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En pocos días, Europa intentará jugar, probablemente tarde, sus últimas cartas contra el riesgo de estancamiento económico prolongado que le augura la mayoría de los organismos internacionales. El día 22, Mario Draghi anunciará, por fin, que el Banco Central Europeo (BCE) compra masivamente deuda soberana, un ansiado gesto de apoyo a la reactivación y la creación de empleo que las economías del sur llevan pidiendo desde hace años. El día 25, los griegos acudirán a las urnas y decidirán si colocan en el gobierno a un nuevo partido, Syriza, a un nuevo dirigente, Alexis Tsipras, y a una nueva política. A finales de año, Podemos tratará de quebrar la hegemonía bipartidista en España. Europa debe decidir, a su vez, si ahoga sin miramientos la esperanza de humanizar sus políticas de ajustes, o si admite que es posible explorar nuevos caminos. Si acepta que no es posible seguir adelante con las mismas dosis de austeridad y de crisis social y que la única esperanza es intentar, no solo un nuevo ciclo de crecimiento, sino también una nueva flexibilidad política.
Europa afronta este año un reto que probablemente no se valora suficientemente. El “segundo muro de Berlín”, la enorme fractura que se levantó entre las economías, los políticos y los pueblos del norte y las economías y los pueblos del sur, ha causado un grado de sufrimiento, pobreza, rencor y desconfianza desconocidos desde la II Guerra Mundial. Durante mucho tiempo se ha seguido hablando formalmente de la Unión Europea como lo que se suponía que era, un símbolo de progreso y bienestar, y no como lo que en realidad es hoy. Los datos han hecho imposible seguir adelante con esa confortable ficción. Europa se ha vuelto una pesadilla inhabitable para millones de personas y muy especialmente para el 40% de los jóvenes de Italia, España, Portugal y Grecia, a los que solo ofrece un futuro indigno de ese nombre: emigración, desempleo o trabajo precario.
El resultado de esa fractura y de ese sufrimiento es una Europa cada vez más desigual e injusta, cada día más atrapada entre el populismo de extrema derecha y una tecnocracia económica que observa los aspectos más obviamente injustos de su actuación como fenómenos inevitables, sobre los que no merece la pena discutir. Para ellos, escribe el economista alemán Wolfgang Streeck, el principal componente de la democracia ya no es el votante, sino el acreedor de la deuda soberana.
La canciller Angela Merkel, jefa indiscutida del continente, es la primera responsable de esa situación. Si Europa continúa sin satisfacer las necesidades de sus ciudadanos, si por primera vez en su historia moderna sus votantes no creen que sus hijos podrán llevar una vida mejor que la suya propia, la Unión Europea será un proyecto yerto, vacío de contenido.
El reto es formidable. Las opciones son difíciles, no cabe pensar otra cosa, pero, extrañamente, este año se ha reunido una serie de circunstancias que permitirían, quizás, un giro en la situación y que se empezaran a abrir grietas en el muro construido por Berlín. Alemania tiene un gobierno de coalición; en el BCE se juegan, al fin, nuevas cartas; en el Parlamento Europeo existe un bloque entre socialistas y populares; y en la Comisión hay un equipo que parece la quintaesencia del establishment y de la sumisión ante el poder financiero, pero que tiene al mismo tiempo la capacidad –veremos si también la voluntad y el carácter- para desarrollar la tarea de dar impulso al proceso.
Europa tiene que dar un salto en el camino de la integración económica y política y hacerlo construyendo al tiempo mecanismos más democráticos, controles y equilibrios que permitan separar los poderes políticos y económicos. Si no avanza en la integración política y presupuestaria, tendrá que renunciar a la integración monetaria. Pero si no consigue convencer a los ciudadanos de que su supervivencia cuenta tanto como la de los bancos no tendrá forma de luchar contra los nacionalismos de todo signo. Frau Merkel debe ponerse en marcha cuanto antes y derribar ese muro ciego que solo genera hambre, resentimiento y dolor. En realidad, es la única alternativa factible. Si no lo hace, Alemania y Europa perderán para siempre la confianza de los millones de habitantes de la periferia sur.
En pocos días, Europa intentará jugar, probablemente tarde, sus últimas cartas contra el riesgo de estancamiento económico prolongado que le augura la mayoría de los organismos internacionales. El día 22, Mario Draghi anunciará, por fin, que el Banco Central Europeo (BCE) compra masivamente deuda soberana, un...
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