Relato / LA NOCHE LIBRE
La noche libre (II)
Celia Blanco 2/02/2015
`Verano´.
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Un camarero de lustre impecable abre la puerta invitándonos a pasar. Por el gesto se nota que conoce a Manuel. Me entran ganas de preguntarle dónde está el baño pero voy a quedar ridícula. Va a parecer que soy una niña pequeña que se hace pis cuando se pone nerviosa. O peor. Lo mismo lo toma como una invitación a tener un encuentro nada más llegar porque aquí hemos venido a follar.
Otra vez incluyéndome en el grupo.
-Gustav Mahler. Sinfonía número uno. Qué buena elección para tu primera vez, Ada.
No soporto cuando Manuel me llama Ada. Eso quiere decir que no me considera lo suficientemente adulta para tomar mis propias decisiones. Lo tiene como un juego desde que leímos “Ada o el ardor” a la par, encerrándonos los fines de semana enteros en mi piso de Echegaray a fumar porros y leer párrafos enteros, declamándolos en el salón. Dice que soy igual de contradictoria que la de Nobokov. Y que me gusta tanto el sexo como a ella.
Que además conozca la pieza que suena me saca de quicio. Es una de sus chulerías que no podré comprobar. ¡Yo qué coño sé si es la primera sinfonía de Mahler o la quinta de Beethoven!
Bueno sí, la de Beethoven no es.
Ha soltado su frase gloriosa y ha desaparecido entre la gente.
Por cierto, ¡cuánta gente!
Hay más de veinte personas en el salón. Otra decena pasea por las habitaciones comprobando el nivel de excitación del resto. Se miran, se huelen, se rondan. Me da la sensación de estar oyendo un ronroneo continuo y todos se me antojan transformados en gatos. Aquí parece difícil entablar conversación. O no. Manuel está hablando con una morena de pelo corto muy guapa. Le queda bien esa falda gris de tubo que la embute hasta las rodillas. Qué medias más bonitas… Espléndida tela de araña por la que hasta yo querría escalar. Debe de ser maravilloso tocar ese culo. Manuel opina lo mismo y lo demuestra agarrándole una nalga al tiempo que le susurra lindezas en el oído. Palabras que a ella le gustan. Sonríe de medio lado y exhibe su cuello perfecto rindiendo pleitesía a los colmillos de Manuel. Muérdela, por favor. Pégale un mordisco a esa hembra.
Me estoy excitando. Manuel y la morena me han puesto cachonda. Apenas he dado tres pasos y me queda mucho para ver. Sigo.
-Tanqueray con tónica, por favor. Sin florituras.
El camarero ni se inmuta. Podría haberle pedido una ración de patatas fritas del Burger y habría reaccionado lo mismo. Aquí todo parece preparado para encandilarte nada más entrar. Sofás mezclados con divanes, sillones, tumbonas y reclinatorios en los que lentamente comienzan a enredar hombres con mujeres, mujeres con mujeres, hombres con hombres. Todas las combinaciones posibles y una más de regalo. Atravieso el salón hacia las habitaciones. Tres estancias mas decoradas con el mismo estilo que el salón. Y en cada esquina una mesa con un camarero impertérrito dispuesto a servirte cualquiera de las especialidades del bufet libre o el combinado perfecto para que te animes a seguir.
Pego un buen trago a la copa.
No hay excesiva decoración pero sí la justa y necesaria. Reclinatorios donde unos se apoyan para ser manoseados, penetrados o sodomizados. Barra libre para todos. La iluminación con la intensidad para que nos veamos pero sobre todo para que nos intuyamos por obra y gracia de la infinidad de velas que penden del techo en inmensas lámparas y cuelgan de la pared en multitud de quinqués. Pocos detalles de cada uno de los invitados; aquí se gana o fracasa en conjunto.
En las paredes hay espalderas como las de cualquier gimnasio delicadamente oscurecidas con barniz. Una mujer con las manos por encima de su cabeza y de cara a la pared esconde el rostro entre los brazos mientras un hombre lame su culo. De dentro a afuera. Pasea la lengua sobre la carne impoluta de las nalgas sin ropa que ella ofrece ronroneando. El hombre le separa los cachetes para acariciarla, para lamerla, para humedecerse los dedos y hacer incursiones dentro del agujero.
Alrededor de esta pareja nos juntamos unos cuantos. Otra mujer, dos hombres y yo. Simplemente miramos la escena mientras sus protagonistas nos ignoran.
Los cuatro estamos fascinados.
-Pégame.
Creo haber entendido mal. Presto más atención.
-Pégame.
El hombre obediente deja caer con fuerza tres dedos sobre el culo inmaculado que ha lamido. Un chasquido apenas. Un cachete de los que escuecen y suenan. Ya no hay lametazos, ni besos, ni caricias.
-Pégame más…
Las cachetadas se aceleran emitiendo un ruido seco. Una descarga. La mujer gime cada vez que la mano cae con furia sobre su carne. La sangre se agolpa en el punto exacto en el que se repiten los latigazos porque el hombre tiene la maestría de lacerar siempre el mismo cuadrante de su cuerpo. Se mete la mano en la boca para empapar los dedos de su otra mano con la que aferra sus pezones.
Ella responde clamando que no pare. Que siga. Más y más.
La mujer se coloca en perfecta escuadra ofreciendo sus cuartos traseros, él castiga su culo y sus tetas. Sin parar. Sin ninguna tregua. De vez en cuando lame su costado apaciguando la calentura que le provoca con la tortura.
El hombre que está a mi lado se saca la polla del pantalón y empieza a acariciarse. Los ojos fijos en la mujer acompañándola en cada sonido de placer con un resoplido igual de redondo. Arriba, abajo. Se conoce bien, acelera el ritmo de sus batidas justo cuando la mujer anuncia con sus gemidos que está a punto de correrse. La lluvia de golpes no cesa. Justo en la curva más redonda de estas nalgas de pera, en ese mollar hecho con compás, dos centímetros escasos de culo en los que se agolpa la sangre queriendo traspasar la carne.
La mujer emite un bramido de satisfacción mientras se corre. El hombre que está a mi lado llama su atención con un simple gesto de interrogación. Pide permiso para hacer lo propio sobre su espalda.
Ella responde repasándose los labios con la lengua, golosa.
Dale.
La pareja que quedaba en el grupo de mirones en el que me incluyo ha desaparecido. Seguramente habrán cambiado de habitación. ¡No, espera! Están en el sofá negro de cuero. Él sentado, ella a horcajadas. No me he dado cuenta del momento exacto en el que nos han abandonado…
Solo he apartado unos segundos la vista de los amantes de la espaldera y ya han cambiado de estrategia. El hombre que golpeaba penetra ahora a la mujer que sigue en la misma posición con las manos aferradas a los listones de madera, los brazos extendidos, la espalda en horizontal, el culo en vertical. El otro, el que se había corrido sobre ella, de rodillas, lame su clítoris.
Es un espectáculo fastuoso.
Ella abre las piernas todo lo que puede, dejándole hueco, velada de puertas abiertas a una lengua que pasa y repasa el sexo rasurado y pecaminosamente brillante mientras el castigador aferra las caderas cuadrándose las embestidas.
Tengo que cambiar de escenario.
No puedo evitar que me arda la entrepierna como a un adolescente en el vestuario femenino de las chicas de vóley. Hablo como si fuera un tío. Soy una mujer. Y estoy en un piso orgíástico más caliente que el asfalto de Georgia, que diría Nicolas Cage cuando tiene la suerte de ser Sailor.
Quiero más. Lo quiero todo. Ya no me importa cómo coño llamen este lugar.
Continuará.
Un camarero de lustre impecable abre la puerta invitándonos a pasar. Por el gesto se nota que conoce a Manuel. Me entran ganas de preguntarle dónde está el baño pero voy a quedar ridícula. Va a parecer que soy una niña pequeña que se hace pis cuando se pone nerviosa. O peor. Lo mismo lo toma como una...
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Celia Blanco
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