CARTA A LA COMUNIDAD
El más radical de los propósitos: intentar ser feliz en Internet
Resulta que mis asunciones sobre la inevitabilidad de los trolls y los insultos habían sido un error. Resulta que me había acostumbrado paulatinamente a la violencia
Adriana T. 2/12/2024
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Querida comunidad contextataria:
Dudé sobre si debía contarles esto, porque suelo leer los correos que nos mandan a la redacción y conozco lo que la mayoría de ustedes piensan acerca de las redes sociales. Que son una pérdida de tiempo, un truco carroñero para financiar a la ultraderecha, un invento diabólico para robarte el alma y de paso cincuenta puntos de cociente intelectual, un galimatías incomprensible, etcétera. Aun así, voy a correr el riesgo de contarles lo que me bulle por la mente estos días, y les pido disculpas de antemano por hacerlo.
A mí me gustaba mucho Twitter. No, no hace falta que me miren enarcando la ceja. No tiene nada de malo. Empecé a usar esa red del demonio hace trece años, y supongo que le debo parte de lo que soy ahora. Twitter me permitió encontrar a gente que pensaba, no exactamente lo mismo que yo, sino algo muchísimo mejor: cosas que yo todavía ni me había planteado pensar. Twitter me ayudó a ensanchar la mirada, a acercarme a un montón de realidades que desconocía y a repensarlo todo. Hice amistades y enemistades apasionadas, e incluso terminé encontrando un trabajo, ya ven. Mi manera de usar Twitter era abierta, expansiva y muy poco seria. Le concedo mucho más valor a ver germinar y evolucionar las ideas que a defenderlas a balazos desde lo alto de una colina. Me gusta pensar en voz alta, hacerme preguntas, reírme y también mostrar eso que la gente mezquina a veces percibe como debilidades, es decir: reconocer que intuyes una idea, pero todavía se encuentra en el horizonte desdibujada y neblinosa, y necesitas que alguien más te ayude a alcanzarla. Twitter para mí era un lugar de encuentro entre pensamientos inacabados tratando de iluminarse unos a otros, una permanente charla entre amigos que podía o no conducir a alguna parte. Me hacía feliz y era mi casa.
En algún momento dejó de serlo. No sé bien cuándo ni cómo. Les he preguntado a otros usuarios, y nadie se pone de acuerdo en cuál fue el origen. Sé que hace casi seis años tuve que empezar a usar el famoso candado, una funcionalidad de esta red social que impide ser leída o retuiteada por cualquiera, una suerte de escudo digital. Lo hice porque el acoso y la violencia verbal que tenía que soportar allí se habían vuelto inmanejables. No puedes mostrarte abiertamente con tus dudas, tu ingenuidad y tus vacilaciones frente a trolls y haters que solo quieren hundirte en la miseria. Parecía que solo me quedaba abandonar las redes y callarme, o volverme una cínica amargada y dedicar varias horas diarias de mi escaso tiempo libre a bloquear a sinvergüenzas y responder a los insultos. Ninguna de esas opciones me pareció aceptable.
Sin embargo, lo verdaderamente triste es que todas asumimos sin mayor cuestionamiento que ese era el precio a pagar por ser mujeres o por sostener un discurso progresista y existir en Internet: el de recibir violencia a diario. Habrán escuchado más de una vez esa analogía tan gastada de la rana hervida: si se introduce repentinamente a una rana en una olla con agua hirviendo, la rana saltará y se salvará, pero si metemos al pobre anfibio en agua tibia y vamos subiendo la temperatura lentamente, no percibirá el peligro y se cocerá hasta la muerte.
Tuve una de mis epifanías hace unas semanas, cuando la red social Bluesky empezó a despegar por la migración masiva de usuarios que se produjo tras ganar Trump las elecciones en EEUU. Yo, que como buena early adopter llevaba ya un año ahí escribiendo a mis anchas sin nadie que me tosiera, me puse en guardia y di por hecho que, al aumentar el número de usuarios, no tardaría en volver a recibir insultos como antaño (no existe la funcionalidad del candado en Bluesky). Sin embargo, no ocurrió así, porque la red posee, al menos de momento, mecanismos de moderación bastante poderosos que no me entretendré ahora en detallar. El caso es que los trolls no consiguen hacer carrera allí. Fíjate, me dije admirada a mí misma. Resulta que sí es posible ser una mujer en Internet sin terminar volviéndote majareta. Resulta que mis asunciones sobre la inevitabilidad de los trolls y los insultos habían sido un error. Resulta que me había acostumbrado paulatinamente a la violencia como algo consustancial a mi presencia en Internet. Resulta que no soy más que una pobre rana engañada y hervida.
Hemos normalizado la violencia en todas partes. No solo en Internet. Internet es simplemente una réplica –un poco grotesca a veces, sí– de la vida analógica. Esta misma semana un juez tuvo la audacia de hacer en público un comentario clasista, machista y repulsivo contra la exministra Irene Montero por haber trabajado como cajera mientras estudiaba. Yo, que he pasado muchísimos años de mi vida laboral transitando por trabajos precarios y poco prestigiosos, soy muy consciente del desprecio venenoso y visceral que despertamos las cuidadoras, las cajeras y las dependientas de comercios, a veces incluso entre personas teóricamente progresistas. Aunque nunca he dejado de denunciarlo, ya me he resignado a ese desprecio. Y no solo a eso.
Nos hemos resignado a la violencia que reciben las mujeres por el simple hecho de serlo, a la persecución política y el acoso judicial que sufren las formaciones mínimamente progresistas, al fascismo omnipresente en horario de máxima audiencia, a los trolls y las estafas de Internet, al neoliberalismo rabioso que arrasa con el planeta y con nuestras vidas, o a que algo tan sagrado como la vivienda se haya convertido en un instrumento de especulación en manos de gente horrible. No sé si en algún momento en el pasado pudimos chapotear a gusto en el agua tibia, pero una cosa sí es segura: hace ya tiempo que el agua no está tibia sino hirviendo. Nos estamos cociendo y nos hemos resignado a ello.
No tengo un final redondo ni una conclusión poderosa para esta carta, ya les dije que me gusta ir soltando lo que pienso y ver qué pasa después. Pero les diré que, tras descubrir que es posible, he empezado a hacerme el firme propósito de intentar ser feliz en Internet. No como una promesa ingenua e infantil, porque sé que no basta con proponerse las cosas para que simplemente sucedan, sino más bien como un recordatorio radical de que no quiero volver a pasar por alto la violencia y dejarme hervir. Por lo que he podido hablar con otros usuarios de las redes, me consta que no soy la única. Fuera de Internet, en eso que algunos insisten equivocadamente en llamar “la vida real”, nos encontramos atravesando otra vez un periodo muy oscuro, de derechización progresiva y cuestionamiento de casi todos los derechos humanos, especialmente los de las mujeres y las minorías. Pienso que, quizá, dejar de normalizar el odio y la violencia en las redes sociales podría ayudar a percatarnos, por contraste, de lo anormal que es la violencia que sufrimos en otros ámbitos. Por soñar que no quede. En cualquier caso, qué horrible fue resignarse.
Querida comunidad contextataria:
Dudé sobre si debía contarles esto, porque suelo leer los correos que nos mandan a la redacción y conozco lo que la mayoría de ustedes piensan acerca de las redes sociales. Que son una pérdida de tiempo, un truco carroñero para financiar a la ultraderecha, un invento...
Autora >
Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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