Análisis / Productividad
Réquiem por las 40 horas
Cada vez más voces reclaman acabar con el triple ocho de Robert Owen: ocho horas para el trabajo, ocho para el ocio y ocho para el descanso
Luis Faci 29/01/2015
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En 2017 se cumplirán dos siglos desde que Robert Owen estableciera para sus fábricas de New Lanark (Gales) su famoso lema: “Eight hours labour, eight hours recreation, eight hours rest”. Fue calificado de lunático. En aquella época, la jornada de trabajo habitual llegaba en algunos casos a las 16 horas, seis días a la semana. Décadas después se propagó la demanda de una jornada de diez horas y casi cien años después de la reivindicación de Owen, en 1914, Henry Ford implantó en su fábrica de coches una revolucionaria jornada de ocho horas diarias, que combinó con un aumento de sueldos mínimos (los dobló desde 2,34 dólares por nueve horas hasta 5 $ por ocho). Al contrario de lo que muchos temían, esa decisión no solo no restó productividad sino que la elevó sustancialmente. Ocho años más tarde, el propio Ford redujo de seis a cinco los días de labor. “Ya es hora de que desechemos la idea de que el ocio de los trabajadores es o tiempo perdido o un privilegio de clase”, dijo el empresario. Más allá del altruismo, su objetivo era la eficiencia.
Conociendo los antecedentes de Owen y Ford, sorprende menos la llamativa propuesta lanzada por Anna Coote, Jane Franklin y Andrew Simms para The New Economics Foundation (NEF) en 2010: una jornada semanal de 21 horas. Aunque ellos mismos dejaban claro que su proposición era “no una receta sino una provocación”, en el informe pormenorizaban -con algunos ingredientes realistas y otros decididamente naífs– los beneficios que traería; a la sazón, más igualdad, menos desempleo, reducción de la brecha de género, más tiempo para la educación, menos emisiones de CO2... En conjunto, una suerte de bálsamo de Fierabrás para el que sería precisa una gran intervención estatal. A cambio, los autores propugnaban el crecimiento cero y el alargamiento de la edad de jubilación.
El estudio tuvo un cierto eco, aunque también críticas severas: Kristian Niemietz, del Institute of Economic Affairs, le atribuyó falta de fundamento y un optimismo exagerado. A largo plazo, concluía Niemietz, la llave de la reducción en el número de horas trabajadas radica precisamente en lo contrario de lo que pregonaban los investigadores de la NEF: en el crecimiento económico.
En los últimos meses, ha sido el multimillonario mexicano Carlos Slim quien ha insistido en una teoría parecida, aunque no idéntica, a la del NEF: tender hacia una semana de tres días laborables, once horas cada uno, y una jubilación que no llegue hasta los 70 o 75 años. “Estoy seguro de que sucederá”, zanjó. Como Owen hace 200 años, ya ha empezado a aplicarlo parcialmente en Telmex.
En verano, Larry Page, cofundador de Google, propuso en un encuentro la semana laboral de cuatro días: “La idea de que todo el mundo tiene que trabajar frenéticamente para satisfacer sus necesidades simplemente no es verdad”, dijo. Entre otras cuestiones, la fórmula generaría mejoras medioambientales y mitigaría el desempleo.
La aplicación del four-day week lleva tiempo en el debate. De hecho, ya fue propuesta hace más medio siglo (en 1956) por el mismísimo Richard Nixon. En 2008, el Estado de Utah experimentó con esta jornada para los empleos públicos; con diez horas diarias, eso sí. Tres años más tarde dio marcha atrás al no obtener el ahorro proyectado. El pasado verano fue la ciudad sueca de Gotemburgo la que implantó una variable: reducir a seis horas el tiempo de trabajo para la mitad de sus empleados públicos y mantener el horario de la otra mitad; pasado el tiempo, las autoridades evaluarán si la reducción eleva la eficiencia. Algo que sí comprobó Jason Fried en su compañía 37signals tras implantar una jornada de 32 horas semanales. Otros posibles beneficios: facilitar la conciliación, generar un impacto positivo sobre el desempleo y reducir costes.
Otro ejemplo para el debate: la implantación con el cambio de siglo de las 35 horas en Francia -la ley (Martine) Aubry-. Hay juicios positivos y otros que no lo son tanto. Fuera de valoraciones subjetivas, hay un dato objetivo: de los dos millones de puestos de trabajo creados entre 1997 y 2002, entre 320.000 y 350.000 fueron consecuencia directa de la reducción de horas. Hay que recordar que a partir de ese último año, con François Fillon, la ley fue progresivamente perdiendo fuerza.
“¡Tres horas al día son suficientes para satisfacer al viejo Adán que hay en la mayoría de nosotros!”, dijo Keynes en su conocido ensayo 'Posibilidades económicas para nuestros nietos', de 1930, en el que mostraba un optimismo que se ha demostrado exagerado (aunque se tiende a olvidar las dos premisas con las que el economista británico contaba para sus predicciones: la ausencia de grandes conflictos armados y que no se produjera un excesivo crecimiento demográfico).
Otro clásico, Bertrand Russell, planteó en 1932, en el ensayo 'Elogio de la ociosidad', algo similar: si hubiese voluntad y una moralidad más sana en el mundo, cuatro horas serían suficientes y acabarían con el desempleo.
Un reciente estudio del economista John Pencavel -mencionado por The Economist- evidenció, con datos de trabajadores británicos en la Primera Guerra Mundial, que horas de trabajo y producción no van paralelas a partir de un cierto punto. Pencavel citó a John Hicks, quien -parafraseándolo- opinaba que a pocos empleadores les entraba en la cabeza que reducir el horario de los empleados y, al mismo tiempo, mantener el nivel de producción era un escenario factible (aun hoy, conviene recordar uno de los lemas de la campaña de Sarkozy en 2007: 'Work more to earn more'). Al contrario, tuvo que ser la regulación a través de los estatutos y la presión de los sindicatos la que forzase la reducción de horas.
¿Es posible una jornada laboral de 21 horas? Y ¿de 15? ¿Aceptarán los 'insiders' ganar menos dinero para beneficiar de este modo a los 'outsiders'? ¿Y dejar de gastar tanto para reducir la huella ecológica? ¿Popularizar la media jornada?
El vertiginoso aumento de la productividad de los últimos siglos ha tenido dos vertientes para el empleado: más tiempo libre (menos horas de trabajo) o más producción total (lo que aumenta sus ingresos). Desde los setenta, buena parte de Europa ha optado por lo primero, mientras que Estados Unidos ha tendido a lo segundo, según diversos estudios.
Hay otra clave: el mencionado crecimiento de la productividad –que conlleva incluso riesgos psicológicos, en casos extremos– no siempre se ha traducido de forma absoluta ni en un parámetro ni en otro: lo que en 1950 un trabajador producía en 40 horas había bajado, a mediados de la década pasada, a 11 horas ('Productivity and the Workweek'); dicho de otro modo, un empleado (occidental) debería tener el mismo nivel de vida trabajando en la actualidad 11 horas que 40 en 1950. Hay que matizar que este dato no es aplicable al 100%, ya que no tiene en cuenta ni la eventual depreciación ni la parte del beneficio empresarial que se destina a renovar maquinaria. Dicho esto, sigue siendo revelador.
Para complicar más la cosa, frente a las tensiones hacia una jornada más corta aparece un riesgo en sentido contrario: la globalización de una tecnología que nos permite –exige, en algunos casos– estar conectados de forma permanente al entorno laboral. Es probable que grandes avances del pasado generasen 'seísmos' similares: la difusión de la luz eléctrica, por ejemplo, intensificó el trabajo en las fábricas. En el caso actual, se presenta una dificultad añadida: la frontera entre tiempo de trabajo y tiempo libre se desdibuja.
Pese al temor que estos cambios generan, lo cierto es que tendemos, aunque más tenuemente que en décadas pasadas, hacia una reducción de la jornada. Como dice Simon Kuper, frente a la fiebre por trabajar hasta la extenuación para ganar más y más dinero, “las sociedades en el oeste y en el este buscan ahora algo más: ese difícil equilibrio entre la oficina, el hogar y perder el tiempo por YouTube”.
En 2017 se cumplirán dos siglos desde que Robert Owen estableciera para sus fábricas de New Lanark (Gales) su famoso lema: “Eight hours labour, eight hours recreation, eight hours rest”. Fue calificado de
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