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El rostro de mármol que preside el arco de entrada de la Tate Britain está partido por la mitad. Le falta la boca, la barbilla y media nariz y el pelo está contaminado: le delata la negrura sucia de sus rizos. Podría leerse como una metáfora del estado de esta institución pero eso sería forzar la máquina de la poesía y tampoco hay que exagerar. No obstante, hay un grupo de gente cada vez más amplio que piensa que tanto la Tate Gallery (en todas sus sedes) como otras grandes instituciones culturales británicas sufren heridas morales que es urgente reparar y que manchan de negro su reputación.
El pasado sábado, bajo esa lluvia impertinente que con frecuencia entristece Londres, los ojos de esa escultura escrutaban a los diversos visitantes que esperaban a las puertas de este museo a que dieran las diez para poder entrar. Entre ellos había siete personas que vestían de negro y llegaron por separado. En ningún momento se dirigieron la palabra pero todas ellas se encaminaron hacia el mismo lugar: el bar de los socios de la Tate. Uno a uno enarbolaron sus carnés frente a una joven recepcionista y fueron tomando posiciones en los balcones interiores de este bar situado en el último piso del museo y desde el que hay una espectacular vista de la escalinata y la rotonda de la institución. Poco después, con los guardias de seguridad aún despegándose las legañas de los ojos y los primeros visitantes caminando sin rumbo, se colocaron unos velos negros sobre el rostro y comenzaron a lanzar billetes al aire.
Ésta ya no era una lluvia triste como la de afuera sino más bien una cascada inesperada de emociones, incomprensible para los turistas, enervante para los empleados de la institución y "muy poderosa" para uno de sus creadores, como la definió al terminar. Verles lanzar lentamente sus billetes de 20 libras del Banco Tate en una performance que duró unos veinte minutos fue extrañamente tranquilizador, y hubo hasta quien pensó que era parte de la programación del museo, sobre todo porque a mitad de espectáculo comenzó a sonar música clásica. No era parte del guión, en realidad provenía de una prueba de sonido en otra sala cercana, pero se coló en la performance en el instante preciso.
Los niños correteaban entre los billetes y se los daban a sus padres, que descubrían sobre el papel el rostro del director de la Tate, Nicholas Serota, y el del presidente de la junta directiva del museo y expresidente de la petrolera BP, John Browne, sobre una foto del vertido de petróleo de la plataforma Deepwater Horizon que en 2010 fundió a negro el Golfo de México.
"Esto es un desastre, espero que nadie se resbale y nos denuncie" profería alarmada una mujer pegada a un walkie talkie. Al cabo de diez minutos, un grupo de empleados se situaba tras los performers tratando de decidir qué hacer. "Déjales, déjales que terminen". "Sí, mejor no interrumpirles". "¿Qué es esto?" preguntaba confundida una turista. "Uf, lo hacen a menudo, son incansables" le respondía un guardia de seguridad que filmaba la escena.
Sobre el suelo de la Tate cayeron 240.000 libras del Banco Tate, la cifra que anualmente BP le entrega al museo para sus actividades, desvelada la semana pasada después tres años de lucha en los tribunales entre la institución y los miembros de Liberate Tate. Este grupo formado por artistas y ecoactivistas quiere acabar con el patrocinio de las artes de la petrolera. "El museo no nos quería dar las cifras que aporta BP y ahora está claro por qué. Sólo es el 0,5% del presupuesto anual pero a cambio consiguen publicidad mucho más barata que si tuvieran que pagar por ella y legitimidad social, mientras siguen contaminando y frenando la transición hacia un mundo sin combustibles fósiles. La gente piensa que ayudan a que el museo siga funcionando pero la realidad es que ganan mucho más de lo que dan, como demuestran los números".
Mel Evans tiene cara de niña pero maneja sus argumentos con la soltura adulta que le dan sus cinco años como miembro de Liberate Tate y como autora del libro Artwash, que se publicará en primavera, coincidiendo con el quinto aniversario del vertido de BP y en el que analiza las ‘relaciones envenenadas’ entre las artes británicas y las petroleras y la lucha por romperlas. "Se está produciendo un cambio cultural, cada vez hay más gente que comprende que el planeta está al límite y hay que renunciar a los combustibles fósiles. Los museos también tienen que tomar partido", dice Mel. Algunos ya lo han hecho: el Museo de Historia Natural y el Southbank Arts Centre han prescindido de su ‘amistad’ con Shell tras las presiones de grupos similares a Liberate Tate. La Tate se defiende alegando que esa aportación es “esencial” para su programación pero resulta que el dinero que se recauda entre los socios es más que todos los patrocinios privados juntos. "El museo podría perfectamente prescindir de esas 240.000 libras anuales pero no lo hace porque el presidente de su junta directiva es un exejecutivo de BP". Teniendo en cuenta además que es la sexta empresa que más dinero ganó del planeta en 2014, la cifra resulta no sólo irrisoria dentro de un presupuesto anual de 157 millones de libras sino abiertamente cutre.
Mel Evans tiene 31 años, es artista, socia de la Tate y le pesa la conciencia, como antes pesó sobre quienes lucharon por eliminar los patrocinios del tabaco o las empresas armamentísticas de las instituciones públicas. Hablamos tras la performance, después de que ella y sus compañeros hagan un análisis de la acción. Me permiten escucharles pero no preguntar. Sólo Mel tiene permiso para hablar conmigo y le ha costado un rato decidir incluso darme su nombre. No se lo puedo reprochar. Después del 11-S tanto Estados Unidos como Reino Unido aprobaron leyes que convierten en terroristas potenciales a todos los activistas, incluidos los que, como ellos, se limitan a incordiar haciendo performances como la que he presenciado. "Lo curioso es que siempre nos dejan terminar. Seguramente llama menos la atención que traer a la policía", me cuenta su portavoz, pero son conscientes de estar ‘fichados’. Mientras, en cambio, otro tipo de terrorista con corbata y maletín anda suelto por ahí con las manos manchadas de negro. Gobiernos e instituciones se desviven por limpiárselas. Todo sea por mantener el petróleo fluyendo. Amén.
El rostro de mármol que preside el arco de entrada de la Tate Britain está partido por la mitad. Le falta la boca, la barbilla y media nariz y el pelo está contaminado: le delata la negrura sucia de sus rizos. Podría leerse como una metáfora del estado de esta institución pero eso sería forzar la...
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Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
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