Leonard Cohen, Javier Conde y la esquina veneciana
Joaquín Albaicín 12/02/2015
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Había cumplido ya los quince años, y un gitano del que ignoraba incluso el nombre le enseñó en Montreal, tres días antes de suicidarse, los primeros acordes de guitarra. Pasó el tiempo. Falleció su padre, por lo que escribió sobre un papelito una oración de despedida, que guardó en el dobladillo de una de sus corbatas antes de enterrarla en el jardín. Después de la plantación de aquella semilla, ha demostrado no ser hombre de improvisar rituales sólo en trances de doliente soledad. Durante un concierto en Aix-en-Provence, el público le esperaba soliviantado en exceso y un espectador –increpándole: “¡Fascista!”- le amenazó con una pistola. Su respuesta fue desafiar a los “valientes” a subir al escenario y enfrentarse a las armas que, supuestamente, sus músicos y él portaban. Y la intensidad de la asonada, claro, empezó a declinar. En el recital de la Isla de Wight, parte también de la tournée de 1970, el público trató incluso de incendiar la escena. Y él, únicamente con palabras, logró apaciguar a la enfebrecida y furibunda masa y, poco después, hacerla inclinar el cerviguillo ante su arte.
Un tipo fuera de lo común, desde luego. Leonard Cohen, quiero decir.
No conozco apenas su obra poética y musical, si es que la conozco algo. Admito, de hecho, que si un día empecé a reparar un poco en el nombre de quien –sin razones concretas para ello- sobreentendía como un artista aposentado más o menos extramuros de mi universo musical fue a raíz de sus colaboraciones y de la relación de amistad por él entablada con Enrique Morente. El ensayo Leonard Cohen. Lorca, el flamenco y el judío errante (Alfabia), una mirada panorámica sobre su trayectoria vital y artística firmada por Alberto Manzano, que jugara su papel en Omega –el disco de culto de Enrique- y acompañara a Cohen en varias giras por Europa, me ha descubierto un espíritu vivificado por una de las virtudes que más aprecio y que tan poco cultivamos los –a menudo, de modo abusivo- calificados de humanos: la ecuanimidad.
En el caso de Cohen, ésta aflora de modo patente en sus vivencias en la Cuba recién tomada por el castrismo, o en su posición –chirriante para unos y otros- ante el pleito árabe-israelí. Dar a Dios lo que es de Dios, pero al césar lo que es del césar (y viceversa) requiere el destilado de un equilibrio anímico exquisito, un paladar muy refinado y andar muy en forma en el saboreo de las complejidades de la vida. En el libro de Manzano se encuentra uno con muchos testimonios y anécdotas que dan fe de la patente posesión de las antedichas cualidades por el autor de Dance me to the end of love.
Pero, aparte de correrías artísticas, esta –podríamos decir- biografía conversada contiene interesantes apreciaciones sobre la historia y tradiciones de las comunidades askenazíes de las que desciende Cohen, antaño florecientes en los confines orientales de Europa, en derredor de las Puertas Caspias que deberán ser descerrajas por Gog y Magog, y que me han suscitado una reflexión que, si bien referida a los sefardíes, es decir, a los judíos de Oriente Medio y Europa del Sur, dejo caer aquí de pasada y a vuelapluma.
Me refiero a que el pueblo judío ha otorgado siempre una importancia grande a la formación académica, preocupándose por favorecer el acceso de sus hijos a la educación universitaria. Los gitanos, por el contrario, hemos desdeñado bastante ese orden de honores. Las titulaciones universitarias de la prole pueden alegrar a la familia, pero no han representado nunca galón de ninguna clase en nuestra sociedad. Durante siglos, hemos sido un pueblo ágrafo. Sin embargo, paradójicamente y contra lo que lo antedicho habría invitado a prever, el romaní es hoy no sólo una lengua viva en todos los países de Europa y América donde vivimos comunidades gitanas, sino conocedora incluso de un revivalismo de cierta pujanza.
La eclosión de la literatura escrita en lengua gitana –lenta y nada estridente, pero en ascenso- es un hecho. En cambio, el ladino, el castellano antiguo hablado por los judíos sefardíes, perfílase como un idioma en franco declive y, cada día más, patrimonio sólo de un puñado de eruditos y especialistas. Esto podría suscitar un interesante debate entre si ser culto es haber leído mucho o, en cambio y como sostenía Ananda K. Coomaraswamy, haber sido profundamente enseñado, con independencia de dominar o no las claves del alfabeto. Una contradicción a la postre inexistente, como en el fondo deja claro toda la trayectoria de Cohen.
La vida, en fin, discurre plagada de contrasentidos. Ya escribió Hugo Ball aquello de que “para entender el cubismo, tal vez haya que leer a los Padres de la Iglesia” (mas no al revés, matizaríamos).
Hecha esta digresión, vuelvo al libro de Manzano sobre Cohen, pródigo en reflexiones sobre el flamenco y la temprana influencia ejercida por Lorca y su lírica sobre el poeta y músico de Montreal. Y quiero detenerme en unas palabras del rapsoda y literato, pronunciadas con motivo de su recepción, en 2011, del Premio Príncipe de Asturias de las Letras y que constituyen toda una declaración de grandiosa humildad (o de humilde grandeza, si se prefiere): “Me siento”, dijo, “como una especie de charlatán al aceptar un premio por una actividad que no controlo. En otras palabras, si conociera el lugar del que proceden las buenas canciones, iría ahí más a menudo”.
Ese jardín donde verdecen las coplas de rango es el mismo en el que se cuajan las grandes faenas, se da uno de bruces con las tinajas de Alí Baba, conoce a la mujer soñada o se cruza, por breves segundos eternos, con un antepasado: el Reino del Preste Juan, en suma. Y, llegar allí, diría uno que no es fácil ni difícil. En Amenaza en la sombra, perdida en el laberinto veneciano, la desorientada y amedrentada Julie Christie desemboca al fin, cuando ya no lo esperaba, en una calle concurrida, en un pasaje transitado por peatones con zapatos de suela húmeda y que se detienen a fisgonear en los chiringuitos, y dice a Donald Sutherland:
-A veces, basta volver una esquina para encontrarse de nuevo en medio de la vida.
Y así es.
Una tarde del verano de 2009, a través de la pantalla de la televisión encendida en una casa de la calle del Hombre de Piedra, en la Alameda de Hércules, vi dar a Javier Conde la vuelta a esa esquina veneciana. Muy poco rato antes, el yerno de Enrique yacía en la enfermería, recibiendo puntos de sutura. Y algo antes aún, se levantaba exhausto de la cama tras haber logrado pasaportar un encierro de cólicos nefríticos empeñados en evitarle torear aquella corrida.
Pero había una esquina invisible al alcance de la mano y, ahora, de malva y azabache y herido en un gemelo por su propia espada, acariciaba el torero el aire con su muleta, y el toro se bebía encelado, uno tras otro, los pases naturales. Naturales de verdad, con alma, mandando los planetas, dormida la carne como si la anestesia recetada por el galeno un poco antes no fuera local y hubiera hecho desaparecer la más mínima sensación de peso. Vi la corrida por televisión y no sé si la Malagueta vibraría o tendría, por el contrario, el reloj planetario en otra hora, pero aquello fue para jalearlo con pasión rota y brindarlo después con druidas.
Más allá de la solera, más allá de la tradición, más allá de la perfección formal, la faena de Javier Conde –una caída rotunda del velo- surgió salpicada por destellos encadenados de luz revelada. Fue como el descubrimiento de un valle oculto poblado de hadas, en el que sabemos que no podremos permanecer mucho tiempo, igual que el alpinista no ignora que, pese a la crepitante belleza desplegada ante sus ojos por la aurora, debe descender de la cumbre antes de que se le congelen las extremidades.
Muchísimos ojos fueron testigos de aquel trasteo a las finas hierbas. ¡Lástima que los tesoros ocultos se transmuten en guijarros al deslizarse por entre los dedos de descubridores que no son merecedores de su fulgor! Por eso, no sería mala idea que aquellos que –aun ignorándolo- sí son dignos acreedores a ellos, se pasaran por allí, por ese lugar de donde proceden las buenas canciones, con más frecuencia.
Aunque ya hemos observado que allí, no se va. Te llevan. Y siempre sin avisar.
Había cumplido ya los quince años, y un gitano del que ignoraba incluso el nombre le enseñó en Montreal, tres días antes de suicidarse, los primeros acordes de guitarra. Pasó el tiempo. Falleció su padre, por lo que escribió sobre un papelito...
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