CARTA A LA COMUNIDAD
La crisis de la vivienda no son solo cifras
Quien opine que independizarse es un capricho o un lujo muy probablemente no tenga ni idea de lo que es verse privado de la posibilidad de construir una existencia propia, autónoma
Diego Delgado 24/12/2024
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Querida comunidad contextataria:
Hoy, para mí, mientras escribo esto, es miércoles 18 de diciembre de 2024. Estoy sentado en una sala con las paredes completamente blancas, vacías salvo por un aparato de aire acondicionado, también blanco y situado algo más de un metro por encima de mi cabeza. La máquina lleva varias horas funcionando sin descanso, su boca abierta en una mueca de sorpresa inmóvil, con el objetivo de caldear este puñado de metros cuadrados que espero poder llamar “mi casa” lo antes posible. A mi izquierda, lo primero que enfocan mis ojos más allá de la pantalla es una escoba, un recogedor con algunos restos de plástico protector de muebles y un cubo con su fregona. Sigo. Dos trozos de cartón, en el suelo, flanquean una caja precintada y llena de libros, que tiene encima una tote bag verde con letras amarillas que dicen “Alpha Decay”, también llena de libros. Lo siguiente ya empieza a ser una masa marrón indistinguible que amenaza con tragárselo todo: trozos de cartón colocados encima de cajas de cartón porque dentro no caben, ya están llenas de cartón.
A mi derecha, una maleta grande con una maleta más pequeña encima, ambas cerradas; tres cajas de cartón llenas de ropa y con la parte superior abierta. Rasgada, en realidad. Las solapas, algunas enteras, otras no tanto, apuntan hacia el techo, también lo hacen los trozos de precinto que siguen ahí aferrados. Apuntan hacia el techo, digo, como gritándome que qué demonios hago escribiendo con este tono, que por qué no estoy celebrando: ya tenías pan y trabajo, solo te faltaba eso, ¡mira!, que ya está, es el techo, tu techo.
Ayer, para mí, mientras escribo esto, fue martes 17 de diciembre de 2024. Honestamente, no sé si la fecha quedará registrada de alguna forma en mi memoria. Seguramente no. Pero el martes 17 de diciembre de 2024 fue el día en el que, con 29 años, una carrera, un máster y más de una década de actividad laboral, guardé en cajas una parte importantísima de mi vida y la deposité fuera de la casa en la que llevo viviendo desde que nací. Y fue un día raro, difícil. Hoy también lo está siendo.
Las solapas de las cajas y los trozos de precinto siguen ahí, a mi derecha, desesperadas porque no entienden a qué viene tanta desazón. Como solapas de caja y trozos de precinto que son, su capacidad de reflexión queda muy limitada: entienden que hay un problema grave con la vivienda, que los precios son criminales y que el número de víctimas es abrumador. Pero para ellas, yo ya he salido de ese montante de afectadas por la crisis inmobiliaria. El problema, en mi caso, ha quedado solucionado: ¡mira el techo, está justo encima de ti! Hay personas que se diferencian poco de las solapas de caja y los trozos de precinto.
Reducir la crisis de vivienda a unas cuantas cifras, por esclarecedoras y necesarias que sean, es un error que conduce a infravalorar el alcance del asunto, que es dramático. La diferencia entre tener un hogar propio y no tenerlo es abismal y no puede estar más lejos de una simple transacción nominal del grupo “no tiene casa propia” al grupo “sí tiene casa propia”.
Sería cínico ignorar que este mero cambio de categoría significa muchísimo para algunas personas. Tener una dirección a la que asociar tu identidad a ojos del Estado es una especie de derecho raíz del que dependen otros muchos, prácticamente todos los esenciales para la vida. Sin acceso a un domicilio, cualquier persona es prácticamente invisible para las instituciones que deberían encargarse de velar por su bienestar. Pensemos, por ejemplo, en los migrantes en situación irregular, cuya realidad es especialmente sangrante por la vulnerabilidad añadida que acarrea.
Sin embargo, hoy me gustaría centrarme en aquellas personas que cuentan con el privilegio de un hogar compartido –familiar, en muchos casos, aunque no necesariamente– pero no pueden salir de él porque no tienen los recursos para comprar o alquilar su propia casa.
Quien opine que independizarse es un capricho o un lujo que “hay que ganarse” muy probablemente no tenga ni idea de lo que es verse privado de la posibilidad de construir una existencia propia, autónoma. De lo que esa situación repercute en términos de salud mental y hasta qué punto desgasta las relaciones –de nuevo, familiares o del tipo que sean– en el seno de la vivienda compartida. Las razones son múltiples, algunas tan evidentes como la necesidad de intimidad conforme los hijos e hijas van creciendo y poniendo en pie sus vidas. Se puede pensar, por ejemplo, en la opresión que sufren personas LGTBIQ+ cuyos convivientes no aceptan su identidad de género u orientación sexual.
También ocurre fuera de lo materno/paternofilial. Cuántas parejas, cuántas amistades terminan destrozadas por haberse visto abocadas a una convivencia para la que no estaban preparadas, pero que se presentaba como la única vía de acceso a una vivienda. Y peor. Cuántas víctimas de relaciones de maltrato siguen durmiendo con sus agresores. Cuántas van a ser asesinadas solo porque no pudieron irse antes de esa casa.
Cuanto más se alarga la cohabitación forzada, más profundas son las marcas que deja en los cuerpos y las mentes de quienes la soportan. Existe aquí, además, un sesgo de clase insoslayable, puesto que el tamaño de la vivienda es un factor diferencial a la hora de agudizar los problemas derivados de la falta de independencia habitacional. Esos malestares seguirán presentes cuando, por fin, se dé el paso de “no tiene casa propia” a “sí tiene casa propia”, pero no quedarán recogidos en las cifras de personas afectadas por la mercantilización de la vivienda.
No me quiero olvidar de las madres, las tías, las abuelas. Incluso las novias o las amigas en muchos casos lamentables. Aquellas que, aparte de todo lo demás, soportan el peso de las tareas de reproducción de la vida de personas con las que no querrían estar conviviendo.
Sé que esta carta empezó siendo personal y ha terminado con una reflexión teórica bastante abstracta. Disculpad el cambio de tono, pero no quería caer en la pornografía emocional ni en el exceso de dramatismo al respecto de una situación, la mía, de absoluto privilegio. Tengo la suerte de no encajar del todo en ninguno de esos supuestos que he ido enumerando, aunque eso no me ha librado de las consecuencias de la convivencia obligada.
El caso es que hoy, para mí, mientras escribo esto, es miércoles 18 de diciembre de 2024, y en vez de celebrar que por fin tengo un lugar en el que desarrollar mi vida fuera del seno familiar, estoy hurgándome en las heridas provocadas durante estos últimos años de frustración por no poder construir una vida propia, de asfixia ante la imposibilidad de satisfacer esa pulsión de avance hacia otras etapas vitales. No me cabe duda de que el mío no es un caso excepcional, porque la crisis de vivienda no son solo cifras. Es muchísimo más.
No puedo cerrar esta carta sin darte las gracias a ti. Por apoyar un periodismo que no relativiza la crisis de vivienda, por formar parte de la lucha contra la mercantilización que nos roba la vida y por permitirme estar rodeado de cajas en un puñado de metros cuadrados que, estoy seguro, pronto serán “mi casa”.
Diego
Querida comunidad contextataria:
Hoy, para mí, mientras escribo esto, es miércoles 18 de diciembre de 2024. Estoy sentado en una sala con las paredes completamente blancas, vacías salvo por un aparato de aire acondicionado, también blanco y situado algo más de un metro por encima de mi cabeza. La máquina...
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Diego Delgado
Entre Guadalajara y un pueblito de la Cuenca vaciada. Estudió Periodismo y Antropología, forma parte de la redacción de CTXT y lee fantasía y ciencia ficción para entender mejor la realidad.
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