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El 25 de enero de 2017, pocos días después de la toma de posesión del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ocurrieron dos cosas al mismo tiempo. Ante los frenéticos vítores de operadores y accionistas, el índice Dow Jones alcanzó por primera vez en la historia el umbral de los 20000 puntos. El mismo día, las manecillas del llamado ‘reloj del juicio final’ se movieron a dos minutos y medio para la medianoche. Fue lo más cerca que habían estado desde 1953, cuando se detonaron las primeras bombas de hidrógeno. El reloj refleja las valoraciones que destacados científicos hacen de los peligros inminentes de la guerra nuclear, la destrucción del medio ambiente y las tecnologías de alto riesgo. Desde 2025, solo quedan 89 segundos. El éxtasis de los accionistas y la proximidad de la medianoche de la humanidad: es difícil expresar con mayor claridad que nuestro sistema económico actual está en rumbo de inminente colisión con la Tierra y sus habitantes. El júbilo del mercado de valores es nuestro hundimiento.
Actualmente somos testigos de cómo todo un planeta que tardó cuatro mil millones de años en evolucionar se está destruyendo en una máquina económica global que produce enormes cantidades de bienes y a la vez enormes cantidades de residuos, una riqueza exorbitante para unos pocos y una masiva pauperización, una ociosidad sin sentido y un exceso de trabajo permanente. Si nos visitara un extraterrestre obviamente pensaría que este sistema es una locura. Y, sin embargo, no carece de cierta racionalidad. El núcleo duro de esta racionalidad consiste en la multiplicación interminable de columnas de números en las cuentas de un grupo relativamente pequeño de personas: hoy en día 26 hombres poseen tanto como la mitad más pobre de la población mundial. Aumentar absurdamente las fortunas de una pequeña y poderosa casta de superricos parece ser el único objetivo que le queda a la Megamáquina global. Se está devastando la Tierra por tales cifras de riqueza que crecen sin cesar.
Hoy en día 26 hombres poseen tanto como la mitad más pobre de la población mundial
En el fondo, todo el mundo sabe del poder destructivo que tiene este sistema, que está enfermo y que nos hace enfermar. En Alemania, por ejemplo, según los sondeos, el 88 por ciento de las personas encuestadas desearía un sistema económico diferente. También, en Gran Bretaña y Estados Unidos, la aceptación de la economía capitalista disminuye rápidamente, sobre todo entre las generaciones más jóvenes. Atrás quedaron los días de júbilo por el progreso y la euforia del mercado. Casi todas las personas con las que he hablado en los últimos diez años —sean conservadoras, de izquierdas, ecologistas, jóvenes o mayores— ya no creen en el futuro del sistema, cuando se sinceran y se quitan sus máscaras profesionales. Sin embargo, al mismo tiempo, prevalece un desconcierto angustioso. Los engranajes, aunque obviamente destructivos, parecen imparables. Tras el fiasco de décadas de negociaciones sobre el clima que no lograron objetivos de reducción vinculantes, conferencias estériles sobre el hambre en el mundo y, en el mejor de los casos, solo unas reparaciones cosméticas del ultrajante sistema financiero mundial, casi nadie confía que los gobiernos inviertan la tendencia global. Aunque, cada día que pasa, aumenta más el conocimiento sobre las desastrosas consecuencias de ‘seguir como hasta ahora’, los ‘capitanes’ de la Megamáquina mantienen a todo vapor su rumbo hacia la inevitable colisión.
Esto resulta mucho más extraño cuando hay alternativas, que algunos pretenden ignorar. Casi todos los ámbitos de nuestra sociedad y nuestra economía podrían organizarse de forma completamente distinta. Por ejemplo, en pocos años toda la agricultura del planeta podría convertirse en ecológica ahorrando así una parte considerable de las emisiones de gases de efecto invernadero; un sistema monetario orientado al bien común podría sustituir al actual casino financiero y desde hace décadas existen conceptos de energías renovables descentralizadas, sistemas de transporte público inteligentes, una división equitativa del trabajo y de ciclos económicos regionales. Todo esto sería posible si… ¿Sí qué? ¿Quién o qué está bloqueando estas posibilidades y para qué? ¿Por qué una civilización que se presenta en todo el mundo como portadora de la razón y del progreso es incapaz de cambiar de rumbo para salir de un sendero evidentemente suicida?
Mi enfoque es responder a estas preguntas contando una historia. Cuando no podemos explicar el comportamiento de alguien, cuando pensamos que está loco, a veces ayuda contar su historia. La gente, rara vez, hace algo sin motivos. Aunque tales motivos a menudo no se encuentran en el presente, sino en el pasado, donde se han forjado los patrones de este comportamiento. Solamente quienes conocen su propia historia, pueden cambiarla. Y lo mismo ocurre con los sistemas sociales, que están constituidos por personas.
Los mitos de la modernidad
La culpa de habernos metido en una senda mortífera se atribuye, a menudo, al triunfo de las políticas neoliberales que, en las últimas décadas han provocado una exacerbación de la desigualdad social y la destrucción del medio ambiente. Aunque, las causas son mucho más profundas; el neoliberalismo es la última fase de un sistema mucho más antiguo que, desde sus inicios hace unos 500 años, se ha basado en la depredación. Este libro aborda la historia y la prehistoria de este letal sistema, que ha sido extendido por todo el planeta, en un movimiento expansivo sin precedentes, y que ahora está llegando a sus límites.
Se puede considerar esta historia de maneras muy diferentes. La versión estándar —el mito de la civilización occidental— habla de un proceso de progreso logrado con duros esfuerzos que, a pesar de todas las adversidades y reveses, ha conducido finalmente a más prosperidad, más paz, más conocimiento, más cultura y más libertad. En esta versión, las guerras, la destrucción medioambiental y los genocidios se ven como deslices, recaídas, retrocesos o efectos colaterales indeseables de lo que, en conjunto, es un proceso beneficioso hacia una sociedad cada vez más civilizada.
La expansión de los últimos 500 años, para la mayor parte de la humanidad, ha estado asociada con el desplazamiento, el empobrecimiento, la violencia y la destrucción
Cada sociedad cultiva su mito que fundamenta y justifica su orden específico. Sin embargo, el problema de estos mitos es que no solo nos dan una imagen distorsionada del pasado, sino que también disminuye nuestra capacidad para tomar las decisiones correctas en el futuro. Si creo que llevo mucho tiempo caminando por el camino correcto que acabará conduciéndome a paisajes florecientes, seguiré recorriéndolo, aunque el camino se vuelva cada vez más accidentado, aumente la devastación a mi alrededor y se me acaben las provisiones de agua. Pero inevitablemente llega un momento en que me pregunto si mis mapas son correctos, si los he interpretado correctamente y si es posible que no sea el sendero adecuado. Este es el punto en el que nos encontramos hoy. El desconcierto generalizado puede conducir a un momento decisivo en el que hay que pararse para escrutar los mapas con visión crítica, redibujándolos allí donde eran evidentemente erróneos y redefiniendo la propia situación.
La reorientación empieza por cambiar el punto de vista. Desde el punto de vista de los vencedores de la historia, entre los que suelen encontrarse los que escriben los libros de historia, la saga del progreso tiene perfectamente sentido. Por ejemplo, mientras escribo estas líneas, estoy sentado en una habitación con calefacción, bebiendo café, mirando por la ventana y observando cómo caen las hojas de los árboles en otoño mientras mi hija juega en una bonita guardería, a la vuelta de la esquina. Todo parece ir bien en el mundo. Al menos en la pequeña porción de tiempo y espacio que puedo abarcar en este momento.
Pero en cuanto amplío la perspectiva y cambio el enfoque, aparece una visión completamente distinta. Por ejemplo, el guardia de seguridad en Irak que vigila el oleoducto por el que pasa el gasóleo de mi calefacción y que perdió a la mitad de su familia en la guerra, ve una parte diferente del mundo y ha vivido una historia diferente; y el triunfo del sistema del que se trata tiene un significado bien distinto para él. Lo mismo ocurre con la campesina que cultiva café en Guatemala o el trabajador de una mina de coltán del Congo que extrae de la tierra los minerales, sin los cuales mi ordenador no funcionaría. Aunque no las conozca, estoy conectado con todas estas personas; y si quiero contar una historia realista del sistema en el que vivo, debo contar también sus historias y la de sus antepasados. En otras palabras, debo salir de mi burbuja protectora y mirar el mundo a través de los ojos de las personas cuyas voces suelen ser ahogadas por los megáfonos del poder.
Desde esta otra perspectiva, la expansión de los últimos 500 años, partiendo de Europa, se revela como una historia que, para la mayor parte de la humanidad, ha estado asociada desde el principio con el desplazamiento, el empobrecimiento, la violencia masiva —hasta el genocidio— y la destrucción del medio ambiente. Esta violencia no es cosa del pasado, no es una «enfermedad infantil» del sistema, sino uno de sus componentes estructurales permanentes. Hoy en día lo atestigua la inminente destrucción de los medios de subsistencia de cientos de millones de personas provocada por el caos climático que se va agravando.
La Megamáquina
Pero ¿en base a qué podemos afirmar en general que se trata de un sistema global y no de un mero conjunto de instituciones, ideologías y prácticas? Un sistema es más que la suma de sus partes, es una estructura funcional en la que todos los componentes dependen unos de otros y no pueden existir de forma independiente. Resulta obvio que existen un sistema financiero mundial, un sistema energético global y un sistema de división internacional del trabajo, y que estos sistemas están a su vez estrechamente interconectados. Sin embargo, estas estructuras económicas no pueden funcionar de forma autónoma. Dependen de la existencia de Estados capaces de hacer respetar ciertos derechos de propiedad, proporcionar infraestructuras, defender militarmente las rutas comerciales, absorber las pérdidas económicas y mantener bajo control la resistencia a las imposiciones e injusticias del sistema. Los Estados militarizados y los mercados no son dos opuestos; más bien han coevolucionado y hasta hoy día están intrínsecamente enlazados. La popular contraposición entre Estado y ‘libre mercado’ es una ficción que nada tiene que ver con la realidad histórica.
La popular contraposición entre Estado y ‘libre mercado’ es una ficción que nada tiene que ver con la realidad histórica
Además de las estructuras económicas y estatales, existe un tercer pilar fundamental, de índole ideológica. La expansión violenta del sistema y las injusticias que inexorablemente produce se justificaron desde el principio alegando que «Occidente» estaba llevando a cabo una misión histórica que traería la salvación al mundo. Si al principio fue la religión cristiana la que justificó esta pretensión, posteriormente fueron la ’razón’ y la ‘civilización’, el ‘desarrollo’, el ‘libre mercado’ y los ‘valores occidentales’, supuestamente superiores, los que ocuparon su lugar. Las escuelas, las universidades, los medios de comunicación y otras instituciones ideológicamente influyentes que se formaron en el transcurso de la era moderna, en estrecha relación con los aparatos de poder militar y económico, desempeñaron un papel decisivo en la elaboración y difusión de esta mitología, no obstante, siempre hubo importantes movimientos de emancipación que crecieron en su seno.
La interacción entre estas tres esferas de poder, como parte de un sistema social global, ha sido analizada exhaustivamente desde los años setenta por el científico social estadounidense Immanuel Wallerstein, entre otros. Wallerstein denomina a esta estructura funcional el ‘sistema-mundo moderno’. Yo utilizo para ello el término metafórico ‘Megamáquina’, que se remonta al historiador Lewis Mumford (1895-1990). ‘Máquina’ no equivale aquí a un aparato técnico; se refiere más bien a un engranaje de organización social que parece funcionar como una máquina. Digo ‘parece’ explícitamente, porque a pesar de todas las limitaciones sistémicas, la maquinaria, en última instancia, está formada por personas que la reproducen cada día y que por tanto —al menos en determinadas condiciones—, también podrían dejar de hacerlo.
Los límites del sistema
En el siglo XXI la Megamáquina topará con dos límites que en su combinación resultan infranqueables. El primer límite es inherente al sistema: desde hace unas cuatro décadas, la economía mundial se dirige hacia una crisis estructural que ya no puede explicarse con los ciclos económicos habituales. Esta crisis solo queda disimulada por el endeudamiento cada vez mayor de todos los actores, por unas burbujas financieras que estallan en cracks económicos cada vez más profundos (véase capítulo 10). Al mismo tiempo, el sistema ofrece a cada vez menos personas un sustento de vida asegurado. Las 200 mayores empresas del mundo suman el 25 por ciento del producto social mundial, pero sólo emplean al 0,75 por ciento de la población mundial. Una parte cada vez mayor de la humanidad está quedando fuera del sistema económico, y no solo en la periferia, sino también en los centros de acumulación. El declive de las clases medias y la ruina de los países del Sur de Europa son algunos de los ejemplos más recientes de ello. Esta crisis estructural no se debe únicamente a una política económica fracasada, sino que es el resultado de contradicciones, dentro del sistema en su conjunto, que difícilmente pueden resolverse. Esto va acompañado de la transformación de muchos Estados, los cuales, tras un interludio relativamente breve como Estado del bienestar, tienden a volver a ser las organizaciones militares y policiales represivas que fueron en las fases anteriores del sistema. Además, a medida que disminuye la capacidad de la Megamáquina para ofrecer perspectivas de futuro a las personas, también decae la fe en su mito. La cohesión ideológica —lo que el filósofo italiano Antonio Gramsci llamó la ‘hegemonía cultural’— se resquebraja cada vez más visiblemente.
El segundo límite, aún más importante, se fundamenta en que la Megamáquina forma parte de un sistema global mayor del que es dependiente: se trata de la biosfera del planeta Tierra. Ya somos testigos de cómo el crecimiento casi explosivo de la Megamáquina está chocando con los límites de este sistema global; y aunque estos puedan extenderse hasta cierto grado, no son infinitos.
La combinación entre las dislocaciones ecológicas y sociales produce una dinámica extremadamente compleja y caótica, y en principio es imposible predecir adónde conducirá este proceso. Sin embargo, está claro que es inevitable que se produzca una profunda convulsión sistémica que, en parte, ya ha comenzado. No se trata solo de la superación del neoliberalismo o la sustitución de ciertas tecnologías (aunque ambas cosas sean necesarias); se trata de una transformación que llega hasta los cimientos de nuestra civilización. La cuestión no es si se producirá esa transformación —sin duda lo hará, lo queramos o no—, sino cómo se producirá y en qué dirección se desarrollará.
En la historia de la humanidad, la Megamáquina no es el primer sistema que falla, pero sí el más grande, el más complejo —y el más devastador—. Ha creado un arsenal de armas con un poder destructivo desconocido hasta ahora, y ya está dañando los grandes sistemas que sustentan la vida de la Tierra, es decir, el sistema climático, la vida vegetal y animal, los suelos, los bosques, los océanos, los ríos y los acuíferos, de una forma que amenaza su propia existencia. La civilización industrial ya ha desencadenado la mayor extinción de especies desde la desaparición de los dinosaurios hace 65 millones de años. Al mismo tiempo, el inminente caos climático amenaza con hacer inhabitables regiones enteras de la Tierra y exacerbar masivamente los conflictos. La cuestión de cómo y dónde tendrá lugar la transformación es, por tanto, una cuestión de vida o muerte para gran parte de la población mundial. La naturaleza y el desarrollo de la transformación sistémica determinarán en qué tipo de mundo viviremos nosotros y nuestros descendientes, durante la segunda mitad de este siglo: en un mundo aún más marcado por la miseria y la violencia que el actual; o en un mundo más respetuoso con la vida y más libre. En este contexto, la creciente inestabilidad del sistema global provoca una situación extraordinaria en la que incluso movimientos relativamente pequeños pueden tener una gran influencia en la totalidad del proceso y sus resultados. Esto puede ser una buena o una mala noticia. El rápido ascenso de los movimientos fundamentalistas y de extrema derecha, así como el aumento de las tendencias hacia el estado policíaco, demuestran que también es posible que sean las fuerzas totalitarias las que se apoderen de las estructuras económicas y políticas en proceso de desmoronamiento. En esta situación, el futuro depende de todos nosotros. Permanecer como espectadores del espectáculo no es una opción, ya que incluso la inacción o la pasividad es una decisión que contribuirá a determinar el desenlace de la historia.
El 25 de enero de 2017, pocos días después de la toma de posesión del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ocurrieron dos cosas al mismo tiempo. Ante los frenéticos vítores de operadores y accionistas, el índice Dow Jones alcanzó por primera vez en la historia el umbral de los 20000 puntos. El mismo día,...
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Fabian Scheidler
Fabian Scheidler es escritor autónomo y trabaja para Berliner Zeitung, Le Monde diplomatique, Taz Die Tageszeitung, Blätter für deutsche und internationale Politik entre otros medios. En 2009 obtuvo el Premio de Periodismo Crítico Otto Brenner.
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