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"A Simeone le tiras un botijo y te devuelve un futbolista". La frase, partido a partido, pasará a los anales de la historia del fútbol. La escuché, por primera vez, de boca de un peso pesado del Atlético. En el primer curso del trienio glorioso del argentino. Ese axioma, latido a latido, caso particular por caso particular, es la fuerza motriz de un estado de ánimo al otro lado del río. De la depresión al triunfo, de la improvisación al plan, del norte perdido al orgullo sureño, de la nada al todo. Simeone como principio y, probablemente, como final. Sin duda, y con permiso del eterno Luis, el Cholo es el técnico más intervencionista de la historia colchonera. Su voz es la autoridad moral número uno para jugadores, club y afición. Él ha puesto en fila de a uno a una tribu famélica de gloria, que parecía a punto de un exilio voluntario en la reserva. Él les ha devuelto el orgullo arrebatado, el espíritu de equipo y la legitimidad de ser diferentes al resto. Primero convenció al equipo, al club y a la afición de que, para ser grande, había que pelear como un equipo chico. Después les convenció de que el corazón podía igualar el presupuesto. Y después, les invitó a subirse al carro del que muchos se habían olvidado de tirar. El de pensar en grande: si se trabaja y se cree, se puede.
El panteón sagrado de los técnicos ha sido coto privado de inmortales inquilinos como Bill Shankly ("Levántate, esa no es tu rodilla, es la rodilla del Liverpool"), Helenio Herrera ("Con diez se juega mejor que con once") o Brian Clough ("Si discutiera con un jugador, nos sentaríamos juntos unos veinte minutos, hablaríamos del asunto y al final decidiríamos que yo tengo razón"), leyendas de los banquillos con dos cualidades sobresalientes: una personalidad arrolladora y un liderazgo extremo. Hoy, en el reino de los aspirantes a leyenda, a caballo entre el carácter de Mourinho, que colecciona títulos y problemas, y la sapiencia de Guardiola, que transpira fútbol y elegancia, asoma Simeone. Alguien que todo o nada tiene que ver con los genios anteriormente citados, pero que, partido a partido, se está labrando una parcelita en el Olimpo de los Dioses del fútbol. Ha forjado un equipo hecho a su imagen y semejanza, lo ha automatizado hasta límites insospechados, ha revitalizado la autoestima del grupo, ha convencido a unos jugadores que no se creían campeones de que lo eran y ha logrado hacer, de un equipo en ruinas, un comando programado para cualquier batalla.
Rico en relación a muchos clubes españoles y pobre si se le compara con los grandes europeos, el Atlético se ha rendido al credo de Simeone, profeta electo, por abrumadora mayoría, de la primera religión oficial del Calderón. Hablamos del cholismo, ese término que comenzó como gag mediático y que, tras tres años de constancia, ha germinado en realidad inmutable. Más allá de los títulos conquistados y del estilo propugnado, Simeone pertenece a una especie en extinción. La de aquellos hombres que sueñan más allá de su ambición, la de quienes se sienten enamorados de la causa que defienden. El Cholo, un ídolo que podría haberse quemado a lo bonzo cuando fue contratado como penúltimo escudo humano de los Gil, ha perseverado desde el día a día. No existe el mañana, su éxito es el hoy. Si le venden a tres, rearma el grupo. Si le revientan el sistema, se reinventa otro. Si una pieza no encaja en el grupo, reordena el puzle. Y si los más poderosos tienen armas de destrucción masiva, él se las apaña para ser un forúnculo molesto que les amarga.
Simeone no es Dios, aunque lo parezca. Es humano y es carne de banquillo. Sabe de qué va este negocio y cómo son sus secuelas. Es posible que los resultados un día le den la espalda, que sea víctima de una cadena de errores o que, simplemente, nunca alcance el palmarés de otras vacas sagradas, porque entrena al Atlético, que es príncipe entre los grandes, pero todavía no es rey. Lo que nadie le podrá discutir es que heredó un muerto y ha devuelto un campeón. Estratega notable, psicólogo sobresaliente y motivador fuera de categoría, Simeone está trascendiendo como una tercera vía envuelta en ética de trabajo. Él ha sido capaz de devolver al estanque a una ballena varada en "La Nada", ha devuelto la fe al atlético que era humillado cada lunes en la oficina, ha sido capaz de voltear la historia fatalista del club, ha acabado de golpe con el trauma ante el vecino rico y ha hecho realidad lo que otros veían imposible: ganar a los dos de siempre con menos armas.
Cuenta la leyenda que Brian Clough, en las antípodas de Simeone en cuanto a verbo pero en la misma división en cuanto a liderazgo, un tipo acostumbrado a extender cheques que sólo su genialidad podía pagar, comentó a los periodistas: "Dicen que Roma no se construyó en un día, pero la verdad es que ese trabajo no me lo encomendaron a mí". Hoy, salvando las distancias y las épocas, uno concluye, sea del equipo que sea, que Simeone agota los adjetivos calificativos. Se trata de un señor que, siendo consciente de sus defectos y de sus limitaciones, combate sus demonios para demostrar que esfuerzo es sinónimo de éxito. La piel del Cholo no es fina. Es la de un tipo que no se detiene para recrearse en el paisaje, no se cuelga medallas, no habla para contentar oídos y trabaja para levantar títulos. Simeone es el Clough moderno del Atlético. Nunca será capaz de arrogarse el mérito pero, si le hubiesen encomendado la tarea, habría levantado Roma en un día porque, si se trabaja y se cree, se puede.
"A Simeone le tiras un botijo y te devuelve un futbolista". La frase, partido a partido, pasará a los anales de la historia del fútbol. La escuché, por primera vez, de boca de un peso pesado del Atlético. En el primer curso del trienio...
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Rubén Uría
Periodista. Articulista de CTXT y Eurosport, colaborador en BeIN Sports y contertulio en TVE, Teledeporte y Canal 24 Horas. Autor de los libros 'Hombres que pudieron reinar' y 'Atlético: de muerto a campeón'. Su perfil en Twitter alcanza los 100.000 seguidores.
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