Retratos y autorretratos
El poeta que quería ser poema
El pasado 8 de enero se cumplieron 25 años de la muerte de Jaime Gil de Biedma (Barcelona, 1929-1990). Aleixandre predijo que sería el mejor poeta de su generación
Jesús Marchamalo 2/02/2015
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“Yo nací, perdonadme, en la edad de la pérgola y el tenis”, escribió. Y no era una metáfora. Hijo de un padre abogado, elegante, amante de la velocidad y pianista autodidacta, y de una madre fuerte y autoritaria, hija del político Santiago Alba, educada en Londres, su infancia fue un escenario de nodrizas e institutrices -cofias, guantes, puños almidonados-, casas de campo, hípica, piscina y colegios donde sus compañeros llegaban en coche, con un chófer que les abría la puerta.
Contaba a menudo que, de pequeño, acostumbraba a hacer el “moscardón” cuando algo no le interesaba: se tapaba los oídos, y hacía “mmmmm”, con la boca cerrada, tan alto que no escuchaba nada alrededor.
Así consiguió vivir al margen de esa España claustral, de sacristía, donde sólo se cantaba el Cara al sol y se iba a misa.
Arrastró siempre la incomodidad, eso sí, de haber recibido el mismo nombre, Jaime, que un hermano mayor que había muerto de fiebres, con apenas dos años, poco antes de nacer él.
El resto fue algodón dulce, francés de nurse y calcetines blancos.
Estudió Derecho impecablemente trajeado en la Universidad Central de Barcelona; pañuelo en el bolsillo, prendedor de corbata, y alguno de aquellos puritos humeantes, largos y finos, que fabricaba la Compañía de Tabacos de Filipinas donde su padre era un alto ejecutivo, y en la que él mismo acabaría trabajando años más tarde. “Esa compañía tuya de Joseph Conrad”, le dijo García Márquez, tras visitarlo un día en la oficina, impresionado por los paneles de madera de caoba que forraban las paredes; las chimeneas con relojes de cuerda, porcelanas y óleos enmarcados; el suelo de madera chirriante y los sillones de cuero. Un lugar un poco de opereta en el que encajaba perfectamente aquel hombre elegante, inglés en sus maneras –estudió en Oxford-, distinguido e irónico, algo provocador, marcado con la dignidad del elegido.
Durante años se hizo la ropa a medida, con telas que traía de sus viajes: camisas, abrigos, blazers... “Una chaqueta buena, podrá ser vieja, pero nunca dejará de ser buena”, decía. Decía irreductible, deleznable, sencillamente infame, con esa precisión de las palabras, aristada, de clase adinerada.
Viajero comercial
Solía viajar en misiones comerciales por todo el mundo: Inglaterra, Holanda, Estados Unidos… Un mundo exótico de hoteles y batines, aviones de hélice y maletas de cuero y lugares que aparecen en los mapas con la sospecha de ser una leyenda: Saigón, Karachi, Teherán, Bangkok… Conoció a Brézhnev, en Moscú, en un viaje en el que compró un gorro de piel de astracán que después usaría con frecuencia; y se cruzó con Capote en Nueva York, cerca de Tiffany’s, en la Quinta Avenida.
Y un día, tuvo que encerrarse en la casa de campo familiar, solo. Le habían diagnosticado una tuberculosis, y cogió algunos libros, un tocadiscos con música barroca, y zarzuela, una máquina de escribir y un paquete de folios: la abrumadora orquestación de la enfermedad, dijo.
Se había convertido ya en poeta. Y Aleixandre, a quien visitó en Madrid, auguró que sería el mejor de su generación.
Amigo de Barral, de Alberto Oliart, de Gabriel Ferrater, de Salinas, de Castellet, acudía con ellos al Boliche o a las parties de Boccaccio y después, al “sótano negro” de la calle Montaner. Un bajo de paredes blancas y puertas esmaltadas en negro donde nunca entraba la luz del sol y por el que pasaban Marsé, Vargas Llosa, García Hortelano, Celaya, Ángel González… Allí se hablaba, antes de salir a cenar, se fumaba y se bebía. Sobre todo.
Porque fue un hombre de excesos. Excesos con la bebida –ocho tomas al día, confesaba, no exactamente en broma-, la comida, el tabaco y una homosexualidad que a veces se convertía en reyerta.
Hay también una leyenda negra. Un listado de sordidez, de mala vida, y borracheras de ginebra en el Pippermint, un bar cerca de su casa, que lo convertían en un tipo agrio, pendenciero, chulo y faltón. “Pues mira, butifarra”, zanjó una vez una discusión con Valente, con quien discutía sobre Guillén, dándole un estruendoso corte de mangas.
Había en él algo de Dr. Jekyll, refinado y culto, y de un Mr. Hyde de excesos y noches tempestuosas. Se levantaba de repente de una cena de amigos, y desaparecía, con los ojos velados, en ese mundo suyo de sombras y secretos oscuros que quienes le conocían mencionaban a media voz, veladamente, insinuaciones… Le rechazaron en el Partido Comunista, y en la carrera diplomática. Empate.
El salón azul
Contaba a veces aquella vez que la policía secreta fue a buscarle. Habían detenido a algunos de sus amigos, y una pareja de agentes se personó en casa de sus padres, en la calle Aragón. Abrió la puerta Pepito, el mayordomo, a quien aquellos oficiales de la social, eficientes y desastrados, enseñaron sus placas.
-Señorito Jaime –dijo. Unos agentes de la Brigada Político Social preguntan por usted.
- Llévelos al salón azul.
Y allí los dejó un rato, intimidados por la utilería aristocrática, veladores y vitrinas, antes de hacer su entrada, vestido para la ocasión de caballero ocioso, con pañuelo al cuello y fumando. ¡Cómo ha cambiado España!, dijo tiempo después Américo Castro tras visitarlo allí en su casa. ¡Hasta los comunistas, en Barcelona, tienen ya mayordomo!
Sin embargo, todos recuerdan cómo a veces llegaba con un verso anotado en un papel, al que daba vueltas y vueltas, hasta que lo daba por terminado. Y luego escribía otro como si engastara joyas: lento, abrigador, minucioso. La pereza sacra, de la que habló Luis Antonio de Villena.
En noviembre de 1959, José Hierro invitó al Ateneo de Madrid, dentro del ciclo de los jueves poéticos, a tres poetas catalanes: José Agustín Goytisolo, Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma. Éste empezó a leer de un libro que acaba de editarse, Compañeros de viaje.
“Quede también silencio entre nosotros,
silencio
y este beso igual que un largo túnel”
Y entonces se sacó un pañuelito de la manga, como los anticuarios, con el que se secó los labios. Fue muy comentado.
Pasó el último año de su vida encerrado en su casa. Sin salir. Viendo cine. Viejas películas que quería recordar antes de irse. Tejiendo una leyenda que iba a sobrevivirle.
“Yo nací, perdonadme, en la edad de la pérgola y el tenis”, escribió. Y no era una metáfora. Hijo de un padre abogado, elegante, amante de la velocidad y pianista autodidacta, y de una madre fuerte y autoritaria, hija del político Santiago...
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Jesús Marchamalo
Escritor y periodista, ha desarrollado gran parte de su carrera en Radio Nacional de España y Televisión Española y ha obtenido, entre otros, los premios Ícaro, Montecarlo y Nacional de Periodismo Miguel Delibes. Es autor de más de una decena de libros, entre ellos, La tienda de palabras, 39 escritores y medio, Tocar los libros, Las bibliotecas perdidas, Donde se guardan los libros y Kafka con sombrero. En la actualidad colabora en La estación azul y en El ojo crítico, de RNE.
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