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He ido a ver a mi hijo donde vive, en Roma. Hemos acabado comiendo en un restaurante cuya originalidad la descubrimos cuando ya estamos dentro, ya que está situado en un edificio levantado sobre las ruinas del Teatro de Pompeyo, de manera que en algunas paredes no existe el edificio, sino el Teatro de Pompeyo, estructura que aún aguanta construcciones, posteriores y de diversas épocas, sobre sus hombros. El Teatro de Pompeyo es un edificio famoso, precisamente porque en él, cuando existía, justo delante de una estatua a Pompeyo, fue asesinado Julio César. Lo que nos lleva, ya desde un primer momento, a hablar de Julio César. César es importante. Buscamos y encontramos el por qué. No es el primero, pero es el primero que recordamos. El primero en creer y en defender que un solo hombre, si dispone de todo el poder, puede realizar grandes cambios. Lo que ha significado una pesadilla eterna, viva, rabiosa y transportada por siglos hasta hoy, cargada de sangre y de cadáveres, y que jamás ha denunciado o ensuciado a su fundador, un hombre adorado aún en la política, en la memoria, en la literatura. Hasta Dante, parco ecuánime, ubica a Bruto y Casio, los planificadores del asesinato de César, en el Círculo Noveno del Infierno, el peor, el último, el punto final de la inmundicia, con Lucifer y junto a Judas. César debió de ser un hombre ocurrente, con cierto magnetismo, si pensamos que, a pesar de su dulce recuerdo, fue un genocida, tal y como intentó declararlo, con ese término preciso, el propio Senado de Roma, tal y como describe él mismo en su De bello Gallico, y tal y como ha demostrado la arqueología, que ha encontrado en Alesia restos de mujeres y niños galos muertos de manera indiscriminada y mediante una violencia atroz. Astuto, inteligente, tramposo, su De bello Gallico, sus Comentarios a la guerra de las Galias, fue escrito por él mismo, pero en tercera persona, para brillar más en el relato, en capítulos que llegaban, de uno a uno y en el caballo de un mensajero, a Roma, donde eran leídos en voz alta a la plebe en las calles, por pregoneros pagados por César. En un estilo conciso, depurado, directo, bello en su precisión, César, aún hoy, seduce a su lector. Para ello utiliza pequeñas trampas, nunca usadas antes. El arranque del libro es todo un descubrimiento –las famosas palabras: “La Galia está dividida en tres partes: una que habitan los belgas, otra los aquitanos, la tercera los que en su lengua llaman celtas y en la nuestra galos”–, pues describe un país que nadie conoce y del que César se erige en único guía y conocedor, por lo que puede estar inventándoselo, como parece hacer en el resto del libro, una serie de éxitos militares y políticos, siempre que César está presente en el combate, y una serie de fracasos severos, cuando César no está en la batalla. En los postres, de pronto, nos preguntamos por qué hasta nosotros admiramos a aquel monstruo, por qué hemos caído en la trampa que él mismo trenzó con precisión, rapidez y brevedad. Mi hijo, otra generación aún sin culpa, me responde con precisión, rapidez y brevedad: “César tenía gracia”. Y, en efecto, la gracia es ese don de los dioses que hace que, tanto tu cuerpo como tus palabras, y no necesariamente tu alma, siempre estén en la compostura agradable. César, de hecho, en el trance de morir, justo donde comemos o a pocos metros de donde lo hacemos, no se defendió. Tan solo, ya en el suelo, se dice, se tapó su rostro con su propia ropa ensangrentada. Para no ser visto en la agonía, ese punto en el que la gracia desaparece.
Sí, tienen gracia. La tienen desde hace poco más de 2000 años. Tienen gracia. Su gracia impide verlos, tal y como aún no podemos mirar a César. Por eso no paran de hablar, pues su gracia transcurre en sus palabras. Con el paso del tiempo ya no requiere calidad, por lo que ya son palabras ilógicas, sin sentido y, por lo tanto, repletas de gracia. Hablar es lo más gracioso que tienen. Después de 2000 años, sus voces ya lo llenan todo.
He ido a ver a mi hijo donde vive, en Roma. Hemos acabado comiendo en un restaurante cuya originalidad la descubrimos cuando ya estamos dentro, ya que está situado en un edificio levantado sobre las ruinas del Teatro de Pompeyo, de manera que en algunas paredes no existe el edificio, sino el Teatro de Pompeyo,...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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