Ensayo
En defensa de la cultura histórica
Noelia Adánez 29/01/2015
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No se me ocurre una expresión que condense mejor el alcance mítico, despersonalizado y fuera del tiempo que a veces se ha otorgado a la historia que aquella que le atribuye capacidad de juicio. Oímos hablar del juicio de la historia y es como si se suministrara desde una instancia ajena al mundo, ante la que por cierto solo responden los así llamados “grandes hombres”. ¿Pero qué es y de qué está hecha esa historia que proclama, celebra, exonera o castiga, previo juicio? Alguien pensará que la historia está hecha del pasado. Y sin embargo Walter Benjamin afirmó: “El pasado sólo cabe retenerlo como imagen que relampaguea de una vez para siempre en el instante de su cognoscibilidad”. La historia no está hecha del pasado sino de la posibilidad de aproximarse a él. Y nos acercamos al pasado explicándolo, y al explicarlo tratamos de darle un sentido. Lo simbolizamos.
La historia, como acto de simbolización, comprende varias cuestiones que hacen de ella un asunto problemático. Y estas varias cuestiones se agrupan en órdenes distintos.
En primer lugar, respecto del tipo de “cosa” que la historia es: se trata de un discurso, un relato, una narración, y como tal, está sometido a revisión constante.
Además posee una ineludible carga autobiográfica, en el sentido de que no parece posible escribir acerca del pasado (escribir acerca de cosa alguna) sin hacerlo desde la propia circunstancia. Circunstancia nacida de la confluencia insospechada de configuraciones intelectuales y constelaciones sociales que atraviesan a quienes escriben la historia y que, por tanto, dejarán su impronta en la producción histórica. Porque la historia también es un producto, como explicó Keith Jenkins, laboriosamente urdido por un grupo de trabajadores con mentalidad actual que realizan sus tareas en espacios “cargados” epistemológica, metodológica e ideológicamente. Es decir, llevan a cabo su trabajo en lugares en los que está permitido pensar bajo determinados parámetros intelectuales y eso puede implicar no poder hacerlo bajo otros distintos. Decía Jenkins que lo que producen los historiadores generalmente es afín al poder, y al ser puesto en circulación, objeto de usos y abusos.
Y esto nos lleva a un segundo orden que ya no tiene tanto que ver con la “cosa” en sí, cuanto con los usos de la cosa. Lo que los historiadores producen es puesto en circulación, pero la circulación de estos productos no tiene lugar en forma de onda expansiva. Los escritos de los historiadores académicos, principales autoridades en esto de la producción de relatos del pasado, no se diseminan velozmente por la sociedad para sustituir y “actualizar” los discursos hasta entonces vigentes. Lo que los expertos dicen o elaboran es primero sometido a debate entre expertos y después, quizá, el relato o argumento, en forma de laureado escrito (como la musa Clío) asaltará las mentes del ciudadano medio. No sabemos con cuánta vocación de continuidad.
Entre tanto los expertos seguirán produciendo, y seguirán debatiendo. ¿Pero, con qué propósito? Si sus productos no logran generar una onda expansiva, ¿cuál es el interés social de su trabajo?
Hay quien advierte una cierta distancia entre la historia académica y la que se enseña en las escuelas y hasta en las aulas universitarias. Una cosa son los seminarios, las tesis doctorales, los proyectos de investigación, y otra las aulas, donde el recurso al manual o al apunte de contenidos estandarizados e irrevocables prima todavía en la universidades españolas.
Por otra parte hay un público interesado en el pasado y en la historia, y una industria del libro y del audiovisual dispuesta a satisfacer esa demanda. ¿Qué grado de relación o afinidad guardan estos productos con aquellos otros productos académicos que mencioné antes? Escaso. En ocasiones nulo.
En el caso de la historia que se enseña en las escuelas, las razones por las que los manuales no incorporan interpretaciones o temas que se van consolidando en el ámbito de la investigación nacen de la confluencia de dos tremendos dislates. El primero procede de la dificultad que los historiadores académicos han tenido tradicionalmente en España para “comunicar” cultura histórica. Amarrados al elitismo que validó el régimen del 78, los historiadores se han sentido más como “hacedores” de la historia y principales custodios de sus arcanos que como “facilitadores” del necesario acercamiento de la ciudadanía al acervo cultural del pasado.
Y la clase política no ha visto la necesidad de recurrir a la historia y al pasado para “construir ciudadanía”, sino tan solo para “adoctrinar ciudadanos” reproduciendo acríticamente exigencias curriculares cuya justificación de origen hace ya algún tiempo que nadie recuerda.
Y es esa ciudadanía que ha asumido que la historia es la crónica “causalizada” de acontecimientos (unos y no otros) que desembocan en el presente la que cuando experimenta por la razones que sea cierto interés por los acontecimientos, los escenarios en los que tuvieron lugar (por unos y no por otros) consume novelas, series, películas históricas, sin más ambición que entretener el tiempo. Entretener el tiempo es algo prodigioso y puede ser además socialmente provechoso e individualmente enriquecedor si a la par que se entretiene se detiene. De algún modo indagar en el pasado, articularlo históricamente, implica “apoderarse de un recuerdo que relampaguea en el instante de un peligro”. Ese instante de peligro no es otra cosa que el momento de saber, de conocer, de invocar, de traer a la luz. En un instante de peligro el tiempo se detiene y se abre la pausa que requiere el pensamiento.
Pausa.
La historia es un relato descentrado e incompleto en cuya elaboración deberían jugar un papel fundamental los historiadores expertos o profesionales, pero a cuyas herramientas y materiales deberían tener acceso el resto de ciudadanos. Hay conocimiento sobre el pasado en novelas, obras de teatro, guiones de cine o en la memoria histórica. Los historiadores expertos deben poder contemplar esos otros discursos como algo más que objetos de su interés (cosa que por lo demás sucede muy ocasionalmente). Esos otros discursos no deben esperar únicamente de los historiadores expertos el marchamo que garantice su rigor y calidad, pero tampoco deben ignorar el conocimiento experto. Unos y otros deberían reconocerse como dignos interlocutores en la tarea de entender el pasado. Y sus respectivas maneras de hacer historia deberían ser públicas, es decir, accesibles y transmisibles. La cultura histórica hace referencia, precisamente, a ese elenco de instrumentos y recursos que cumplen alguna función en el complejo proceso de tratar de entender el pasado, de producir relatos históricos.
Pausa.
La historia comporta un tipo de actividad socialmente relevante en la medida en que contribuye a nuestra tematización y asimilación reflexiva del presente. Si la historia se interesa por el pasado y el pasado es aquello que nos alcanza a cada momento alejándonos de un presente que no cesa, entonces quizá debamos tomar conciencia de que todos pensamos históricamente. Y para pensar históricamente necesitamos más cultura histórica.
Noelia Adánez es doctora en Ciencia Política, miembro fundador de la Asociación Cultural Contratiempo. Historia y Memoria y coordinadora de la Universidad del Barrio (Teatro del Barrio).
No se me ocurre una expresión que condense mejor el alcance mítico, despersonalizado y fuera del tiempo que a veces se ha otorgado a la historia que aquella que le atribuye capacidad de juicio. Oímos hablar del juicio de la historia y es como...
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Noelia Adánez
Del colectivo Contratiempo. Historia y memoria. Universidad del Barrio.
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