haykal Mikhael, un agricultor libanés que enfrenta las tensiones religiosas y geopolíticas en las montañas de Akkar, una región fronteriza con Siria amenazada por la presencia de grupos terroristas como ISIS. Ambos relatos, el de Miguel y el de Haykal, muestran la esencia del cine de Raheb: historias de lucha, identidad y resistencia.
Y con la misma esencia que caracteriza su obra, la directora no tiene medias tintas para hablar con firmeza de la censura en su país natal y su posición sobre los conflictos geopolíticos que enfrenta el Líbano y el Medio Oriente. Así lo expresó a este medio, durante su visita el pasado 10 de diciembre a la Casa Árabe de Madrid, donde se proyectó su último filme La guerra de Miguel, que le valió en 2021 el premio Teddy a la mejor película LGBT en el Festival Internacional de Cine de Berlín.
Su documental La guerra de Miguel ha sido elogiado por la crítica por abordar temas como la homosexualidad, el trauma y la guerra en el mundo árabe. ¿Qué le inspiró a contar esta historia?
Conocí a Miguel en un festival en Barcelona, donde estaba mostrando uno de mis filmes. Él era el traductor y, después de la proyección, me confesó cómo le había impactado la película porque le recordaba su propia historia. Miguel había vivido la guerra civil libanesa, pero también enfrentó conflictos internos relacionados con su identidad y su sexualidad en una sociedad profundamente conservadora. Su lucha por encajar en el modelo masculino de la época lo llevó a la guerra y, tras fracasar, huyó a España, donde vivió su homosexualidad, pero de manera extrema y destructiva. Su historia me fascinó porque era una metáfora de cómo la sociedad, la familia y la religión pueden moldear, y a veces destruir, nuestra identidad.
Al escuchar la historia de Miguel, ¿se identificó con sus luchas personales?
En cierta medida, sí. Aunque nuestras historias son diferentes, también tuve que luchar para ser quien quería ser. Crecí en una familia cristiana en el Líbano, aunque no tan conservadora como la de Miguel, y como mujer también sentí la presión de una sociedad que intenta encasillar a las personas. Sin embargo, soy de una generación más joven y crecí en un Líbano que se estaba modernizando. En el proceso de filmar su historia, lo llevé de vuelta al Líbano para enfrentar su pasado traumático. Fue también una experiencia personal para mí, porque pude reflexionar sobre cómo el país ha cambiado, aunque persisten las cicatrices del pasado.
Las autoridades permiten que se vean contenidos extremos en Netflix o YouTube, pero censuran filmes que intentan explorar la condición humana
El largometraje ha sido aclamado internacionalmente, pero ¿cómo fue el recibimiento en el Líbano?
No hicimos una proyección pública porque el filme es muy crudo y aborda temas polémicos como el sexo, la religión y el trauma. Por ejemplo, en una escena, Miguel maldice a Dios, lo cual es inaceptable en nuestra sociedad. Organizamos proyecciones privadas con amigos y conocidos para evitar problemas con la censura.
¿Cómo enfrenta la censura en su país?
La censura es ridícula. Las autoridades permiten que se vean contenidos extremos en plataformas como Netflix o YouTube, pero censuran filmes que simplemente intentan explorar la condición humana. En mi opinión, estas restricciones no tienen que ver con proteger valores, sino con hipocresía. Muchas de las mismas personas que censuran son las que, en privado, rompen las reglas que imponen.
Con tantas barreras culturales, ¿cómo sobreviven los cineastas independientes en el Líbano?
Dependemos de coproducciones internacionales. Mi último filme, por ejemplo, fue financiado por Alemania y parcialmente por España. El apoyo estatal es inexistente y los fondos privados suelen imponer restricciones. Esto hace que el proceso de financiación sea lento y complicado, pero también nos da más libertad creativa.
La guerra civil terminó hace décadas, pero ¿cómo sigue afectando a la sociedad libanesa hoy?
Las heridas de la guerra civil no han sanado. Aún hay 17.000 desaparecidos cuyas familias no han recibido respuestas. Los políticos prefieren evitar el tema, porque abrir esas heridas podría desestabilizar su poder. Además, el trauma resurge cada vez que hay un nuevo conflicto, como el actual con Israel y la masacre en Gaza. Es como si el país estuviera atrapado en un bucle de violencia y negación.
¿Cree que el cine puede ayudar a romper ese ciclo?
El cine es una herramienta poderosa para reflexionar y procesar el trauma. Muchos cineastas libaneses han abordado la guerra civil, pero sus filmes a menudo no llegan al gran público por falta de distribución o por censura. Sin embargo, seguimos intentándolo porque contar estas historias es esencial para nuestra memoria colectiva.
¿Cómo se pueden identificar las nuevas generaciones con su obra?
La guerra civil pertenece al pasado, pero la pregunta de quedarse o irse sigue muy presente en el Líbano.
En La guerra de Miguel aborda los problemas que atraviesa la comunidad LGBTQ+. ¿Cómo ve su representación en el cine árabe?
Ha habido avances, con más filmes que abordan estas temáticas y una comunidad cineasta queer cada vez más visible. Pero sigue siendo difícil.
Los medios de comunicación europeos han retratado a los refugiados palestinos como si todos fueran terroristas
El mundo árabe también es conocido por ser un lugar hostil para la mujer. ¿Cómo ha sido su experiencia como cineasta y su trabajo creativo?
El problema radica en los tabúes culturales y religiosos, no en el género del cineasta. Todos, sin importar el género, vivimos oprimidos. Las críticas y los escándalos que enfrentó ‘La guerra de Miguel’ no habrían sido diferentes si el director hubiese sido un hombre.
Hace unos años usted dijo que “el Líbano está dando una lección a Europa con los refugiados”. ¿Sigue pensando igual?
Absolutamente. Lo que realmente me enfurece es la hipocresía de Europa. Durante la guerra en Ucrania vimos cómo se abrieron las puertas a los refugiados ucranianos porque eran blancos y cristianos. Esto contrasta con el trato que reciben los refugiados árabes y africanos, que son deshumanizados y vistos como una carga o, peor aún, como una amenaza. Es indignante. Los medios de comunicación europeos, especialmente en países como Francia o Alemania, han contribuido a esta narrativa, retratando a los refugiados palestinos como si todos fueran terroristas.
¿Cree que esta discriminación se extiende más allá de los gobiernos y está presente también en la ciudadanía europea?
Sí, sin duda. No solo es un problema de los gobiernos, sino también de las personas de a pie. Muchos europeos repiten lo que ven en la televisión sin cuestionar la información. No hay un esfuerzo real por entender la situación de Palestina, que lleva así desde 1948, o las causas de las crisis en Siria y otras partes del mundo árabe. Europa tiene los recursos para ayudar, pero prefiere cerrar sus fronteras mientras continúa alimentando los conflictos en nuestra región con la venta de armas.
Europa tiene los recursos para ayudar, pero prefiere cerrar sus fronteras mientras continúa alimentando los conflictos
En el Líbano la situación es muy distinta. ¿Cómo valora actualmente la gestión de los refugiados en su país?
El Líbano ha recibido refugiados palestinos desde la Nakba y, más recientemente, refugiados sirios tras el inicio de la guerra en 2011. Pero nuestro país es pequeño y tiene una infraestructura muy limitada: no contamos con electricidad estable, agua suficiente ni los recursos necesarios para gestionar una llegada tan masiva. Esto ha generado tensiones sociales y políticas. Aunque estoy en contra de las agresiones hacia los refugiados, entiendo de dónde vienen esas frustraciones. Pero tampoco justifico cómo algunos políticos han explotado esta situación para generar más divisiones.
¿Y cómo cree que el cine puede servir como herramienta para abordar estas crisis?
Algunos cineastas han tratado temas de refugiados, pero es un terreno complicado, especialmente con los sirios, porque llegaron en un momento de gran crisis para el Líbano. Otros deciden producir filmes financiados por ONGs, pero falta un verdadero compromiso para mostrar la realidad de los refugiados. Por otro lado, la situación de los palestinos está mejor documentada, la de los sirios no tanto. Esto muestra la división que existe en el Líbano, incluyendo a la comunidad de artistas y cineastas. Pero igual siguen siendo historias que no llegan a la mayoría del público libanés debido a la censura y a la falta de distribución.
¿Cree que el artista tiene una responsabilidad moral?
No creo que los cineastas tengamos la obligación de defender causas sociales. En mi caso particular mi enfoque es contar historias que me interesen y que resuenen conmigo. Si eso implica abordar injusticias, lo hago, pero mi prioridad es explorar la experiencia humana, con todas sus contradicciones.
Europa no solo ignora su responsabilidad en las crisis que generan refugiados, sino que también se lucra con ellas
En su filmografía está muy presente la resistencia y opresión. ¿Cómo conecta esto con las contradicciones que señala en la relación entre Europa y el mundo árabe?
Europa no solo ignora su responsabilidad en las crisis que generan refugiados, sino que también se lucra con ellas. Las armas que vende alimentan guerras en nuestra región, y luego se quejan cuando llegan los refugiados. Es un ciclo vicioso que demuestra cómo los derechos humanos, para ellos, son solo un discurso vacío cuando se trata de árabes o africanos. Mis filmes no buscan dar lecciones ni presentar soluciones, sino mostrar las experiencias humanas. En La guerra de Miguel, por ejemplo, exploro los conflictos internos y externos que atraviesa un hombre que huye del Líbano para encontrarse a sí mismo en España. Estas historias son microcosmos de las luchas que enfrentamos como sociedad: la identidad, la resistencia y el enfrentamiento con sistemas que nos oprimen.
¿Es optimista sobre el futuro de los refugiados y el cine que narra sus historias?
Sí y no. Creo que hay cineastas comprometidos que seguirán contando estas historias, pero también hay muchos desafíos: la censura, la falta de financiación y el acceso limitado del público a estas producciones. Sin embargo, mientras sigamos creando, estas historias no desaparecerán. Lo importante es que el cine sea una herramienta para resistir, cuestionar y, en algunos casos, sanar.
Miguel, un hombre libanés, abandona su tierra natal para escapar de una sociedad y un núcleo familiar que lo discrimina solo por ser quien es: un homosexual en plena guerra civil libanesa en los años 80. Para demostrar su valía como hombre se une a las filas del ejército. Fracasa. Traumatizado, emigra a Madrid...
Autora >
Nathalia Romero
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