Flamenco
El Güito: Siete mil años de baile gitano
Semblanza del bailaor madrileño Eduardo Serrano, Medalla de Oro de las Bellas Artes.
Joaquín Albaicín 19/02/2015
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En su clásico ensayo El prodigio que fue India (Pre-Textos), Arthur L. Basham recuerda cómo, cuando Alejandro cruzó el Hindu Kush y derrotó en combate a las tropas de Poro, maharajá de Punjab, quedó tan impresionado por la majestad natural irradiada por el monarca vencido que dio orden de que fuera restaurado en el trono y le devolvieran su reino. Yo, que desde niño he sentido como referencia insoslayable en el baile gitano la figura de El Güito, quisiera que éste no se hubiera retirado nunca. De hecho, si no he titulado estas líneas El prodigio que fue El Güito ha sido por no otra razón que la de negar autoridad a esa lógica que emplazaría a Eduardo Serrano en el pasado y porque, para mí, El Güito no ha dejado -ni podrá nunca dejar de ser- permanente actualidad en el universo flamenco.
Pese a que arya signifique en sánscrito sólo “noble, bien nacido”, los orientalistas han atribuido dogmáticamente la culpa de la “desaparición” de la civilización del Indo a una fantasmagórica “invasión aria” que no ha dejado ningún resto arqueológico ni documental. En realidad, la civilización del Indo “desapareció”, como ha sido recientemente descubierto, por tan simple causa como la desecación del río Sarasvati, del que hoy sólo perviven sus aguas celestiales, su arquetipo. A Güito le acontece algo parecido. Quizá no esté bailando ahora, quizá no esté eso que se llama “en activo”, pero la estela, el perfume y la influencia de su danzar perviven en los bailaores de las generaciones siguientes, que le vieron sobre las tablas o han sido discípulos de quienes sí gozaron de ese placer.
El Güito, pues, subsiste. Diría incluso, que, con todas las virtudes –elegante pluma, visión de conjunto, esfuerzo integrador- que de justicia es señalar al libro de Barsham, El Güito encarna sin palabras el prodigio que fue, es y será India con más cabal exactitud que cualquier historiador o erudito o que cualquier voluminoso tratado salido en el pasado -o que en el futuro pueda surgir- del ordenador de ningún arqueólogo, sociólogo o investigador free lance de la civilización védica. Quien no haya presenciado los repiques, dibujos y recortes bailaores desgranados por El Güito, no ha visto nada –o, por lo menos, se habrá perdido algo muy grande- en cuanto a baile se refiere. Por eso me pregunto si Barsham, que con tan bellas palabras describe el encuentro de Alejandro con Poro, no habrá asistido alguna vez a una de esas veladas teatrales en que despacioso, misterioso, solemne, empezaba El Güito a deslizarse por el escenario en los prolegómenos de su danzar por farruca.
Si seguimos con los trasfondos hindúes, resultaría también procedente comparar a Güito, además de con Skanda (dios de la guerra) y con Nataraya (Shiva en su versión de inspirador de la danza), con Ashoka, monarca tan caro a Barsham, pues lo mismo que Ashoka acupunturó todo su Imperio con estelas de piedra en las que había ordenado grabar sus mandatos legislativos, así ha jalonado El Güito los escenarios de medio mundo con sus plantes y giros de cintura dotados de la incontestabilidad de los pilares herméticos.
Por impulso de Antonio Benamargo y con el concurso de un puñado de artistas -José Mercé, Farru, Paco del Pozo…- a El Güito le fue tributado hace no mucho un merecidísimo homenaje, que entonces se ignoraba que fuese a ser el preludio a la concesión por el Ministerio de Cultura, en este año, de la Medalla de Oro de las Bellas Artes. ¡Ya era hora! Era muy pequeño cuando le vi salir por primera vez al escenario. Nada más compareció ante nosotros, un hormiguillo de emoción me electrizó desde las uñas de los pies hasta las raíces del pelo. Y, transcurridos tantísimos años, he de decir que ese hormiguillo no ha desaparecido. Veo salir a Güito –la última vez, en el Lope de Vega de Sevilla, en un espectáculo con Manolete que muchos quisiéramos volver a disfrutar- y aquel hormiguillo –porque nunca se fue- inevitablemente retorna.
El padre de Eduardo Serrano El Güito era tratante de caballos. Su madre, tras enviudar, fue cerillera en Villa Rosa y, cuando iba de visita a casa de mis abuelos, llevaba siempre al niño, que apenas levantaba cuatro palmos del suelo y mostraba ya dotes de gran bailaor en las fiestas que se formaban en la cocina. Era muy pequeño cuando aparecía bailando en las películas de CIFESA. Tenía dieciséis años cuando Pilar López se lo llevó a París, donde en el Teatro de las Naciones le otorgaron el galardón al mejor bailarín del mundo… Y no desentona lo de bailarín porque Güito, a fuer de ser flamenco a rabiar en su sentimiento, ademanes y sentido, ha sido dueño de una elegancia, una figura y un empaque señoriales que habrían fascinado a Diaghilev.
Y esas sobresalientes dotes le llevaron muy lejos. En los últimos días de Faruk estaba bailando en el Casino de Alejandría, en la Avenida de las Pirámides, y dice la leyenda que los implicados en el golpe militar que derrocó al último rey de Egipto habían convenido que la señal para entrar en acción fuera el momento en que Güito salía al escenario. Verdad o mentira, y si fue lo primero desde luego que todo se urdió a espaldas suyas, el caso fue que Güito –testigo, apretujado entre la multitud, del primer baño de masas de Gamal Abdel Nasser- se quedó sin cobrar su contrato al nacionalizar la banca los golpistas.
Genio y figura, su nombre encabezó los carteles de Los Canasteros, de Torres Bermejas… durante esa etapa gloriosa de los tablaos de la que fue uno de los más preclaros protagonistas. Formó con Carmen Mora y Mario Maya el Trío Madrid. Aparece con Gades en Bodas de sangre… Hemos visto muchas veces al Güito: en la Cumbre Flamenca, en los Jardines de Cecilio Rodríguez, en los de Sabatini, en el Colegio de Médicos, en Granada (donde estrenó su espectáculo dedicado a Carmen Amaya), en el Teatro Romano de Mérida, en el San Juan Evangelista, en el Centro Cultural de la Villa, en el Albéniz… Por no hablar de Argentina, donde es un ídolo, o de sus éxitos neoyorquinos con Flamenco Puro. Que le hemos seguido, en fin, pues no sólo la suerte ha querido que fuésemos contemporáneos de su época de plena madurez artística, sino que ha sido uno de los flamencos que, con su danzar, más sentidas y emocionadas líneas nos han inspirado. Así que la noticia de la concesión de la Medalla de Oro de las Bellas Artes 2014 supone una alegría y una decisión de justicia para el mundo del flamenco y también, la verdad, un motivo de regocijo personal para mí.
Va bien acartelado, pues otro de los galardonados de este año es Manuel Benítez El Cordobés, con quien más de una juerga se corriera en su juventud, como con Curro Girón, Curro Romero… en aquellos días en que flamencos y gente del toro conformaban prácticamente un único gremio artístico. El Cordobés era, además, uno de los coletudos que con más generosidad y buena sombra se gastaban el dinero en las fiestas. Quizá haya quien objete que su concepción del toreo no se aproxima demasiado a la de un Arte con mayúsculas, y acaso le asista la razón, pero también ejercer el mecenazgo artístico a partir de las doce de la noche merece un reconocimiento oficial. Sobre todo, después de haber pegado por la tarde quince saltos de la rana. Porque yo pego medio –que no pienso pegarlo- y me tienen que ingresar.
En una conversación que mantuvimos hace mucho, El Güito me comunicó uno de sus secretos: “Como se dice en el toreo, he encontrado mi "sitio", ese sitio en el que con diez muletazos haces lo mismo –sólo que mejor- que si das veinte. Eso es lo que falta ahora en los que salen: sólo ves pies, bailes muy largos, velocidad y mucha resistencia y fuerza”. Una vez escribí que, en contra de lo afirmado por un flamencólogo –que El Güito, hombre ya maduro, bailaba “como si tuviera veinte años”- lo que Güito hacía era todo lo contrario: bailar como si tuviera siete mil. ¿Por qué? Pues porque el sitio ocupado por El Güito es ese lugar mítico donde transcurren los cuentos de hadas, y precisamente es el hecho de pisarlo lo que confiere a su baile los acentos y aromas feéricos que lo han caracterizado. Siete mil años, en efecto. Porque no sé a ustedes, pero a mí lo único que me ha interesado del baile gitano, como de cualquier arte, es su pálpito, la quintaesencia que lo anima, incorruptible como el oro del galardón que acaba de llegar a manos de Güito y como la aromática sensación que acompañará siempre a cuantos le vimos bailar.
En su clásico ensayo El prodigio que fue India (Pre-Textos), Arthur L. Basham recuerda cómo, cuando Alejandro cruzó el Hindu Kush y derrotó en combate a las tropas de Poro, maharajá de Punjab, quedó tan impresionado por la majestad natural irradiada por el monarca vencido que dio orden de que...
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