Diez años no son más de una década
Celia Blanco 5/02/2015
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No podría dejar de tomar vino aunque quisiera, que nunca quiso. Eximirse de la responsabilidad de no sucumbir a adueñarse ella sola de la botella como si no hubiera un mañana, porque el mañana no existe. Ni aunque lo intentara. El mañana está obligado a ser el hoy en el que vive, sin presuponer que pueda concederle la posibilidad de arreglar, enmendar, ni siquiera de celebrar, todo lo que ocurre.
Ser responsable de sus actos y asumir las consecuencias. Siempre.
El vino le reporta serenidad, toda la que le falta cuando funciona sin él. Le permite brindar por la cándida adolescencia, aun cuando esa placidez no la haya vivido ni siquiera cuando su edad apuntara maneras de corresponderse con la realidad. Siempre pareció mayor; eligió esconderse en ese aspecto de antigua para protegerse del paso del tiempo. Abrir una botella de vino enarbolando una liturgia adquirida con los años, y pensar mientras lo hace que puede ordenar los acontecimientos sin que le bullan, y aún así explotando todos en mitad de su cara. Salpicando las paredes de sueños que casi nunca se cumplen o de sorpresas que no se esperan.
¿Queda tiempo aún para las sorpresas?
-Quiero un buen vino que no me haga sacar las pullas que tengo dentro.
Rubén la entiende. Hace apenas un mes que abrió su despacho de caldos en la calle Echegaray y ya sabe cómo se las gasta la vecina. Intuye que fragmenta su vida a través de esas botellas de vino. Y las buenas añadas se abren para celebrar las grandes gestas. También para olvidar las heridas que sangran, las que necesitan alcohol para cicatrizar, caldos que cierren todo lo que ella es incapaz de saldar sola. Un buen vino solivianta las intenciones y las anima. No transforma; muestra. Saca a la luz lo que se tiene dentro. Bueno o malo; solo faltaba.
-Y que parezca un accidente, ¿no?
-Que deje muertos, si es necesario…
El Juan Gil del 2012 no llega a los 20 €. Vinazo perfecto para que no quede otra que compartir hasta la última gota. Aunque sea con ella misma si el ínclito aparece a deshoras y no le quede otra que maldecir no haberse presentado antes; a las citas importantes no se llega con demora, son las reglas del juego. La vida no es una partida de parchís a la que puedas incorporarte con retraso por mucho que comiéndote dos fichas seguidas puedas contar sesenta de tirón, adelantándote en las casillas, dejando atrás a tus rivales y alcanzando la panacea del color de tu equipo. Aquí no vale ninguna estrategia y la suerte no siempre está de tu parte.
Catorce escalones, dos pasos, diez escalones más, otros dos pasos. Esta serie se repite a lo largo de los cuatro pisos que la separan de la calle hasta llegar a la guarida en la que se esconde. Su amparo y refugio en el que no deja pasar más que a los que necesita tener cerca. Hoy hay dos copas, una botella, la canción Vodka Fraise de Zaza Fournier hace los honores desde la cuenta de Spotify que paga religiosamente para no escuchar anuncios. Se quita la ropa con la que esta mañana ha ido a apagar el penúltimo fuego de la semana, desfila a la ducha para que por el sumidero se escape lo que pueda quedarle encima del día. Elige unas medias con liga de silicona y un vestido cualquiera que le deje al aire la clavícula. Tacones de nueve centímetros que ya no recuerda cuándo aparecieron en su vida pero con los que rememora imágenes gloriosas en el espejo del armario, el que refleja todo cuanto sucede en su cama.
Seguro que brindaron por cada faena también con buen vino.
Será entonces, solo entonces, cuando el primer trago descienda por su gaznate, cuando tome conciencia del paso de los años y de la causa que la obligaron a pintarse los labios con el carmín rojo de las grandes ocasiones. El mismo que desaparece de bolso en bolso y que, en cuanto recupera, permite que crea que puede con todo. Porque es al perfilárselos cuando toma conciencia de que lo que mejor le queda en mitad de esa cara tan angulosa es una sonrisa inmensa perfectamente coloreada.
Bendita combinación de pecados y temores en los que sabe manejarse.
Diez y cinco minutos, suena el timbre. El que llama a la puerta tiene su propia llave pero a ambos les gusta hacerse los encontradizos. Abre la puerta. Allí está. Perfectamente afeitado, cabeza incluida, oliendo a limpio. Vestido con todas las tonalidades de grises posibles: marengo en la chaqueta, más claro en la camisa; gris, el único color que ella no permite tener en su baremo existencial porque todo se le antoja que sea blanco o negro.
Allí está, de nuevo. Diez años después repitiendo aquella frase gloriosa:
-Tengo casi 37 años y no estoy para estrategias. Coge una mochila, mete una muda y vente a pasar un fin de semana conmigo. Con un poco de suerte te convenzo y pasas el resto de tu vida.
-Si yo no hubiera escrito en un cuaderno lo que me dijiste, nunca lo habrías recordado.
-Si yo no lo hubiera dicho, nunca te hubieras quedado.
¡Touché!
Puede que ya no sean casi 37 los años que se vayan a cumplir. Ni siquiera hace falta. Las arrugas de él han ido alargándose a través de la cara juntándose y diseminándose a su libre antojo. Horadando la carne y dejándole los ojos gachos. Las canas del pelo de ella se vislumbran mucho antes de lo que su agenda le permite tintarlas con el marrón chocolate que seguro un día tuvo sin necesidad de pasar por el ritual mensual con el que las disfraza. Sus tetas vinieron a menos y sus piernas se modelaron de más; pero los besos siguen siendo los mismos, adorablemente malditos. Capaces de que ambos contengan la respiración comiéndose el uno al otro mientras las manos se sitúan en los puntos estratégicos del mapa de sus cuerpos. Las de él en el culo de ella; las de ella en la verga pétrea de él, desabrochándole los botones del pantalón para arrodillarse ante el altar.
Disfruta comiéndose esa polla que podría distinguir en cualquier muestrario que le ofrecieran por magnífico que fuera. Espera sus gemidos como agua de mayo al comprobar, una vez más, que ella es capaz de metérsela entera en la boca. Entera. Insistiendo, esmerándose, desatornillando las tuercas que amarran las tensiones a base de lametazos. No parar hasta que no se completen el uno al otro y puedan correrse ambos. Desecharon hace mucho la necesidad de hacerlo a la vez para permitirse el lujo de que sus polvos duraran lo que fuera necesario. Mucho o poco; quién mide. Ellos no acostumbran a ponerse de acuerdo en casi nada, igual que lidian batallas propias para ganar juntos una misma guerra.
Que no sea el paso del tiempo lo que dé sentido a esta relación sino las copas de vino que han compartido las que corroboren que aún la tengan. Al fin y al cabo, diez años no son más que una década.
No podría dejar de tomar vino aunque quisiera, que nunca quiso. Eximirse de la responsabilidad de no sucumbir a adueñarse ella sola de la botella como si no hubiera un mañana, porque el mañana no existe. Ni aunque lo intentara. El mañana está obligado a ser el hoy en el que vive, sin presuponer que...
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Celia Blanco
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