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Se llamaba Carmen, o Carmiña, o Calila. Y cada uno de esos nombres marcaba una frontera de familiaridad.
Salmantina, de buena familia, hija de un notario liberal en cuya biblioteca leyó todo el 98, y La Regenta, con apenas 17 años. De aquel padre conservó la estilográfica, como una reliquia, y el regusto de sus palabras, elegantes y firmes, austeras pero también precisas como llaves. Eso y el recuerdo de los escondites que de niña encontraba por los rincones de la casa, donde iba dejando un rastro de papelitos con juegos e historias que inventaba. No se sabe mucho más de su infancia porque manejaba sobre sí misma un silencio esquivo, más allá de los datos biográficos que recorren su vida con puntadas, largas y sueltas, como un hilván que marca un dobladillo.
Pero sí hablaba a menudo de aquella casa en la que era mucho peor romper un libro que un juguete, y donde empezó a escribir con trece años. En el instituto, allí en Salamanca, fue alumna de Rafael Lapesa, quien un día la requirió para que se acercara a la palestra. Aquella mesa cerca del encerado, en un extremo de la clase, donde sentado, con sus papeles, le dijo que debía animarse a escribir.
- Me ha dicho don Rafael que escriba, le contó a su padre a la vuelta de clase.
- Eso ya te lo había dicho yo, le respondió él.
- Ya, pero Lapesa no es mi padre, y tú sí”.
Muchos años más tarde, sería el propio Lapesa quien la tanteó, sin éxito, para proponerla como académica de la Lengua. Una batalla en la que también fracasarían Laín Entralgo y Lázaro Carreter, quienes la invitaron sólo para toparse con la misma negativa enconada, y Víctor García de la Concha, viejo amigo, que tras ser elegido director la llamó una noche para cenar. Al llegar a su casa, nada más abrir la puerta, le espetó:
-No me habrás llamado para hablar de la Academia, ¿verdad?, dando por zanjado el tema como quien da un portazo.
La biografía del no
Escribió de ella Belén Gopegui que había una parte de su vida, reiterada, que se construía desde el no. Lo que no era. Donde no estaba. En qué fiestas no se la veía. De qué premios no era jurado. Cuáles no ganó. En qué programas de televisión no estuvo...
En 1943 se matriculó en Filosofía y Letras en la Universidad de Salamanca. Y recién empezado el curso, se encontró con un joven de Vitoria, altiricón y, aunque elegante, desgarbado, con un flequillo casi sólido que le caía sobre la frente, Ignacio Aldecoa. Con él habló de Yolanda, la hija del corsario negro, de Salgari, que ambos estaban leyendo en la edición de Calleja, con un dibujo en la cubierta de Penagos, y del que Carmen -melena corta, oscura, cejas pobladas, pendientes, labios finos, apenas un paréntesis- se sabía fragmentos de memoria: Durante todo el día, la tempestad continuó maltratando a la pobre fragata, recitaba abriendo desmesuradamente los ojos.
Sería ya inseparable de ese grupo de amigos, Aldecoa, Alfonso Sastre, Josefina Rodríguez, Agustín García Calvo, a quienes después, en Madrid, se iría sumando la que se conocería como la generación del medio siglo: Rafael Sánchez Ferlosio –ojos despiertos, gabardina, nariz de boxeador-, con quien acabaría casándose; Medardo Fraile, Rafael Azcona…
Todos ellos se veían a menudo. Quedaban en el Café Comercial, aquel grupo de jóvenes, hijos, muchos, de buenas familias, a hablar, a escribir, a conspirar, a hacer revistas. Y cuando el café cerraba iban a casa de los Aldecoa, donde seguían hablando, escribiendo, conspirando, o haciendo revistas. Como aquella Revista Española, auspiciada por Rodríguez Moñino, en la que publicaron todos ellos y un joven también, entonces, Juan Benet.
Añoraba ese mundo de solidaridades. De amistad inquebrantable. Recordaba cómo se pasaban libros, como quien ahora invita a tabaco. Cómo se acompañaban a inconcretos recados. Cómo se esperaban a la puerta de pisos a los que acudían a entregar un original. Esas inesperadas, casi invisibles, oficinas de revistas –La hora, Juventud, Índice, Clavileño-, donde por un cuento les pagaban entre setenta y cinco y cien pesetas, según ella misma contaba.
El Premio Nadal
Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925-Madrid, 2000) ganó en 1954 el Premio Café Gijón por El balneario. Y en 1957 mandó al Premio Nadal Entre visillos. Lo hizo casi en secreto, porque Ferlosio, su marido, del que se separaría a principios de los años setenta, lo había ganado dos años antes con su deslumbrante El Jarama.
Así que metió el manuscrito en un sobre, puso la dirección de la editorial Destino, y eligió un seudónimo, Sofía Veloso, que fue el que escuchó por la radio la noche del premio, cuando el jurado hizo público el fallo.
Al día siguiente aparecía su foto en los periódicos, y su melena corta, oscura, recordaba aquella, años atrás, de Carmen Laforet cuando ganó el primer Nadal con Nada, convirtiéndose para esta otra Carmen en un mito, un anhelo inconcreto, tal vez inexpresado, que se cumplía con el premio.
Después publicó Las ataduras (1960), Ritmo lento (1963), Retahílas (1974), Fragmentos de interior (1976)… En 1978 ganó el Premio Nacional de Narrativa por El cuarto de atrás, en 1987 el Anagrama de Ensayo por Usos amorosos de la posguerra española. Y al año siguiente, el Príncipe de Asturias de las Letras. Después, Lo raro es vivir, Irse de casa, Caperucita en Manhattan, o El libro de la fiebre, una novela que se publicó póstumamente, escrita a finales de los años cuarenta, cuando contrajo el tifus y estuvo gravemente enferma durante mes y medio, en la cama, febril, delirando.
Falta hablar de sus inseparables boinas, gorras, gorros, sombreros. De su melena blanca, lisa, llena siempre de horquillas y pasadores, y de ese atuendo suyo, de jerséis de colores y bufandas de punto, y de bolsos gigantes donde llevaba siempre sus cuadernos. Aquellos cuadernos de todo –se publicarían tras su muerte con ese mismo título-, donde escribía, dibujaba y hacía collages, y que en casa repartía sobre decenas de mesas y mesitas, y encima de los sofás y las butacas, llenas también de agujas y bobinas de hilo, porque conservó siempre una afición por las labores. Coser, zurcir, hacer arreglos… Y falta hablar de su mundo de objetos. De las fotografías anotadas en el dorso, de los sobres que guardaba con recortes de revistas, y de aquel lugar en el que trabajaba, con notas que sujetaba a la pared con chinchetas, una foto de Virginia Woolf, y otra de Unamuno, amigo de su padre.
De la muerte, esa muerte prematura que se ensañó con su generación -Martín Santos, Daniel Sueiro, el propio Aldecoa-, y con su casa: su hija Marta, -“la Torci”, la llamaba porque dormía de pequeña cruzada sobre la cuna-, que murió con apenas 26 años. Para ella guardaba unos zapatos que conservó para siempre en el armario.
Inventó una palabra, arrepio, que pronunciaba sólo cuando estaba triste, y que sólo sus amigos sabían exactamente qué quería decir.
Se llamaba Carmen, o Carmiña, o Calila. Y cada uno de esos nombres marcaba una frontera de familiaridad.
Salmantina, de buena familia, hija de un notario liberal en cuya biblioteca leyó todo el 98, y La Regenta, con apenas 17 años. De aquel padre conservó la estilográfica, como una reliquia, y el...
Autor >
Jesús Marchamalo
Escritor y periodista, ha desarrollado gran parte de su carrera en Radio Nacional de España y Televisión Española y ha obtenido, entre otros, los premios Ícaro, Montecarlo y Nacional de Periodismo Miguel Delibes. Es autor de más de una decena de libros, entre ellos, La tienda de palabras, 39 escritores y medio, Tocar los libros, Las bibliotecas perdidas, Donde se guardan los libros y Kafka con sombrero. En la actualidad colabora en La estación azul y en El ojo crítico, de RNE.
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